A las puertas del teatro San Martín sobre la tan porteña calle Corrientes, Florencio Sánchez (17/1/1875 – 7/11/1910) espera los aplausos que nunca llegarán. Lo hace con paciencia de estatua y resignación de bronce, con tanto tiempo por delante que, a veces, algún distraído lo lleva por delante y le pide excusa, como si las desavenencias de su vida podrían disculparse con palabras…
Esta espera serena comenzó hace años en un pueblo oriental somnoliento atravesado por el ferrocarril, nexo con un mundo distante y exótico que el joven Florencio pensaba algún día conocer. Pero antes estaban la lucha, las ideas. Había caído víctima del atroz encanto del anarquismo, prometedor de una ilimitada libertad que el Estado, los gobiernos y las llamadas fuerzas del orden se empeñaban en cercenar con leyes y machetazos.
Su primer ejercicio literario fue defender sus impulsos libertarios con su pluma tan afilada como los sables usados por la policía. Florencio devolvía sablazos con golpes de pluma en escritos que pronto le granjearon la enemistad de censores. Fue así como debió dejar las calles somnolientas entre cuchillas y hundirse en una buhardilla húmeda de Rosario donde continuó su ejercicio literario siguiendo las consignas de Kropotkin y Bakunin, los únicos textos que había leído, inspirando su pluma combativa y también literaria. Esta ignorancia, que irritaba a críticos como Carlos Rodó (“Lo ignora todo, lo poco que lee, lo lee sin regla”), quizás fue la fuente de su originalidad, ese “pinta tu pueblo y pintarás al mundo”, que él volcó en amaneceres de mates y braseros, horas de trabajo brutal y amarguras juntada por escaso dinero, de cartas de amor y embarazos escondidos, de cuartos diminutos con olor a orina, de señoritas que venden amor en retazos y prestamistas que alquilan plata ajena más allá de la codicia.
Quizás, en esa pobreza digna y quejosa, en esos años de protestas donde “la época de los carneros que se dejaban esquilar ha desaparecido… y tenemos brazos y nuestra voluntad inquebrantable para defendernos y triunfar” … en esos años de luchas, arengas y espera fue que insidiosamente una tos fastidiosa tomó su pecho y lo despertaba por las noches transpirado y sin aliento …
En 1892 abandonó el cuartito rosarino, siempre sospechoso de estar perseguido por esa mano invisible de la represión y se estableció en un conventillo de maderas pintadas con colores rutilantes de una Boca poblada por genoveses que adoraban los textos de Errico Malatesta y no tardaron en gustar de las obras de Florencio, un espejo donde dibujaba sus vidas de miseria y glorias secretas. En ese tiempo de bohemia, de noches trasnochadas, conoció a quien sería su amor de toda la vida, Catalina Raventos, hija de una familia de antiguos esplendores burgueses que recibió con cautela al joven escritor. Cuando su futuro suegro le preguntó con que contaba para mantener a su hija, Florencio no le mintió: “Con mi pluma”.
El noviazgo fue largo, aunque Florencio seguía con su vida trasnochada sin alcanzar los ingresos aspirados por sus suegros quienes le repetían una y otra vez a Catalina que solo la esperaba la misera o una bola como las que ponían fin a diario a la vida de los anarquistas. A pesar de su salud quebrada, se sumó a las tropas de Aparicio Saravia en la Revolución de 1904 ilusionado con participar de una revuelta popular que solo resultó ser otra gesta de caudillos luchando por su fracción de poder. Regresó desilusionado de esos “politiqueros” que desvirtúaban las luchas civiles.
Un buen día las musas llegaron, inesperadas e impensadas, y con ellas la fama y la bonanza para acceder a las aspiraciones burguesas de sus suegros. Casi como una ráfaga brotó “M’hijo el dotor”, una pintura de la sociedad rioplatense, con sus secretas esperanzas y pequeñas traiciones.
Aplaudida de pie desde su primera presentación, el público clamó por la presencia del autor. Florencio subió al escenario y con la mano sobre el pecho se inclinó reconocido por la celebración del público. Sin saberlo entonces, ese gesto sería eternizado a las puertas del teatro San Martín (obra de Agustín Riganelli). Después de agradecer conmovido señaló a Catalina sentada en la primera fila, a quien presentó al público como su futura esposa.
Y así Florencio, el inconformista, el agitador de masas empobrecidas, el escritor de pasquines ácratas, se casó con la novia de siempre, no solo con los papeles del civil, sino por Iglesia con fiesta y todos los rituales de la clase media con pretensiones que también describía con un dejo de sorna en sus obras de teatro.
Siguieron los éxitos, el reconocimiento y también la enfermedad. Esa tos que lo asfixiaba por la noche, ese cuerpo de flacura que lo hacía lucir trajes que parecían cada vez más holgados, le iba pesando en el ánimo ….
Con el éxito llegó el reconocimiento mientras vivía las mieles del romance con “Catita” en una casita de Banfield. Culminaba el sueño burgués de su familia política, mientras su obra reflejaba las miserias y la pobreza.
Por fin el gobierno uruguayo lo designó comisionado oficial en Italia. A pesar del empeoramiento de su ya delicada salud, decidió viajar solo mientras le escribía todos los días cartas amorosas a su Catita, cartas de amor y mentiras pues nada mencionaba de los esputos de sangre que le hacían llenar los ojos de lágrimas conmovido porque sabía (y se lo habían confirmado los médicos) que se acercaba el final… y en vez de buscar refugio, de volver a morir en sus pagos cerca de la mujer que amaba, decidió beber de un trago lo poco que le quedaba del elixir de la vida. Con los tres mil marcos que recibió como anticipo de su última obra (que, ironía cruel, se llamaba “Los muertos”) se lanzó a una vorágine de excesos de sexo y alcohol. Las mañanas lo despertaban en brazos de amores corsarios que apenas podían saciar el enorme apetito sexual de Florencio, como el que han experimentado otros artistas antes de él (Beardsley, Wateau, Chopin…). Viajó para ver con sus ojos lugares que soñó: Roma, Milán, Niza. Mientras continuaba mintiendo en las cartas a su Catita, que las esperaba como caricias del amado distante.
En su lecho de muerte en el Hospital Fatebenefratelli lo asistió el Dr. Devic quien le ofreció un vano consuelo y sin saber qué decir, con un golpecito en el hombro, lo instaba a no tener miedo. Y Florencio, ese hombre que desafió a la policía, a la miseria, a las páginas en blanco, al hambre, las revueltas armadas y las hipocresías burguesas, le contestó: “¿Quién tiene miedo, Devic?”.
Rechazó a los curas y las unciones para fallecer fiel a sus convicciones, sin dudar que después de ese velo negro que atravesó entre toses y estertores, no había más que oscuridad y el no siempre cordial recuerdo de los hombres.
“Mi obra no será de especulación científica. Quiero ofrecer a la humanidad un espejo en que vea reflejada sus pasiones, su miseria, sus vicios. Esto hacemos, éstos son nuestros crímenes, y por esto nos estamos despedazando”
(“Los derechos de la salud” Acto III, esc. 1)