Desde siempre el examen de la orina ha sido una fuente diagnóstica de gran importancia. Tanto por exceso de secreción como por su escasez, por su color y sabor (los antiguos galenos no le hacían asco a nada y la probaban), el aspecto de la orina puede orientarnos sobre el origen de la enfermedad que aqueja al paciente. En un mundo de escasa tecnología su valor diagnóstico era tal que había profesionales que se especializaban en interpretar sus variaciones en color, brillo y tonalidad. De está forma podían diagnosticar una treintena de afecciones. Obviamente incurrían en cierto empecinamiento diagnóstico, ya que incluían algunas afecciones difíciles de encasillar como los males de amor.
La era de los uroscopistas llegó a su fin en el siglo XIX, aunque perseveraron por un tiempo más aquellos que utilizaban los fluidos originados en el cuerpo con finalidad terapéutica. La orina es esencialmente agua (99%) con oligoelementos, urea, ácido úrico y algunos otros desechos. Es producida por nuestros riñones en forma estéril (de no mediar infección renal, obviamente) y en tal condición se mantiene hasta que pasa por la uretra en su camino al exterior.
Desde el tiempo de los Babilonios y los Sumerios se describen sus virtudes terapéuticas recopiladas por Plinio el Viejo, inevitable referencia cuando queremos conocer los métodos terapéuticos de la antigüedad. El sabio decía que había que echar orina fresca sobre quemaduras en la piel, úlceras tróficas y picaduras de escorpiones.
A su vez, aconsejaba mezclarla con cenizas para tratar las paspaduras provocadas por los pañales en los bebés. Esa mezcla también servía para cepillarse los dientes (usted se puede imaginar el aliento de los héroes romanos…).
Un remedio muy popular como antitérmico era hervir un huevo en orina y dejarlo sobre un hormiguero, donde sería devorado por las laboriosas obreras. La fiebre debía desaparecer cuando desapareciese huevo de marras.
Ambroise Paré, el gran cirujano francés, aconsejaba usar orina para lavarse los ojos en casos de conjuntivitis. Este consejo del siglo XIV fue propuesto por varios autores a lo largo de los siglos. El que suscribe asistió a una conferencia sobre el beneficio del uso de orina fresca para el tratamiento de la conjuntivitis en un Congreso mundial de oftalmología a fines del siglo XX.
En 1550 el Dr. Leonardo Fioravanti la utiliza para el tratamiento de las heridas de arma blanca, al igual que el Dr. Thomas Vicary, a la sazón médica del enamoradizo Enrique VIII.
Robert Boyle en el siglo XVII la recomendaba enfáticamente a todo el mundo como un reconstituyente.
Otros recomendaban la orina de niños evaporada y usar las sales remanentes para volver en si a aquellos que hubiesen sufrido un desmayo (situación harta frecuente en las damas encorsetadas). Este procedimiento guarda cierta lógica porque de esta forma se obtiene amonio, que aun hoy está entre las sales estimulantes que se usan para recuperar a individuos que han sufrido lipotimias.
Durante la Primera Guerra Mundial era de uso generalizado mojar un trato con orina y sostenerlo sobre la cara cuando eran agredidos con gas como cloro, si es que los sorprendían sin máscara. Este uso tiene una explicación química que convierte a este gas venenoso en menos tóxico.
Aun hoy hay fanáticos convencidos de las bondades de las terapias a base de orina que recomiendan para bañarse, masajearse, y tratar afecciones que van desde la epilepsia al cáncer, pasando por la fertilidad, estímulo de la sexualidad, disminución de la fiebre, infecciones orales y hasta para aliviar el ardor después de ser picado por una abeja o una medusa.
Lo curioso del caso es que suelen referir éxitos en el tratamiento de tales afecciones aunque sean anecdóticas y se encuentren bajo el incómodo paraguas del efecto placebo, una medida esquiva contra la que debería medirse toda actividad terapéutica.
De todas maneras, consejo de amigo, ni se le ocurra tomar su orina y menos aun cepillarse los dientes.