Todos conocemos a Cleopatra. Evocar a la famosa reina del Nilo es pensar en una cara o, aunque sea, en una serie de características que son reconocidas universalmente e inequívocas. Por esta razón resulta tan extraño pensar en alguien tan famoso como ella y saber que, en el fondo, la desconocemos.
Este sentimiento por supuesto no es algo extraño, considerando la dificultad que representa evocar a un personaje de la antigüedad. Lo que es más complejo en este caso es que no sólo hablamos de una distancia enorme entre las expectativas y la realidad, sino que nunca queda demasiado claro cómo era esa realidad. Los investigadores de hoy, no sólo tienen que vencer una distancia temporal de dos milenios para acercarse a la verdadera Cleopatra, sino que también, aún si miran las pocas fuentes que subsisten, encontrarán información adulterada y exagerada por los historiadores de la antigüedad, que el eran sumamente hostiles. Como si esto fuera poco, todos los discursos que se elaboraron en estos 2000 años, ya fueran desde la historiografía, el arte o la literatura, usaron aquellos relatos de base y le agregaron, variando según la época, sus propias perspectivas y prejuicios acerca de lo que una mujer podía o no hacer para llegar a tener su poder.
La historia de Cleopatra, con todas sus variaciones, siempre va más o menos en el mismo sentido: para llegar a donde llegó debió ser una seductora o una hechicera. Si hoy recordamos que fue la amante de Julio Cesar y de Marco Antonio, dos de los hombres más poderosos de la historia, no importa tanto que estaba buscando, sino cómo lo logró. En este punto, su físico, su belleza o su encanto de mujer, siempre son mucho más importantes que a su inteligencia o a su habilidad como política. Un análisis más moderno, minucioso y crítico de estos relatos rebela, sin embargo, que Cleopatra no era Elizabeth Taylor.
Hasta el observador más inclemente reconoce que era sumamente inteligente. Se había educado a metros de la biblioteca de Alejandría, reconocida como la más impresionante del mundo antiguo, y era especialmente hábil en su manejo de la retórica. Cleopatra podía hablar, debatir, negociar y ganar discusiones en por lo menos nueve idiomas diferentes. Su don, claramente, era la palabra.
¿Y su famosa belleza? Considerada la “femme fatale” por excelencia de la historia universal, Cleopatra parece sin embargo haber sido una mujer bastante diferente de lo que imaginamos. En general se erotiza y se exagera su aspecto exótico, pero ella ni siquiera era egipcia. Su familia, la dinastía de los Ptolomeo, había sido iniciada por uno de los comandantes de Alejandro Magno. Este origen macedónico, aún si no sabemos nada más de ella, nos lleva a pensar que no era una mujer de piel oscura y que incluso podía haber sido rubia. Aún más lejos de las representaciones exageradas o romantizadas de su imagen, resulta sorpresivo ver su retrato en la fuente más fidedigna que nos llegó de su época: las monedas. Estas monedas, salvando el hecho de que incluían una representación obviamente alterada con fines políticos y simbólicos, nos permiten ver, no obstante, la forma en la que ella elegía representarse, sin interferencias. En estas representaciones, la vemos con el cabello rizado, con una cinta blanca atada en la cabeza, la marca de los gobernantes helenistas, y con la nariz ganchuda.
Más allá de toda su misteriosa grandeza, es interesante ver más allá de los mitos. Cleopatra se transformó en leyenda en el año 48 A.C., cuando emergió de una bolsa en un palacio de Alejandría y conoció a Julio Cesar. En el medio de una disputa por el trono con su hermano y esposo, Ptolomeo XIII, que la había condenado al exilio, se había arriesgado a entrar como un bien de contrabando. La llegada de este poderoso general romano, supuso, podía hacer que los vientos soplaran a su favor. Julio Cesar vio en Cleopatra una aliada. Acercarse a ella y garantizarle el trono no sólo le permitiría consolidar su poder en esta costa del Mediterráneo, sino también asegurarse la lealtad y la colaboración de Egipto, el “granero” del mundo antiguo. La situación, lejos de empezar como un tórrido romance, se resolvió inicialmente con el asesinato de Ptolomeo XIII y la designación de su otro hermano, Ptolomeo XIV, como su consorte.
Julio César se quedó una temporada en Egipto junto a Cleopatra, viajando por la región, maravillándose frente a las grandes construcciones y estudiando para ver que parte de todo esto podría implementar de vuelta en Roma. En el transcurso de este viaje, la alianza se transformó en algo más, confirmado por el hecho de que, poco tiempo después de que Julio César volviese a Roma, Cleopatra tuvo a su hijo, Cesarión.
En la década del 40 queda claro que Cleopatra era mucho más que una cara bonita. Dueña de sí misma, madre del hijo del hombre más poderoso de Roma y genuina gobernante de sus territorios, asumió incluso el rol divino de Isis, la diosa de la fertilidad. Ejerció sus funciones con gran maestría, dispensando justicia, regulando la economía, negociando condiciones internas y externas, y comandando la vida religiosa. Egipto prosperó durante el gobierno de Cleopatra.
En el año 46, Cleopatra viajó a Roma, invitada por Julio Cesar. Las razones de este viaje siguen siendo poco claras al día de hoy y probablemente fueran más políticas y que románticas, pero su llegada a Roma con Cesarión fue todo un escándalo. Tal fue el revuelo que produjo su prolongada estadía en la villa personal de Julio Cesar, que hay quienes aseguran que su asesinato el 15 de marzo de 44 a.C. tuvo una estrecha relación con la forma de alardear a su amante oriental y a su hijo bastardo.
Más allá de la exageración, uno puede imaginarse que Cleopatra haya sufrido con la muerte de su amante, pero lo que más le debe haber preocupado debe haber sido quedarse sin su benefactor. Viendo el caos que siguió a los Idus de Marzo, temiendo que la situación se diera vuelta en su contra, Cleopatra volvió a Egipto. Para evitar agregar más desorden a una situación ya de por sí caótica, tomó la decisión de mandar a asesinar a su hermano y esposo, Ptolomeo XIV, y hacerse del poder nombrando a como faraón a su hijo de 3 años y actuando, sin competencia, como regente.
Si bien tuvo un momento de respiro donde siguió viendo crecer a su reino, en el año 43 las cosas se pusieron nuevamente en su contra. Egipto se vio sumido en una crisis agrícola acompañada de misteriosas epidemias, a la vez que guerra civil romana llegó a las puertas de Alejandría. La posición de Cleopatra era delicada, ya que debía elegir, como reina de un estado cliente de Roma, quién era su legítimo representante. Esto no estaba del todo claro, dado que Octavio, nombrado por César como su heredero legítimo, y Marco Antonio, su mano derecha, se encontraban aliados en ese momento contra los asesinos de César. La reina de Egipto se vio obligada a ayudar a quienes querían vengar la muerte de su amante enviando una flota a Grecia, a donde había llegado la lucha, pero la suerte no estuvo de su lado y la mayoría de los barcos naufragaron en una tormenta. Maltrecha, retornó a Alejandría sin haber podido ayudar y sabiendo que eventualmente alguien vendría a pedirle explicaciones.
El tablero estaba constantemente cambiando. Marco Antonio y Octavio ganaron, pero sin un enemigo en común ahora empezarón a dirigir sus ataques el uno contra el otro. Quizás para no verse las caras, se dividieron el gobierno, quedando Marco Antonio a cargo de los territorios orientales del imperio. Cuando la noticia llegó a los oídos de Cleopatra, teniendo en cuenta su fallida actuación previa, rápidamente se dio cuenta de que no tendría más remedio que responder a Marco Antonio. Éste le requirió que se apersonarse en la ciudad de Tarso y ella viajó rápidamente a su encuentro. Lo que siguió ha sido tantas veces relatado que es difícil saber exactamente cómo pasó. Lo único claro es que Cleopatra y Marco Antonio terminaron juntos, formando uno de los romances más conocidos de la historia. Esta relación produjo eventualmente tres hijos que, como había sido el caso con Julio Cesar, solidificaron su relación con el general romano. Marco Antonio, también beneficiado por esta situación al asegurándose de que Cleopatra siguiera manteniendo la paz y el orden en Egipto, decidió recompensarla con nuevos territorios a lo largo de toda la costa mediterránea. Así es como, en el año 37 a. C., su poderío sobre la región se transformó en el más grande de un gobernante Ptolomeo desde el siglo III a. C., algo que la llevó a proclamarse faraona y a anunciar que comenzaba una nueva era en Egipto, nombrándose como “Reina de Reyes”.
Más allá de estos momentos de triunfo, las cosas no iban del todo bien. La enemistad entre Octavio y Antonio empezó a manifestarse de formas violentas y, tras varias decepcionantes campañas de Antonio en Oriente, su situación en Roma era cada vez mas delicada. Cleopatra tuvo miedo de quedarse sola una vez más y evitó recomendarle, como le hubiera convenido, que regresara a Roma. En cambio lo persuadió para que se quedara e intentara triunfar una vez más, triunfando eventualmente sobre Armenia.
Este triunfo no fue decisivo, pero Marco Antonio lo usó como una forma de atacar a Octavio. Por lo menos, así lo vio el desde Roma. No solo no había nada de regular en que un romano alardeara de su mujer oriental, sino que la celebración grandiosa de este triunfo tenía un tufillo a proyecto de conquista mundial que lo excluía completamente. Así fue que en el año 33 se desató una violenta campaña de difamación desde los dos lados del Mediterráneo. Es en este momento donde empiezan a exagerarse discursivamente los atributos y los vicios de Cleopatra, con el fin de hacer quedar mal a Marco Antonio. Entre lo sexista y lo xenófobo, a partir de entonces fue se volvió un lugar común hablar acerca de cómo la faraona, con su seducción y sus artes mágicas orientales, había hechizado y engañado a Marco Antonio, reduciéndolo poco más que a un esclavo. Los poderes corruptores del Este, a este paso, pronto caerían sobre Roma.
La escalada de violencia finalmente se desató en un conflicto abierto en la batalla de Actium, en el año 31 a.C. Las consecuencias para Marco Antonio fueron desastrosas y huyó cuando la batalla estaba casi perdida. Todavía, sin embargo, había esperanza para Cleopatra. Después de todo, ella seguía siendo la legítima gobernante de Egipto y tenía la llave a sus riquezas. Octavio, tan públicamente vocal en su contra, estaba dispuesto a negociar con ella por debajo de la mesa con el fin de conseguir algo de esos tesoros, siempre y cuando ella estuviera dispuesta a ejecutar a Marco Antonio.
En este punto, las malas lenguas aseguran que ella trató de seducir a Octavio y no pudo, porque a los 38 años de edad ya había perdido su encanto. Si ignoramos el subtexto misógino, también se recordará que ella era una política muy hábil. A Octavio no le ofreció su cuerpo, sino su riqueza, un precio pequeño si a cambio podía preservar su dinastía y su reino. Nunca quedó muy claro si llegaron a elaborar un acuerdo y, por supuesto, Octavio no habría dejado que esto quedara en la historia, pero en este punto parece que Cleopatra finalmente accedió a deshacerse de Marco Antonio.
Los últimos momentos de esta relación han sido tantas veces reformulados que, una vez más, resulta complicado llegar a la verdad entre discursos tan dispares. La mayoría de las versiones indicarían que, oculta en su palacio, envió a un mensajero a comunicarle a Marco Antonio que ella había muerto, por lo que él, acto seguido, se suicidó. En todo caso, con Marco Antonio fuera de la escena, quedaba por verse qué pasaría con Cleopatra. Lejos de dejarla como reina, Octavio especuló con la posibilidad de pasearla como un trofeo por las calles de Roma. Ella, para evitar ese destino, eligió la muerte. Lejos de la imagen que ha sido reproducida infinitas veces y que ya hace más de 200 años se sabe que no es cierta, Cleopatra no murió porque se dejó morder por una serpiente. Era demasiado inteligente para confiarle su final a un animal salvaje. Conocedora como era de los narcóticos y los venenos, temas sobre los cuales había escrito varios tratados, supo elegir un compuesto que le garantizara una muerte certera y sin sufrimiento.
Cuando Octavio la encontró, estaba muerta, sentada dignamente y ataviada con sus mejores ropas: una Isis caída. Con su último respiro, y probablemente muy a su pesar, llegó a su fin la dinastía Ptolemaica y la independencia egipcia, algo que no sería recuperado hasta el siglo XX. Su imagen, su legado, de ahí en más estaría influenciado por Octavio, quien la magnificó, la exageró y la deformó para hacer de su victoria algo aún más grande y le robó para siempre la posibilidad de controlar su propia historia.