Muchos comerciantes y hacendados, cansados de cooperar con las milicias, comenzaron a protestar por loa política impositiva del gobernador Martín Miguel Güemes sin tener en cuenta el peligro de volver a caer bajo el yugo realista. Algunos (españoles, pero también criollos) hasta simpatizaban con los militares enemigos. Poco a poco se fue abriendo una brecha entre las clases altas (blancos) y el pueblo criollo (mestizos). ¿Fomentó Güemes el resentimiento de los sectores populares? Entre la llamada “gente decente” había varios jóvenes estudiosos e inquietos, de ideas unitarias o federales pero que coincidían en la aspiración de lograr un gobierno constitucional. Si en ese momento era imposible conseguirlo en el orden nacional, querían por lo menos lograrlo en el orden provincial, mientras la Nación se organizaba. Nació el partido llamado “Patria Nueva”, constitucional y liberal, cuya intención era terminar con el gobierno que se había vuelto autoritario y tiránico. Se destacaban entre ellos Dámaso Uriburu y los doctores Facundo Zuviría y Juan marcos Zorrilla. El crecimiento de “Patria Nueva” llevó a Güemes a aumentar las actitudes demagógicas. Al mismo tiempo el gobernador de Tucumán, Bernabé Aráoz le declaraba la guerra.
De golpe todo se precipitó: Güemes, que estaba inmerso en la tarea de formar su nuevo Ejército para subir al Alto Perú como le pedía San Martín, tuvo que volver a hacer frente a las tropas tucumanas, mientras el Cabildo convocado por él mismo pero influido por la oposición aprovechaba la ocasión para destituirlo de su cargo y ¡desterrarlo de Salta! En un periplo maratónico Güemes acudió a todos lados: puso sitio a Salta después de un episodio similar al protagonizado por Napoleón en la guerra de los cien días y volvió a tomar el poder. Luego ordenó saquear la ciudad infiel. En esos trágicos momentos, sólo nubes amenazadoras se cernían sobre su persona. Desde el Norte, acechaba el ejército realista al mando de Olañeta, su tradicional enemigo, y desde el Sur, lo amenazaba Aráoz, unido a sus propios capitanes sublevados. Su mujer y sus hijos ya estaban en la finca de su suegro, mientras él situaba su campamento en Velarde, a una legua de Salta.
Los primeros días de junio de 1821, el comandante Mariano Benítez, salió en secreto de Salta y, guiado por un peón indígena, tomó el camino del Descampado. Buscaba la vanguardia del ejército realista a cargo del comandante Valdéz. Juntos planearon la traición. Entrando a Salta de noche las tropas realistas rodearon la manzana de Macacha Güemes, su hermana y colaboradora donde sabían que estaba acompañado solamente por los hombres de su escolta.
Cuatro testigos de excepción, Dionisio Puch, hermano de Carmen y el primero que escribió sobre la vida de Güemes. El coronel Vidt, Martín Otero y la propia Macacha han dejado testimonios fidedignos y concordantes de los que pasó aquella noche.
Relata Dionisio Puch que, al escuchar una descarga, Güemes, creyendo que se trataba de los revolucionarios, subió al caballo seguido por su escolta. Llegando a la bocacalle vio a un grupo de hombres agazapados y oyó a uno de ellos gritarle “¿Quién vive?”. Al comprender que eran tropas del Rey y no revolucionarios opositores contestó, “¡La patria!”, a lo que siguió una descarga. Buscando quizá la casa de su madre, tomó la calle de la Amargura y la llegar al viejo puente de piedra que cruzaba el Tagarete de Tineo se encontró con una línea de fusileros del Rey y la enfrentó en medio de una granizada de proyectiles, seguido sólo por algunos de sus hombres, ya que otros habían caído o habían sido apresados. Se dirigió entonces a la otra esquina y le dieron también el “¿Quién vive?”. Nuevamente contestó “La Patria” y comprendiendo que se trataba de una emboscada, desenvainó el sable y “con la rabia del tigre acorralado”, saltó por encima de las dos hileras de soldados, con fusiles y bayonetas. Atropellando a quienes le impedían el paso, atravesó banda a banda la columna enemiga. Las balas que habían destrozado su ropa y su gorra parecían respetarlo. Pero la segunda descarga, una bala perdida, le dio en la cadera derecha atravesándola hasta la ingle. Así herido, no cayó de la silla. Abrazado al cuello del caballo, galopó hacia la Quebrada de Burgos, siguiendo por la falda del cerro San Bernardo, en dirección al sur. Al cruzar el río Arias, encontró una de sus partidas y les dijo: “Vengo herido”. Con el mayor cuidado posible, sus gauchos lo bajaron del caballo y, acostándolo en una camilla improvisada con ramas y ponchos, lo fueron llevando por el camino del Chamical hacia su finca de la Cruz. Pero para mayor seguridad de sus hombres decidieron internarse en las sierras hasta llegar a la Quebrada de la Horqueta. Allí le esperaban siete días de dolorosa agonía mientras los gauchos iban llegando de todas partes. Cuando se dio cuenta de que la muerte estaba cerca, se fue despidiendo de todos, haciéndoles prometer que seguirían la lucha hasta echar al enemigo de su tierra. Faltaban allí sus seres más queridos: su mujer, sus hijitos, su madre y su hermana. El padre Francisco Fernández lo acompañó y confortó en sus últimos momentos. El 17 de junio, poco antes de entrar en la agonía, le oyeron decir: “Mi Carmen no tardará en seguirme… Morirá de mi muerte, así como vivió de mi vida”.
A los 36 años, entre sus cerros tan amados y a la sombra de un rojo cebil, rodeado de sus gauchos y con el recuerdo de su compañera, se fue apagando la vida del General. Con él moría aquel gran proyecto de apoyar la empresa libertadora de San Martín y se perdían definitivamente las provincias del Alto Perú. La gloria de liberarlas quedaría para otros.