Miguel Hidalgo y Costilla, de sacerdote a general

El 22 de octubre de 1810, mientras nuestras fuerzas patriotas se dirigían a los campos de Suipacha, días después que Chile instaurase su Primera Junta Nacional de Gobierno, meses más tarde de formada la Junta Suprema de Caracas (19 de abril de 1810) y antes que Artigas se sumará a la Revolución de Mayo, el sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla era nombrado “generalísimo de las Américas” en la villa de Acámbaro, Méjico. Hidalgo dejaba de lado el sayo para ceñir la espada al frente del Ejército Insurgente Libertador.

Hidalgo fue uno más de los muchos sacerdotes que apoyaron la revolución de las colonias americanas mientras Fernando VII permanecía preso de Napoleón y las tropas francesas se paseaban victoriosas por la Península. Manuel Alberdi en Buenos Aires, Damaso Larrañaga en Montevideo, Camilo Henríquez en Santiago de Chile y José Cortés de Madariaga en Caracas, fueron solo algunos religiosos que apoyaron activamente el movimiento insurgente, aunque ninguno de ellos alcanzó el protagonismo de Hidalgo, ni su vehemencia libertaria ni el dramático suplicio final, razones por la que fue consagrado Padre de la Patria Mexicana .

Al momento de abrazar la causa de la revolución, Miguel Hidalgo tenía 57 años, fue un estudiante aventajado, un docente respetado y párroco destacado en Dolores donde había llevado adelante su tarea pastoral. En Querétaro participó de las reuniones de un grupo insurgente, cuyos integrantes creían que el párroco sería un buen dirigente del movimiento, dado su prestigio.

Informes de esta conspiración llegaron a oídos del virrey Francisco Xavier Venegas, quien ordenó la captura de los responsables. Advertido sobre su arresto inminente, en lugar de huir hacia los Estados Unidos, Hidalgo decidió hacer frente a las fuerzas realistas, reclutando seguidores entre los prisioneros de la cárcel de Dolores. Estos fueron sus primeros seguidores. En las primeras horas del 16 de septiembre de 1810, Hidalgo dirigió una arenga a los presentes en la diócesis de Dolores para alzarse en armas contra los españoles invocando la ayuda de la Virgen de Guadalupe, la religión y la de Fernando VII.

Este Grito de Dolores fue el inicio de la primera guerra de Independencia de Méjico y Miguel Hidalgo fue ungido jefe de la revolución.

Desde allí marcharon hacia las ciudades vecinas recaudando fondos para la causa y reclutando soldados. Para el 27 de septiembre ya eran 15.000 los insurgentes. Y gracias a ellos pudieron tomar Guanajuato, aunque hubo desbordes de violencia. Allí se le unió un ex alumno de Hidalgo y también sacerdote, José Maria Morelos quien se convertiría en el sucesor de Hidalgo.

La victoria de Monte de las Cruces, afianzó el espíritu de los revolucionarios quienes continuaron sumando hombres para la causa. Fue entonces que Hidalgo pasó de cura a “generalísimo” y tratar de imponer el orden entre estos hombres que ya sumaban más de 50.000 y avanzaban saqueando las poblaciones vencidas en su trayecto hacia la ciudad de Méjico.

Estaban por tomar por asalto la capital cuando, para sorpresa del virrey, Hidalgo y los suyos comenzaron la retirada hacia Toluca. Si bien nadie estaba seguro del porqué de esta decisión, se sospecha que Hidalgo tenía miedo del saqueo de la capital. Esta retirada hizo perder la mitad de los hombres a este ejército donde muchos de sus integrantes solo pensaban en el pillaje.

El desorden imperante entre las tropas fue una de las razones que asistieron a la derrota de la Batalla de Aculco (noviembre 1810), aun así, la revolución se había extendido a Guadalajara, ciudad hacia la que se dirigió Hidalgo y donde fue recibido como un héroe en medio de una algarabía generalizada. Allí se dedicó a organizar un nuevo gobierno nacional con medidas como la abolición de la esclavitud y supresión de los tributos, pero cometiendo excesos contra los españoles.

Los revolucionarios y los realistas finalmente se enfrentaron el 15 de enero en Puente de Calderón donde fueron derrotados los primeros a pesar de una encarnizada resistencia.

Los insurgentes pensaron en dirigirse a los Estados Unidos, pero fueron capturados por los realistas y enviados los prisioneros a Chihuahua. Allí fueron juzgados por el delito de alta traición. Hidalgo fue sometido a un juicio eclesiástico por su condición de sacerdote y otro militar por haber sido “el generalísimo” de la revolución. La Inquisición lo condenó a la excomunión y la degradación sacerdotal, mientras que el tribunal militar lo condenó a muerte por alta traición. El 30 de julio de 1811, después de recibir la comunión, enfrentó a un pelotón de fusilamiento. Calmo, se dirigió a sus verdugos, poniendo sus manos sobre le pecho “blanco seguro al que habéis de dirigíos”.

Le fue concedida la deferencia de no ser fusilados por la espalda como un traidor. Su cuerpo decapitado fue enterrado en el templo de San Francisco en Chihuahua, mientras que su cabeza fue enviada a Guanajuato y expuesta junto a la de otros jefes revolucionarios y allí permanecieron por 10 años.

Independizada la nación, sus restos fueron conducidos a la Catedral de Méjico y en 1925 depositados en la cripta de la Columna de la Independencia.

Hidalgo, el sacerdote guerrero, se convirtió en el Padre de la Patria.

Hubo otros prelados que asistieron a la creación de las nuevas naciones en las que se convirtieron las ex colonias españolas. La mayor parte de ellos predicó las ideas independentistas desde los púlpitos. Muchos prestaron sus conocimientos para la organización de las naciones. La mayor parte de los que asistieron a la jura de nuestra independencia eran sacerdotes. Algunos vistieron el uniforme, como fray Luis Beltrán, nuestro Vulcano de la Patria, quien asistió a forjar los cañones y fusiles que defendieron a la patria.

Pero en nuestra historia solo encontramos un ejemplo de prelado combativo a la altura de Miguel Hidalgo y fue el fraile José Félix Aldao quien llegó a general durante nuestras guerras civiles después de haber servido a las órdenes a San Martín en Chile y Perú. Sin embargo, el fraile Aldao se ha convertido en una figura incomoda tanto para la Iglesia cómo para la historia del país, por su pública convivencia con varias mujeres y la violencia desplegada en el ejercicio de sus funciones, donde se esperaba alguna mesura por su condición sacerdotal.

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