“Nada hay superior a la nación”: Nicolás Avellaneda

Nicolás era hijo de Marco Manuel Avellaneda, conocido posteriormente como “el mártir de Metán”, ya que por la persecución rosista llevada adelante por el general Manuel Oribe (ex presidente de Uruguay al servicio del “Restaurador”), fue asesinado en esa localidad salteña, y su cabeza puesta en una pica en la plaza Independencia de San Miguel de Tucumán, ciudad capital de la provincia en la que era gobernador; y hombre clave de la llamada “Coalición del Norte” que perdió el control territorial tras la derrota de Lavalle en Famaillá. Lamentablemente, fue una práctica repetida antes y después por orden de políticos rivales y/o jefes militares (Francisco “Pancho” Ramírez en 1821, y el “Chacho” Peñaloza en 1863, corrieron la misma suerte).

Sin embargo, o quizás por obra y gracia de lo que tuvo que vivir, el pequeño Nicolás, de tan solo 4 años, sería un encarnizado defensor del respeto por las libertades, la Constitución y las leyes. Como diría Sarmiento años más tarde en el traspaso de la banda presidencial, “sos el primer presidente que no sabe usar una pistola”.

Avellaneda tuvo que exiliarse a Bolivia junto a su madre Dolores Silva, para volver a su patria cuando la situación política ya era más calma. Pasó por el periodismo fundando el periódico “El eco del Norte” en su provincia natal, y compartió sus estudios de derecho entre la Universidad de Córdoba y la de Buenos Aires, donde finalmente se recibiría en 1858, cuando la pujante ciudad era capital de la provincia segregada.

En 1861 se casó con Cármen Nóbrega, su compañera de toda la vida, y tres años más tarde, comenzó en política siendo diputado en la legislatura bonaerense.  Para 1866, Avellaneda entró en los primeros planos tras ser nombrado ministro del entonces gobernador autonomista Adolfo Alsina, futuro vicepresidente de Sarmiento.

El llamado “padre del aula”, a quien conocía de la UBA y-se dice-, le había dejado él mismo la cátedra de economía política al tucumano, lo nombró ministro de justicia, culto e instrucción pública (las carteras de educación y justicia estuvieron juntas durante muchos años, mientras que el “culto” pasó a formar parte del Ministerio de Relaciones Exteriores tras la reforma constitucional de 1898).

Allí, Avellaneda cumplió un rol fundamental en el plan sarmientino de “educar al soberano”, y se crearon algunas escuelas llamadas normales, tomando como ejemplo el nombre francés y el estilo norteamericano, al mismo tiempo que se capacitaron profesores y profesoras de todo el país, y el número de alumnos creció exponencialmente. Esto le permitió no solamente ser el hombre de confianza de Sarmiento en pos de la sucesión presidencial, sino también ir tejiendo redes políticas en el interior, a partir del nexo entre las provincias de origen y estas instituciones escolares de jurisdicción nacional.

Cuando Adolfo Alsina, por entonces jefe del partido autonomista y vice de Sarmiento, se dio cuenta de que su partido no tendría apoyo en el interior, llegó a un acuerdo con el tucumano. Era un secreto a voces que Avellaneda sería el candidato oficial a la presidencia, aunque lo intentó mantener “bajo 7 llaves”. Más aun habiendo renunciado a su puesto en el gobierno, por incompatibilidad en el ejercicio de sus funciones mientras comenzaba a tejer su candidatura, que proclamó en Córdoba.

Finalmente, el 12 de octubre de 1874, Nicolás Avellaneda, con el nuevo Partido Autonomista Nacional, triunfó sobre el expresidente Mitre, quien denunció fraude; y así se inició una revolución armada en contra del tucumano, planeada justo para su asunción. En realidad, no era contra su persona, sino en favor de las libertades políticas. Pero el fortalecimiento del estado nacional que había impulsado Sarmiento y-especialmente-, el mejoramiento humano y en infraestructura del ejército nacional (sobre todo, tras la Guerra del Paraguay, que paradójicamente Mitre había iniciado como jefe), hizo que los defensores del gobierno triunfaran y sostuvieran la investidura del presidente Avellaneda.

Un cada vez más influyente Julio A. Roca fue el hombre clave, tras vencer a los insurrectos en la batalla decisiva de Santa Rosa, Mendoza. En su discurso de asunción presidencial, Avellaneda había dicho: “Las instituciones triunfarán, el principio republicano de gobierno quedará asegurado, mostrándose una vez más con nuestro ejemplo, que sus pueblos necesitan conquistar sus derechos fundamentales con su sudor o con su sangre”, mientras que con la tranquilidad asegurada, formuló una frase en la apertura de las sesiones legislativas (mayo de 1875), que quedaría grabada en la memoria como una de las más notables de la historia: “Nada hay dentro de la Nación superior a la nación misma”

Podría decirse que ese fue el gran lema de su mandato, que salió airoso de una crisis económica mundial generada a partir de la abrupta baja de la bolsa de Viena a fines de 1873. En ese sentido, optó por el ajuste y la confianza extranjera en la moneda nacional, y en el cumplimiento de deuda.  “La República puede estar dividida hondamente en partidos internos; pero no tiene sino un honor y un crédito, como sólo tiene un nombre y una bandera ante los pueblos extraños. Hay dos millones de argentinos que economizarían hasta sobre su hambre y su sed, para responder en una situación suprema, a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”, sentenció.

En materia electoral, intentó copiar el modelo estadounidense de la época, con algunos ejemplos. Cerró su idea diciendo: “Sin verdad en el sufragio no hay sino la sombra de la realidad en la práctica de las instituciones representativas”.

Tras haber impulsado la amnistía para los involucrados en la revolución del ’74 (salvo excepciones de agravio hacia las autoridades constituidas), mencionó: “He ahí mi plan. Una política que pacifique por el olvido, la vida pública para todos con iguales derechos; los gobiernos abandonando el campo electoral al movimiento libre de los partidos, y la justicia, amparando el orden público, para lo que necesita ser servida por buenas leyes que aún faltan, y que debemos dar sin demora”. Pese a haber recibido un intento de golpe de Estado, eligió el camino de la conciliación, que además permitiría la vuelta a la participación mitrista en la vida política, tras la abstención producida luego de haber sido derrotado la revuelta.

Dicha política solo funcionó parcialmente, pero demuestra el espíritu cívico de un hombre que priorizaba las libertades individuales, políticas y el progreso económico, siempre sobre la base del respeto a las leyes. “Los grandes movimientos, los que operan reformas, transforman la legislación, suprimen la injusticia o corrigen los abusos, son en los países libres, movimientos de opinión y no de fuerza”, dijo en el Congreso en 1879. “Admitir siquiera en hipótesis que pueda alzarse un juez sobre el juez de la Constitución, es hacer un llamamiento a la dictadura o a la guerra civil”, en la apertura de sesiones legislativas de 1880, última que le tocó presidir.

También trató al problema de la frontera con el indígena como uno de los pilares de su gobierno, bajo la creencia imperante de las clases dominantes del momento, que básicamente había que reducirlos y/o atraerlos a la “civilización”, mientras se ampliaban las tierras de dominio estatal y la soberanía nacional. A tono con esto, dispuso en 1876 el proyecto de ley para la inmigración y colonización, conocido como “Ley Avellaneda”, que no pudo dar sus frutos en la práctica pero que sentó la base de los cuantiosos inmigrantes que fueron poblando el “desierto”. Así, fue el precursor de la idea que tenía su comprovinciano Alberdi: gobernar es poblar.

La muerte de Alsina y la famosa campaña al desierto del ministro Roca hizo el resto, pero también se realizó la primera exposición rural en Buenos Aires (1875), y se propiciaron leyes de protección a la industria como modo de paliar la crisis anteriormente descripta. Inclusive, participaron de este debate hombres prominentes como Vicente Fidel López, Carlos Pellegrini, Norberto de la Riestra, y José Hernández; que dio origen luego al “Club Industrial”, precursor de la UIA.

Además, el ferrocarril siguió siendo el motor del desarrollo económico en la capital y el interior del país. En 1876, el propio Avellaneda inauguró el ramal Córdoba- Tucumán viajando a su ciudad natal, y al final de su mandato, existían 2.516 km de vías férreas. Ese mismo año llegó el primer barco frigorífico desde Francia, lo que permitió incrementar el valor del ganado para la exportación argentina. Y, en 1878, salió el primer cargamento de trigo desde el puerto de Rosario a Gran Bretaña, más allá de que por vía informal se venía comerciando con Brasil.

En materia de política exterior, se acordaron los límites con Paraguay y Brasil, que habían quedado pendientes de la guerra, y el propio Avellaneda defendió la posición argentina contra Chile por el conflicto del Estrecho de Magallanes y Tierra del Fuego, que fue sometido al arbitraje.

En 1880, la exportación ya superaba a la importación, y a tono con sus ideas liberales, mencionó: “Los pueblos no tienen otros medios de progreso sino su propia acción, inteligente y reparadora, aplicada al desarrollo de sus destinos”. Sin embargo, era consciente de que todavía quedaba camino por hacerse, como en la cuestión de la educación pública: “Se debe difundir por todos los medios la educación que el pueblo recibe, pero es también necesaria levantarla en su nivel”.

En un clima político tumultuoso ante la cada vez mayor preponderancia de la nación sobre las autonomías provinciales, tuvo lugar una revolución dirigida por el entonces gobernador porteño Carlos Tejedor, quien había sido electo, justamente, por la conciliación. Al igual que en 1874, la revolución fue vencida, pero antes, Avellaneda tuvo que optar por llevar provisoriamente la capital de Argentina el entonces municipio de Belgrano, donde hoy está ubicado el Museo Histórico Sarmiento de la ciudad de Buenos Aires. El congreso quedó dividido, y ni su vice Mariano Acosta ni el poder judicial acompañaron su decisión.

Como Roca había sido electo presidente, ganando en todos los distritos excepto Buenos Aires, Corrientes y San Juan, presionó para socavar el poder porteño, interviniendo la legislatura para que se aceptara el proyecto de ley de federalización de Buenos Aires, promulgado por Avellaneda el 20/9, a pesar de que el tucumano se había pronunciado en su contra en tiempos del autonomismo de Alsina. Esa inscripción está en el mismísimo obelisco, al igual que las dos fundaciones de la ciudad, y la ley promulgada por el ya presidente Julio Argentino Roca el 6/12.

Posteriormente, Avellaneda fue electo senador por Tucumán y proyectó la ley de autonomía de las universidades nacionales, todo un adelanto para la época si se tiene en cuenta que la próxima gran reforma de dichos estudios se dio recién en 1918. Inclaudicable en el área de la educación y la cultura, también fue rector de la UBA.

Fue por estos años que publicó una serie de ensayos, entre ellos sus “Escritos literarios” y la idea de la lectura como esencial para la vida, y también “Escuela sin religión”, del año 1883. Este último es importante si se tiene en cuenta el debate por la ley 1420 de educación común, que eliminó la práctica de la religión católica como materia obligatoria en las escuelas.

Como buen católico, expuso sus argumentos en contra, al igual que personajes destacados como José Manuel Estrada y Pedro Goyena. Pero la ley no decía explícitamente que era de carácter laica, sino que solamente daba libre albedrío de culto religioso a los alumnos, ya sea católico o no;  e igualmente se sancionó al año siguiente, a instancias de Sarmiento y el entonces ministro Eduardo Wilde. El francés Paul Groussac, a quien Avellaneda facilitó su entrada y permanencia en el país, fue siempre benevolente para con él, una característica muy poco frecuente en el ensayista crítico que fuera por varios años director de la Biblioteca Nacional.

Aquejado por una enfermedad, el tucumano viajó a Francia en junio de 1885. Decidió volver para morir en su patria, pero no pudo recuperarse y cumplir su último deseo: falleció en Alta Mar, acompañado de su esposa, el 25/11/1885, a los 48 años.

Avellaneda, el idealista de la nación, quizá opacado por haber sido presidente entre dos figuras fuertes como Sarmiento y Roca; quien trajo los restos de San Martín al país para el centenario de su nacimiento, mediante un multitudinario acto, descansa en el cementerio de la Recoleta, y tiene un mármol con su rostro de recordatorio allí.

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