Aunque la madrugada del 2 de julio se volvería una de las fechas más memorables en la historia de la lucha contra la esclavitud, el viaje que llevó a los hombres esclavizados a encontrarse en La Amistad había comenzado mucho antes, en abril de 1839, en Lomboko, una de las “fábricas” de esclavos más importantes de Sierra Leona. La mayoría eran hombres prósperos del pueblo mendé que, capturados por individuos de otras etnias, habían sido vendidos al rico esclavista español Pedro Blanco. Individuos como él, ya para finales de la década de 1830, deberían haber sido no más que una reliquia, considerando que en la mayor parte de Occidente el tráfico de esclavos estaba casi completamente erradicado legalmente. Sin embargo, al no haber descendido la demanda de productos coloniales como el algodón o el azúcar, seguía existiendo un interés comercial lo suficientemente significativo como para hacer que fuera redituable arriesgarse a desarrollar una red de contrabando.
Así fue que, en este contexto, unos 500 individuos fueron embarcados en el navío portugués Teçora el 15 de abril de 1839. Ocho semanas después, habiendo usado la tripulación todo tipo de estratagema para evitar a las patrullas británicas, todos los africanos que no habían muerto de asfixia o de enfermedad durante el viaje fueron descendidos en el puerto de la Habana, Cuba. Allí se elaboraron papeles falsos que registraban a estas personas como “criollos” – nacidos en Cuba y, por ende, pasibles de ser vendidos – y, a finales de junio, el dueño de una plantación azucarera llamado José Ruiz compró 49 de ellos. Junto con Pedro Montes, otro español que había comprado a cuatro niños, negoció con Ramón Ferrer, capitán de la goleta La Amistad, y el 28 de junio zarparon de la Habana con destino a Puerto Príncipe.
En la madrugada del 2 de julio, Sengbe Pieh – tras forzar las cerraduras de sus ataduras – ayudó a liberar a sus compañeros y se erigió como líder de la rebelión que logró poner a La Amistad bajo su control. Ferrer y Celestino terminaron muertos, dos miembros de la tripulación escaparon en un bote, y, por clamar piedad, Antonio (un niño esclavo de Ferrer), Ruiz y Montes preservaron su vida.
Sin saber cómo navegar, Sengbe se vio obligado a confiar en los españoles para que los llevaran de vuelta a África. Montes, que tenía cierta experiencia como marino, usó la situación en su ventaja y, aunque de día parecía estar yendo en dirección Este, por la noche maniobraba a la goleta para que fuera hacia el Oeste. De este modo, La Amistad navegó durante seis semanas en zigzag tendiendo al Norte mientras las provisiones se iban agotando peligrosamente.
Eventualmente resultando insostenible, los africanos decidieron desembarcar cerca del puerto de Montauk en Nueva York, Estados Unidos. Mientras varios de ellos estaban en tierra buscando comida y bebida, el bergantín de vigilancia Washington, comandado por el teniente Thomas R. Gedney, se aproximó a la goleta destartalada que había sido vista durante las últimas semanas a lo largo de la Costa Este y la capturó. Mientras tanto, en tierra, los pocos que habían descendido contemplaron la situación e intentaron volver a La Amistad, sólo para ser capturados por unos tales Henry Green y Pelathia Fordham, que los pusieron a cargo de Gedney.
Pretendiendo todos estos personajes ganar una recompensa por el salvataje de la carga y el navío (algo contemplado por la ley marítima), la goleta, estratégicamente, fue remolcada hasta el puerto de New London, Connecticut para que los procesos se hicieran en un estado donde la esclavitud todavía era legal. Una vez allí, el juez de turno, Andrew Judson, escuchó el testimonio de los españoles, cotejó la información con los papeles falsos y decidió acusar a los africanos de piratería y asesinato. Se estableció que el juicio tendría lugar en septiembre en la ciudad de Hartford y, en el interín, los hombres fueron encarcelados.
Frente a la atención que recibió el caso, el movimiento abolicionista – que por entonces estaba entrando en un nuevo auge – se puso a trabajar para liberarlos y conformó el Comité de Amistad. Se juntó dinero y se contactaron traductores, a través de los cuales el abogado Roger Baldwin pudo conocer la versión de los hechos de los africanos y comenzó a armar su caso.
El 14 de septiembre, finalmente, los prisioneros se presentaron a su juicio demandando su libertad y el pasaje de retorno a África. Muy al principio de las sesiones se descartó el cargo de piratería por estar fuera de la jurisdicción de la corte, dejando sólo a resolver el problema de la propiedad. Recordemos que, además de Ruiz y Montes, Gedney (el capitán del Washington) y Henry Green y Pelathia Fordham (los que habían capturado a los africanos en tierra) tenían reclamos sobre ellos. Después de escucharse varios alegatos sobre este tema, Baldwin presentó a dos testigos – James Covey, un exesclavo de origen mendé que pudo confirmar que los africanos venían de esa región, y un abolicionista que había escuchado a Ruiz decir que los hombres “acababan de venir de África” – que parecían cerrar la puerta a la discusión. Famosamente, para cualquiera que todavía tuviera dudas, Baldwin cerró su defensa con el conmovedor testimonio de Sengbe Pieh (por entonces ya conocido como Joseph Cinqué) en el cual, al final del discurso dado en su lengua nativa, clamó con su precario inglés: “Give us free!” (“¡Dennos Libre!”).
El 12 de enero de 1840, la corte terminó fallando a su favor expresando que estos hombres eran “cada uno de ellos nativos de África y que nacieron libres y desde entonces fueron y todavía son por derecho libres y no esclavos”. La celebración, sin embargo, todavía tendría que esperar porque casi inmediatamente se apeló la decisión y se elevó el caso, por orden del presidente Martin Van Buren, a la Corte Suprema.
Menos descabellado de lo que suena, Van Buren tenía un especial interés en este tema no tanto por la cuestión de la esclavitud, sino porque precisaba mantener el apoyo de los sureños en el gobierno federal y de España a nivel internacional. Si acataba la medida sin protesta, imaginó, el acto podía ser tomado como un desafío a estos actores y decidió evitar el enfrentamiento a toda costa.
Así fue que los africanos, ahora flotando en un limbo legal, siguieron presos y – mientras aguardaban un juicio que recién se produciría en febrero del año siguiente – dedicaron sus esfuerzos a aprender inglés y, por intermedio del Comité, a educarse sobre la fe cristiana. Mientras tanto, Baldwin se convenció de que la Corte Suprema requería una figura de gran peso y convocó a un anciano John Quincy Adams, abolicionista, abogado y ex presidente, para actuar en la defensa de los africanos.
Llegada la fecha del juicio, la tención crecía mientras volaban los dardos verbales de un lado a otro, y la nación seguía con atención todos los sucesos. Cuando finalmente Quincy tomó la palabra y, en un discurso que duró, durante dos jornadas, casi ocho horas en total, realizó una brillante defensa de los 36 sobrevivientes de La Amistad, consiguiendo que el 9 de marzo de 1841 recuperaran su libertad.
Aunque la sensación, ahora definitiva, fue primordialmente de alegría, los africanos todavía tenían un largo trecho antes de volver a su hogar. El gobierno se había rehusado a pagar por sus pasajes de retorno a África y, sólo con el apoyo de los abolicionistas – que organizaron un circuito de charlas sobre el tema por los estados del norte – pudieron ganar el suficiente dinero como para procurarse ese tránsito ellos mismos a finales de 1841.
Después de una odisea que los había mantenido alejados de su tierra durante más de dos años, el barco Gentleman devolvió a los africanos a Sierra Leona a mediados de enero de 1842. Algunos se reencontraron con amigos y familia, otros – como el mismísimo Sengbe – no tuvieron tanta suerte.
El caso, en definitiva, terminó volviéndose emblemático en Estados Unidos. No sólo inspiró varios productos culturales a lo largo de las décadas, sino que también contribuyó en su contexto a cimentar a un movimiento abolicionista que no pararía de crecer en los siguientes años y, aún para los menos convencidos, la figura de alguien como Sengbe – líder nato, fuerte y dispuesto a combatir hasta el final por su libertad – sirvió para que muchos se cuestionaran sus creencias sobre la inferioridad de la raza negra.