Silvina Bullrich es un personaje paradójico en la historia de la literatura argentina. Hoy, al invocarla entre personas jóvenes, son pocos los que saben quién fue y sus libros juntan polvo en bibliotecas viejas, sin haber logrado entrar al canon. Sin embargo, en los treinta años que pasaron entre la década del cincuenta y el ochenta, fue la autora mejor vendida del país, se codeaba con José Bianco y Jorge Luis Borges, y no había persona que no conociera su nombre.
Hablar de la vida de Silvina Bullrich es hablar de su vida, algo que a ella misma le resultaba imposible separar. Había nacido el 4 de octubre de 1915 y, aunque según ella “vivían bien pero sin lujo”, desde muy pequeña llevó la vida típica de las clases acomodadas porteñas, caracterizada por la formación afrancesada. En su casa la cultura estaba presente en todos lados y era promovida por su padre, amante de la buena pintura y coleccionista de cuadros. Este entorno le fue inmensamente favorable a la hora de desarrollar su sueño de escribir, única cosa que ella consideraba capaz de hacer bien. Su reconocimiento – que llegaría de a poco en la década del cuarenta, cuando obtuvo el Premio Municipal por La redoma del ángel, y de forma más espectacular a partir de 1952, con la publicación de Bodas de Cristal – estaba cimentado en la capacidad de ir al choque. En su trabajo, como en su vida, fue capaz de “desnudar a su clase” e ir en contra de todo lo que se esperaba de una “señora bien” como ella, siendo legendarios sus exabruptos y su actitud deschavada.
En la línea de la polémica, es muy conocida la obsesión de Bullrich con el dinero, algo evidente en la inmensa cantidad de comentarios relativos a su situación económica que hizo en casi todas las entrevistas que concedió. Al lector de hoy probablemente le resulte llamativo que esto fuera escandaloso, pero en su momento no faltaron las críticas hacia Bullrich por recibir dinero a cambio de cuanta actividad hiciera. Esta actitud venía acompañada de, sorpresivamente, una especie de ferviente deseo de convencer al público de que era pobre, de que sufría penurias financieras, de que no llegaba a pagar sus deudas, algo que, según ella, siempre la había seguido. No, no tenía esclavos que le escribieran las novelas ni era de los Bullrich ricos, aclaraba siempre porque, según sus palabras, “a la gente le revienta mi apellido”. Para ella, escribir no era un lujo ni, pareciera a veces, un placer, sino una forma de ganar su pan y, más importante aún, poder proveer para su hijo único, Daniel.
La necesidad atravesó la vida de Bullrich y se chocaba con el drama, algo que ella tuvo en grandes cantidades. Su vida personal – además de escandalosa por cosas como el divorcio de su primer marido Arturo Palenque – estuvo marcada por la tragedia. Su infancia, para ella, fue idílica, ya que representaba el momento más puro de su vida, aquel en el que todavía no sabía que existía el dinero ni la muerte. Antes de cumplir cuarenta años perdió a casi todos sus seres queridos, incluidas sus dos hermanas, víctimas de una enfermedad y de un accidente de avión. Cuando empezó su relación con Marcelo Dupont, a quien ella consideró el amor de su vida, pensó que la vida le volvía a sonreír, pero al poco tiempo él también murió, producto de un cáncer de pulmón. Abrumada por la pérdida y el dolor, para Bullrich escribir era una forma de hacer catarsis y de mantenerse a flote económicamente. Dado que vendía miles de libros por año, resulta curioso pensar en ella como una persona pobre, pero esa era la forma en la que enmarcó su vida. Como indicó Claudio Zeiger en su lúcido análisis sobre la autora, “para Silvina Bullrich alguien que debe trabajar para ganarse el sustento o mantener el tren de la vida es pobre aunque sea rico”.
Desde su entrada al olimpo de los best-sellers en 1952, y a lo largo de sus casi 40 años de carrera, Bullrich publicó más de cincuenta títulos, vendió más de un millón de ejemplares y vio como varias de sus novelas se adaptaron para cine. En las tres décadas en las que reinó en el mercado editorial y a un ritmo de un libro por año, era común que cada diciembre apareciera una novedad de Silvina Bullrich, lista para regalar en las fiestas y ser leída en la playa durante el verano. Esta masividad, naturalmente, se ha mirado con sospecha y se ha tomado como un signo de la baja calidad literaria de su obra. Lo más leve que se le ha dicho era que su literatura era “pasatista” y que no estaba destinada a durar. En una línea más dura acerca de la autora y del perfil de su público, los críticos de la época no dudaban a veces en ir más allá y en afirmar cosas como: “[Bullrich] domina (…) el oficio de hacer accesible cierto costado de la literatura, el menos difícil, a una burguesía de pequeña para arriba que demuestra afán de cultivarse, aunque no siempre se allane el esfuerzo correspondiente”.
A ella, sin embargo, parecía no importarle. Leer las declaraciones de Bullrich es darse cuenta que ella siempre supo que escribía para las clases medias no ilustradas y que nunca tuvo ningún problema con eso. Es más, sorprende la forma en la que ella confirmaba las sospechas de sus críticos e indicaba que sabía que iba a ser olvidada, repitiendo constantemente que ella era una “escritora para lectores contemporáneos”, que sabía que no iba a “durar en la literatura” y que su éxito era “un éxito del presente”. Esta postura derrotista, en parte, venía acompañada de una victimización constante, más que nada referida a su condición de mujer. Este argumento, repetido hasta el cansancio, casi parecía una forma de justificar aquel destino y de “tapar” la calidad irregular de su obra.
Hoy, quienes no vivieron sus años de auge, casi no saben quien es Silvina Bullrich más que por algún libro olvidado en los estantes de la biblioteca de quienes fueron sus contemporáneos o por algunas reediciones recientes, presentadas como rarezas. La decadencia de Bullrich también tiene una historia larga que empieza con la vuelta de la democracia. A mediados de los ochenta, se encontró con que sus libros ya no vendían como antes. En esta nueva época para el país los círculos literarios e intelectuales comenzaron a excluirla, no sólo por algunos de sus comentarios explícitos a favor del gobierno militar, sino también por haber cometido el pecado de escribir sobre temas banales cuando se estaba produciendo una tragedia. Poco importó que ella denunciara, en un momento en el que nadie lo hacía, la entrada de la Argentina en la Guerra de Malvinas, o que este régimen la afectara de forma personal (es sonado el polémico asesinato de su hijastro, Marcelo Dupont, quien fue hallado muerto luego de denunciar al Almirante Massera por pagar a Firmenich una coima a cambio de evitar disturbios durante el mundial de fútbol en 1978). Al no haber impugnado a la dictadura desde sus páginas, por activa omisión o por un simple olvido, Silvina Bullrich se fue retirando literal y simbólicamente del mundo. Ella falleció el 2 de julio de 1990, y sus obras progresivamente dejaron de ser leídas.