Después de la aviesa conquista de Montevideo, la situación entre porteños y orientales se tornó confusa. Los “libertadores” estaban sometiendo a sus “liberados”. Las defensas de la ciudad fueron desmanteladas y conducidas a Buenos Aires, los trescientos cañones que la custodiaban se repartieron entre las tropas argentinas …
Después de un respiro para reorganizarse las fuerzas que respondían a Artigas comenzaron a hostigar a los porteños que se aventuraron fuera de los muros montevideanos. El capitán Rivera se especializó en la guerra de “pata de caballo”. Un día sus jinetes aparecían en Colonia y al siguiente en Soriano, persiguiendo a los hombres de Rondeau u horas más tarde atacaban a las fuerzas del coronel Dorrego quien, a su vez, persiguió a Ortogués hasta derrotarlo en la batalla de Marmarajá.
Dorrego se hizo fuerte en a campaña al frente de 500 hombres que incluía un destacamento de los recientemente creados Granaderos a Caballo.
A Rivera le fue encomendada la misión de golpear a las fuerzas de Dorrego hasta conducirlos a una emboscada. A lo largo de tres días y más de cien kilómetros, los jinetes de don Frutos cabalgaron, volvían grupas, atacaban y de un minuto para el otro desaparecían para reagruparse y repetir la maniobra. La furia y desanimo cundía entre los porteños, la mayor parte veteranos de las guerras de la independencia, soldados fogueados como su coronel, héroe de Salta y Tucumán, hecho a las luchas sin cuartel en las guerras y en el combate político. No le causaba ninguna gracia huir ante este “coronelcito” con fama de gaucho pícaro y mujeriego. Por eso, cada vez que Rivera y los suyos se desvanecían en el aire, el coronel vociferaba maldiciones contra este oriental escurridizo que llevaba a los porteños hacia un campo propicio para el escarmiento.
Miles de ojos seguían a los porteños desde las profundidades de los montes cerrados. Las pasturas amarillentas por la seca del verano, desaparecieron para dar lugar a un campo de piedras que dificultaba el andar de los caballos, y aún así se obstinaban en ir tras la sombra de los orientales.
El 10 de enero de 1815, Rivera y los suyos, una vez más, volvieron grupas para atacar a los porteños. Tenían a su espalda el arroyo Guayabos. Esta vez se habían equivocado, pensaron los porteños, no tenían a donde ir.
Ya Dorrego ordenaba a degüello, ya las tropas desenvainaban sus sables y dirigían sus lanzas cuando un gripo infernal les heló la sangre a pesar del tórrido sol veraniego. De la espesura del monte brotaron miles de jinetes que llenaron la mañana de alaridos. Entre ellos se reconocía el rugido de los charrúas que acompañaban a los orientales desde el inicio de las guerras libertarias. Su sola presencia inspiraba terror, centauros demoniacos, huestes infernales salidas del averno sembrando muerte a su paso. Todo fue descontrol entre los porteños que solo atinaban a huir, solo Dorrego parecía conservar la calma instando a resistir el embate con el mismo temple de antaño. Este hombre que ya tenía edad y méritos para lucir las insignias de general, había sufrido atrasos en sus designaciones por frecuentes insubordinaciones y sanciones por comentarios improcedentes. Ante la inminente derrota, él mismo intentó salvar su vida, huyendo hacia el Uruguay a la altura de Queguay. Solo lo acompañaba un puñado de hombres entre los que se destacaba un joven oficial de granaderos, que no podía dejar de demostrar su desazón. Por las locuras de este bravo sin cabeza había conocido el fracaso. Juan Galo Lavalle, tal el nombre del granadero, jamás pudo olvidar esta derrota de Guayabos, la primera de muchas que habrían de jalonar su larga historia de glorias y sinsabores que culminarían cuando 15 años más tarde, “haciendo el mayor de los sacrificios”, ordenó el fusilamiento del coronel Dorrego.