Las historias tras el himno de los argentinos

Después del 25 de mayo de 1810, la Primera Junta propuso la composición de una marcha que reflejase el efervescente espíritu patriótico. En la Gazeta de Buenos Ayres del 15 de noviembre de 1810 se publicó un poema: “Convoca a la lid, a la lid tremenda que va a destruir a cuantos tiranos ósenla oprimir”. El texto evoca el ímpetu destructivo de La Marsellesa (o Marcha del Ejército de Rhin), conocida en Buenos Aires gracias a Deán Funes. Otro antecedente menos afortunado fue la obra compuesta por el franciscano Cayetano Rodríguez, que no solo ensalza al grito sagrado, sino al Gobierno de turno: “La Junta que gobierna / nuestros votos de amor / pobre presentes”. La música de esta pieza también perteneció al ubicuo Blas Parera. Desafortunadamente, esta obra se ha extraviado y solo nos han quedado algunas estrofas.

El 28 de mayo de 1813, como parte de las fiestas mayas, se escuchó por primera vez en el Teatro Coliseo la marcha entonada por una “comparsa de niños ricamente ataviados en traje indiano”. El público aplaudió de pie esta exaltación del espíritu guerrero que embargaba a una nación. Esos tiernos párvulos proponían “con gloria morir”, sin interposición de Dios, la Iglesia o Fernando VII, una forma elíptica de enaltecer al nuevo Gobierno criollo, merecedor de tal sacrificio.

Nuestro “Oíd, mortales” propugnaba la lucha contra el Imperio español, aunque en momentos de su composición la bandera granate y oro aún flameaba sobre el fuerte de Buenos Aires, y así lo haría por los siguientes dos años.

Como todos sabemos, los versos de esta marcha habían brotado de la inspiración del abogado Vicente López y Planes, y la música fue creada por el catalán Blas Parera. Este último cobró honorarios por la composición y la ejecución de la marcha, a diferencia de López y Planes, que cedió a la patria estas estrofas sin aceptar remuneración alguna.

No había sido esta la primera inspiración de López y Planes, quien sería sucesor de Rivadavia en la presidencia, presidente de la Corte de Justicia durante el Gobierno de Rosas y su reemplazante en Buenos Aires, después de Caseros. En 1808, cuando era capitán de Patricios, escribió El triunfo argentino, dedicado a Liniers. En ese poema, López y Planes exaltaba, como lo haría en la himno nacional, la gloria de dar la vida por la patria y el valor de los muertos heroicos, siguiendo las consignas clásicas de Horacio, ese poeta romano al que el autor tenía en alta estima (dicen que murió recitando sus poemas): Dulcis est pro patria mori, ‘Dulce es morir por la patria’.

En 1884, Lucio López, único nieto del autor, ofreció su versión del nacimiento de estas estrofas, según él, brotadas de la inspiración que asaltó a don Vicente durante la representación de Antonio y Cleopatra, de Ducis. Esa noche, don Vicente permaneció insomne, visitado por las musas para volcar los versos en papel. Al día siguiente, buscó la aprobación de sus amigos en Luca, Paso y García, los primeros en derramar lágrimas de fervor patriótico por estos versos conmovedores que serían el símbolo de unión de una nación.

Curiosamente, será el mismo Lucio López, por entonces ministro del Interior, quien cercenará la obra de su abuelo mediante el decreto del 9 de julio de 1893. Este ordena que en los actos oficiales solo se cante la última estrofa, a fin de silenciar la alusión al león rendido para evitar problemas con la poderosa colectividad española.

La marcha de Vicente López subsistió a pesar de los intentos de reconciliación con España que hicieron algunos Gobiernos patrios después de 1813 (misión de Rivadavia, Belgrano y Sarratea), quizás por sus méritos estéticos, quizás por la prolija enumeración de las batallas que habían ganado las huestes nacionales. “San José, San Lorenzo, Suipacha, ambas Piedras (por la que peleó el Ejército del Norte y el enfrentamiento en la Banda Oriental), Salta y Tucumán, la Colonia y las mismas murallas [de Montevideo]” recuerdan únicamente las victorias de las armas revolucionarias (Siempre ha sido mejor olvidar las derrotas).

Magnífica persona, conocido letrado, poeta aficionado y científico entusiasta (llegó a describir el trayecto del cometa Halley sobre los cielos del continente), no todas fueron rosas para López y Planes, justamente a causa de Juan Manuel de Rosas. Su único hijo, el futuro abogado e historiador, Vicente Fidel, debió exiliarse en Montevideo por su oposición al régimen mazorquero. La rebeldía filial no le impidió a don Vicente componer una Loa para festejar el aniversario de la llegada al poder del Restaurador de las Leyes y otra Oda patriótica federal, versos que, sumados al ejercicio de funciones judiciales en tiempos de don Juan Manuel, dejan pocas dudas sobre la adhesión al régimen. Sin embargo, 24 años de servicio no le impidieron recibir 200 mil pesos de manos de Urquiza, pocos días después de la huida del entonces tirano, “como indemnización de los perjuicios que en mi carrera me ha causado el injusto dictador”.

Al menos, el devenir histórico salvó a los López del olvido en el que sí cayó Blas Parera (o Perera, como lo citan algunos textos). Hombre de escasos recursos, lucró a expensas de su talento para otorgarles armonías y contrapuntos no a una, sino a dos marchas patrióticas. Dicen que era un hombre humilde, desalineado y poco inteligente; un espíritu sencillo en el que primaban sus aires bohemios. Poco adhería Blas Parera a los principios libertarios de los criollos.

Es probable que los acordes del himno, con reminiscencias de Haydn, Gluck, Clementi y hasta del Mozart de Idomeneo, hayan actuado como una frágil inmunidad, que no impidió su emigración rumbo a España, en 1818. Algunos sostienen que lo hizo subrepticiamente; Pastor Obligado insiste en que lo hizo escondido dentro de la caja que portaba su piano.

Lo cierto es que, al llegar a España, no menguaron sus penurias. Por el contrario, fue puesto bajo la vigilancia de las autoridades civiles, que sospechaban del catalán. ¿Acaso la marcha patriótica que había compuesto no había movido a miles de súbditos de la colonia a enfrentar a las autoridades de la metrópolis? De ser así, esta obra subvertía el orden, es decir, constituía un delito lesa majestad.

A pesar de esto, Parera no fue molestado y llevó adelante una vida oscura; sirvió de organista en alguna parroquia, alegró tertulias con su teclado o trató de inculcar conocimientos musicales en alumnos por lo general poco dotados. Parera murió de gangrena el 7 de enero de 1840 y fue enterrado en el cementerio de la localidad de Mataró (Cataluña). Su cadáver se ha extraviado, a diferencia del de Vicente López y su ilustre descendencia, que, cada tanto, son recordados en el Cementerio de la Recoleta.

Si bien hoy evocamos a Vicente López y Planes y a Blas Parera, la historia de nuestro himno no estaría completa sin hablar de Juan Pedro Esnaola, porque las partituras que dejó Blas Parera se perdieron por mucho tiempo (Las páginas que aparecieron en manos de los descendientes de Estaban de Luca no eran originales, sino una copia realizada después de 1835). Los acordes de nuestro himno pudieron ser reconstruidos gracias a la memoria de Esnaola.

Nacido en Buenos Aires en 1808, Juan Pedro debió partir a Europa con escasos 10 años, acompañando a su tío, el presbítero José Antonio Picasarri, notorio contrarrevolucionario (al menos a los ojos de Juan Martín de Pueyrredón). Picasarri volvió a su España natal y aprovechó su permanencia para otorgarle a Pedro una sólida educación, sin desatender sus dotes musicales. En 1822, tío y sobrino volvieron al país gracias a la amnistía dictada por Martín Rodríguez. Prontamente el joven Esnaola se integró a la sociedad porteña, frecuentó la tertulia de Mariquita Sánchez (que había dejado de ser de Thompson y pronto sería de Mendeville), la misma donde se escucharon los acordes del himno en una de sus primeras ejecuciones.

Esnaola adhirió al régimen de Rosas y, para demostrar su lealtad, compuso un himno en honor del Restaurador y dedicó sus mejores esfuerzos a enseñarle piano a Manuelita.

La adhesión al régimen rosista no le impidió a Esnaola cumplir diferentes funciones después de Caseros, como la de presidir el Banco Provincia y el prestigioso Club del Progreso, tareas que no fueron un obstáculo para dedicarse a su pasión, la música. En 1847 Esnaola había bosquejado un primer arreglo de la marcha patriótica, tal cual la recordaba desde su infancia, en el cuaderno de música de su alumna Manuelita Robustiana. En 1860 realizó otro arreglo por encargo del director de Bandas Militares, para recuperar, en parte, ese espíritu de morir gloriosamente en aras de la patria. Muchos jóvenes argentinos dejaron sus vidas en los esteros paraguayos al son de estos compases. Esta versión de 1860 es la que en 1928 se convirtió en el Himno Nacional Argentino, confirmado por decreto en 1944.

Desde entonces, a pesar de las distintas versiones que generaron discusiones (como la de Charly García) y algún dolor de cabeza político a Marcelo T. de Alvear, el himno subsiste como vínculo entre los argentinos. “Libertad, libertad, libertad” fue cantado por los obreros en la Semana Trágica y las fuerzas del orden, por los miembros de la revolución libertadora y la resistencia peronista, como en cada conflicto que divide a los argentinos cuando ambas partes hacen uso de estas estrofas, convirtiéndolas en el eslabón que aúna ambos extremos de la grieta.

Esta imagen construye una épica que no necesariamente reproduce lo acontecido. Por ejemplo, no hay constancia de que el Himno Argentino haya sido cantado en la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, que se ubicaba en la calle del Empedrado, a la altura del 200 de la actual calle Florida de Buenos Aires, y menos aún que la joven Remedios de Escalada, prometida del general San Martín, haya sido la intérprete ante la melosa mirada de su futuro esposo. Esta conjunción de personajes notables da consistencia al relato mítico de los argentinos, a lo que somos tan propicios.
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