Yo odio a James Bond

El 5 de octubre fue consagrado como el Día de James Bond, ese legendario espía británico creado por Ian Lancaster Fleming (quien también fue agente del servicio de inteligencia inglés durante la Segunda Guerra Mundial, aunque el hombre del que tomó prestado el nombre de su personaje era un célebre ornitólogo). Esta fecha fue elegida porque ese día de 1962 se estrenó Doctor No, protagonizada por Sean Connery y Úrsula Andress. Basada en los textos de Fleming (quien vivió cómodamente gracias a sus ingresos literarios), se realizó esta saga que llega hasta nuestros días.

Si bien al principio quedé cautivado por este flemático agente de impecable smoking, versátil conductor de autos sofisticados, aviones, lanchas y helicópteros, de certera puntería con armas de última generación y señoritas de generosas curvas, con el tiempo percibí que ver sus films llenos de sexo y violencia me creaban cierto desasosiego, un vacío. Las luces de la sala se encendían y todos volvíamos a nuestra gris existencia. Como la carroza de Cenicienta, el Aston Martin se convertía en el cascajo que aún pagamos en cuotas, las pistolas con silenciador eran lapiceras y la chica Bond era la patrona. Algunos opinarán que lo mío son celos o envidia… pero creo que va más allá. Si bien el cine y las series nos hacen vivir la vida de los otros, las películas del 007 son el extremo de esas existencias ajenas, el non plus Ultra de una sofisticación exagerada .

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Sobriamente vestido, a James nunca me le cae una mancha de tuco en la solapa, ni se derrama el célebre Dry Martini sobre el traje, tampoco se le arruga el smoking después haberlo usado bajo un traje de neoprene. Después de cada maratónica persecución su camisa sigue luciendo un blanco niveo y el nudo de su corbata no se ha desplazado ni un milímetro. En cambio, los pobres mortales llegamos a la oficina con la ropa hecha un acordeón después de un viaje por la línea D a las 9 horas camino a Catedral (cosa que a James jamás se le pasaría por la cabeza por los peligros que implica).

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Y llegamos al tema del seductor, al hombre que vence las reticencias de las mujeres más bellas, con solo una media sonrisa mientras arquea una ceja (un gesto muy estudiado por Sean Connery). Sin embargo, no es eso lo que más molesta, sino que las abandona después de una supuesta noche de placer, sin recriminaciones, ni escenas de celos y jamás un abogado de por medio. No me impresiona tanto que escape ileso de las balas arrojadas por las Uzi que lo tienen como blanco, sino que salgo sin un rasguño de sus escarceos sentimentales.

La vida suele ser más monótona y gris, aun para los verdaderos espías que se limitan a robar expedientes y sacar fotos de documentos, o a seguir a otro funcionario que suele tener una vida tan monótona como la del espía.

Por estas razones (y algunas más que dan vueltas en mi cabeza, pero no puedo aun canalizar) es que no voy a celebrara con entusiasmo el Día de James Bond, y menos aun festejar las andanzas inverosímiles de este tenorio británico, flemático con tendencias suicidas que ocultan una inseguridad personal, disfrazando sus conflictos internos en trajes impecables hechos con telas inarrugables que no sé dónde consiguen. Quizás mi odio se atenúe el día que 007 me de la dirección de su sastre.

 

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