Viendo la Luz: La muerte de Víctor Sueiro

La multitud de reporteros gráficos se abalanzó cuando se abrió la puerta que unía la Iglesia del Pilar con el cementerio de la Recoleta. El ataúd navegaba sobre la cureña, mientras una marea de fotógrafos disparaba sus flashes, pujando por tener la toma más elocuente del dolor que implicaba la muerte de Víctor. Cuando el féretro se acercó al lugar donde sería emplazado transitoriamente, se escuchó una voz clara, cristalina, una voz impensada, una voz casi celestial que entonaba A mi manera, la canción que Víctor Sueiro hubiese deseado escuchar en este, su último adiós. Una joven vestida con una túnica avanzó entre la marea humana que se abrió como las aguas del Mar Rojo.

“Amé, también sufrí y compartí caminos largos”…

La joven se fue acercando a donde Víctor la esperaba ante una multitud que había seguido de cerca su lucha por la vida y cada vez que volvía a visitar las lejanas orillas de la muerte. Al lado del ataúd, la joven terminó la canción ante una muchedumbre enmudecida. Ya no se escuchaba ni el “click” de las cámaras de fotos, la canción había conjurado los ánimos, exacerbados por la búsqueda de algún detalle morboso.

“Si hay que morir y hay que pasar, nada dejé sin entregar porque viví, siempre viví, a mi manera”…

Por una fracción de segundos un silencio mortal cayó sobre el cementerio de la Recoleta. Es el silencio que precede a los discursos, a los obituarios, esa fracción ínfima de tiempo que se inicia entre el eco de la última palabra y los aplausos, una infinitésima de segundo, un tiempo casi imperceptible pero real, donde se agolpan los pensamientos, se contienen las lágrimas y se escapan los suspiros.

Fue en ese instante que Rosita Sueiro sintió una mano sobre el hombro. Se dio vuelta y percibió muy cerca la cara de una mujer mayor que le sonrió diciendo: “Mire cómo son las cosas, yo soy la madre de esta chica que canta”. Rosita solo hizo una mueca, sin comprender, y apenas tartamudeó unas palabras que la señora no alcanzó a escuchar porque enseguida le dijo: “Yo también vi la luz”.

Haciendo un juego de palabras poco ingenioso, podemos decir que Manuel Víctor Carlos Sueiro vio por primera vez la luz el 9 de febrero de 1943. Nació en Buenos Aires, Argentina, en el seno de una típica familia de inmigrantes gallegos que peleaban para darle un futuro mejor a sus hijos. A pesar de la contención familiar, Víctor vivió momentos de zozobra. En su infancia estuvo a punto de morir de difteria a los tres años y se salvó gracias a que sus padres pudieron conseguir algo de una extraña droga que decían que obraba maravillas, la llamaban penicilina.

Tenía muy pocos años cuando cayó en un pozo de tres metros, del que lo pudieron sacar con apenas un corte en la cabeza, cuya herida lució por años.

Víctor era de esos chicos que parecen nacer con una vocación predeterminada: quería ser periodista y a los 15 años ya escribía para El Mundo en la sección policiales. Siguiendo el mandato familiar de “mi hijo el doctor” pasó por la facultad de Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Eran los años sesenta cuando algunos “idealistas” trasnochados empezaban a creer que las ideas se imponían a balas y en los corredores de la facultad no faltó un idiota que exhibiese una 22 para mostrar el rigor de sus ideas. En uno de esos rounds de imbecilidad, un grupo de nacionalistas empezó a los tiros y Víctor tuvo la mala suerte de pasar por el lugar y terminar con dos balazos que le atravesaron el cuerpo. Víctor ni se dio por enterado, fueron los compañeros quienes notaron la sangre en su ropa. Él siempre dijo que ni se dio cuenta. El resultado final de esa aventura fue que al poco tiempo “el gallego” terminó los estudios y se dedicó de lleno al periodismo.

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Víctor Sueiro junto a Fernando Bravo y Donald.
Víctor Sueiro junto a Fernando Bravo y Donald.

 

Fue más o menos en esa época que también sobrevivió a un accidente automovilístico. Salió indemne, aunque el coche dio cuatro tumbos.

Después de tantas vueltas del destino, Víctor empezó a preguntarse qué había detrás de tanta “suerte”. Ocho veces había zafado de encontrarse con el Creador, ocho veces había gambeteado a las Parcas. ¿No era mucho para un tipo común y corriente como el gallego?

El gallego murió muchas muertes, pero su vida terminó el 13 de diciembre de 2007, cuando su corazón, después del Stents y By Pass, dijo basta, y esa luz se apagó para siempre.

En 1990 sufrió un paro cardíaco que lo mantuvo clínicamente muerto por 40 segundos. Fue asistido por el Dr. Luís de la Fuente, quien lo intervendría una docena de veces para tratar su enfermedad coronaria. Esta experiencia cercana a la muerte (near death experience) modificó su percepción de la realidad, lo acercó a la religión. Fue esta “su gran experiencia” y publicó el primero de sus libros, que lo convertiría en uno de los escritores más leídos del país. En “Más allá de la vida” refleja su experiencia postmortem y la vuelta a la vida a través de un túnel, como fue descripto en tantas oportunidades por otros individuos que pasaron por el mismo proceso. Esta percepción se debe a que el lóbulo occipital, el centro de visión, recibe doble circulación. Por tal razón es que lo primero que se percibe cuando vuelve la circulación es este túnel o una luz al final del camino.

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Víctor se dedicó a estudiar el tema y juntó más de 800 casos que repetían este fenómeno con distintas variables, como la aparición de individuos que había sido amigos, o familiares rodeando este retorno.

En el año 2003, Víctor volvió a la TV como conductor a Misterios y Milagros, programa por el que recibió el reconocimiento del Arzobispado de Buenos Aires.

Su carrera fue extensa: fue guionista de las películas de Palito Ortega, conductor de varios programas exitosos, junto a su amigo Fernando Bravo trabajó en la radio y escribió 19 libros que lo convirtieron en uno de los autores más importantes del país.

libros

 

Algunos de los libros de Víctor Sueiro.

 

Algunos de los libros de Víctor Sueiro.

 

Aquejado por un cáncer de páncreas fue sometido a una operación de la que no pudo recuperarse. Pidió ser enterrado en el cementerio de la Recoleta en esa Ciudad de Ángeles que tanto le gustaba.

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