Un mártir de la libertad de pensamiento

Se hacía llamar “el Nolano”, por haber crecido en Nola, una localidad próxima a Nápoles. Pero ninguna ciudad ni ningún país lograron contener a quien fue uno de los espíritus más inquietos e indómitos de la Europa del siglo XVI. A los 15 años Giordano Bruno partió hacia Nápoles, donde intentó encauzar su exaltada religiosidad ingresando en un convento de la orden de los dominicos, pero muy pronto empezó a causar revuelo por su carácter indócil y sus actos de desafío a la autoridad. Por ejemplo, quitó de su celda los cuadros de vírgenes y santos y dejó tan sólo un crucifijo en la pared, y en otra ocasión le dijo a un novicio que no leyera un poema devoto sobre la Virgen.

Tales gestos podían considerarse sospechosos de protestantismo, en unos años en que la Iglesia perseguía duramente en Italia a todos los seguidores de Lutero y Calvino. Bruno fue denunciado por ello a la Inquisición. La acusación, sin embargo, no tuvo consecuencias y Bruno pudo proseguir sus estudios. A los 24 años fue ordenado sacerdote y a los 28 obtuvo su licenciatura como lector de teología en su convento napolitano.

Bruno parecía destinado a una tranquila carrera como fraile y profesor de teología, pero se atravesó de por medio su insaciable curiosidad. Se las arregló para leer los libros del humanista holandés Erasmo, prohibidos por la Iglesia, que le mostraban que no todos los “herejes” eran ignorantes. También se interesó por la emergente literatura científica de su época, desde los alquimistas hasta la nueva astronomía de Copérnico.

EL UNIVERSO INFINITO

De este modo fueron germinando en la mente de Bruno ideas enormemente atrevidas, que ponían en cuestión la doctrina filosófica y teológica oficial de la Iglesia. Bruno rechazaba, como Copérnico, que la Tierra fuera el centro del cosmos; no sólo eso, llegó a sostener que vivimos en un universo infinito repleto de mundos donde seres semejantes a nosotros podrían rendir culto a su propio Dios.

Bruno tenía también una concepción materialista de la realidad, según la cual todos los objetos se componen de átomos que se mueven por impulsos: no había diferencia, pues, entre materia y espíritu, de modo que la transmutación del pan en carne y el vino en sangre en la Eucaristía católica era, a sus ojos, una falsedad. Como Bruno no dudaba en mantener acaloradas discusiones con sus compañeros de orden sobre estos temas sucedió lo que cabía esperar: en 1575 fue acusado de herejía ante el inquisidor local. Sin ninguna posibilidad de enfrentarse a una institución tan poderosa, decidió huir de Nápoles.

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En cuatro años Giordano Bruno pasó por Roma, Génova, Turín, Venecia, Padua y Milán, huyendo de la Inquisición y buscando nuevos conocimientos.

En cuatro años Giordano Bruno pasó por Roma, Génova, Turín, Venecia, Padua y Milán, huyendo de la Inquisición y buscando nuevos conocimientos.

A partir de ese momento, Bruno se convirtió en un fugitivo que iba de una ciudad a otra con la Inquisición pisándole los talones. En los siguientes cuatro años pasó por Roma, Génova, Turín, Venecia, Padua y Milán. La vida errante no era fácil, los viajes eran duros, las habitaciones para alguien sin recursos estaban sucias e infestadas de ratas, los asesinatos de viajeros eran frecuentes, y las enfermedades y epidemias constituían una amenaza que se sumaba a la de sus perseguidores.

CÉLEBRE EN TODA EUROPA

Durante sus viajes, Bruno conoció a pensadores, filósofos y poetas que se sintieron atraídos por sus ideas y se convirtieron en verdaderos amigos, al tiempo que le ayudaron en la publicación de sus obras. Tras pasar un tiempo en Ginebra, Lyon y Toulouse, en 1581 llegó a París. Su fama le precedía y enseguida fue aceptado en grupos influyentes. El propio rey Enrique III se sintió atraído por sus disertaciones y, aunque no podía apoyar de manera abierta sus ideas heréticas, le extendió una carta de recomendación para que se trasladara a Inglaterra. En Londres, Bruno se alojó en la casa del embajador francés y fue presentado a la reina Isabel. Tras casi tres años en Inglaterra reanudó su vida itinerante, viajando a París, Wittenberg, Praga, Helmstedt, Fráncfort y Zúrich.

Hallándose en Fráncfort, Bruno recibió una carta de un noble veneciano, Giovanni Mocenigo, quien mostraba un gran interés por sus obras y le invitaba a trasladarse a Venecia para enseñarle sus conocimientos a cambio de grandes recompensas. Sus amigos advirtieron a Bruno de los riesgos de volver a Italia, pero el filósofo aceptó la oferta y se trasladó a Venecia a finales de 1591. Allí asistía a las sesiones de la Accademia degli Uranini, lugar donde se reunían ocultistas famosos, académicos e intelectuales liberales y daba clases en la Universidad de Padua.

En mayo de 1592 el filósofo decidió volver a Fráncfort para supervisar la impresión de sus obras. Mocenigo insistió en que se quedara y, tras una larga discusión, Bruno accedió a posponer su viaje hasta el día siguiente. Fueron sus últimos momentos en libertad. El 23 de mayo, al amanecer, Mocenigo entró en la habitación de Bruno con algunos gondoleros, que sacaron al filósofo de la cama y lo encerraron en un sótano oscuro. Al día siguiente llegó un capitán con un grupo de soldados y una orden de la Inquisición Veneciana para arrestar a Bruno y confiscar todos sus bienes y libros.

Tras declarar que había tendido una trampa a Bruno, proporcionó una larga lista de ideas heréticas que había oído del acusado

Tres días más tarde dio comienzo el juicio. El primero en hablar fue el acusador, Mocenigo, que trabajaba desde hacía algunos años para la Inquisición. Tras declarar que, efectivamente, había tendido una trampa a Bruno, proporcionó una larga lista de ideas heréticas que había oído del acusado, muchas distorsionadas y algunas de su propia invención. Entre otras cosas, dijo que el acusado se burlaba de los sacerdotes y que sostenía que los frailes eran unos asnos y que Cristo utilizaba la magia. Cuando fue interrogado, Bruno explicó que sus obras eran filosóficas y en ellas sólo sostenía que “el pensamiento debería ser libre de investigar con tal de que no dispute la autoridad divina”.

Bruno creía que podría convencer al tribunal de Venecia, una ciudad liberal dedicada al comercio, donde la Inquisición no actuaba con tanta dureza como en Roma. Pero en febrero de 1593 fue puesto en manos de la Inquisición Romana. Si había tenido alguna posibilidad de librarse de la hoguera, ésta acababa de esfumarse.

UNA CONDENA ANUNCIADA

Giordano Bruno pasó siete años en la cárcel de la Inquisición en Roma, junto al palacio del Vaticano. Sus mazmorras eran famosas y temidas. Se encerraba a los prisioneros en celdas oscuras y húmedas, desde las cuales se podían oír los gritos de los prisioneros torturados y donde el olor a cloaca era insoportable. Cuando compareció ante el tribunal, en enero de 1599, era un hombre delgado y demacrado, pero que no había perdido un ápice de su determinación: se negó a retractarse y los inquisidores le ofrecieron cuarenta días para reflexionar. Éstos se convirtieron en nueve meses más de encarcelamiento.

El 21 de diciembre de 1599 fue llamado otra vez ante la Inquisición, pero él se mantuvo firme en su negativa a retractarse. El 4 de febrero de 1600 se leyó la sentencia. Giordano Bruno fue declarado hereje y se ordenó que sus libros fueran quemados en la plaza de San Pedro e incluidos en el Índice de Libros Prohibidos.

Bruno dijo: “El miedo que sentís al imponerme esta sentencia tal vez sea mayor que el que siento yo al aceptarla”

Al mismo tiempo, la Inquisición transfirió al reo al tribunal secular de Roma para que castigara su delito de herejía “sin derramamiento de sangre”. Esto significaba que debía ser quemado vivo. Tras oír la sentencia Bruno dijo: “El miedo que sentís al imponerme esta sentencia tal vez sea mayor que el que siento yo al aceptarla”.

El 19 de febrero, a las cinco y media de la mañana, Bruno fue llevado al lugar de la ejecución, el Campo dei Fiore. Los prisioneros eran conducidos en mula, pues muchos no podían mantenerse en pie a causa de las torturas; algunos eran previamente ejecutados para evitarles el sufrimiento de las llamas, pero Bruno no gozó de este privilegio. Para que no hablara a los espectadores le paralizaron la lengua con una brida de cuero, o quizá con un clavo. Cuando ya estaba atado al poste, un monje se inclinó y le mostró un crucifijo, pero Bruno volvió la cabeza. Las llamas consumieron su cuerpo y sus cenizas fueron arrojadas al Tíber.

Giordano Bruno

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