Poner a Machu Picchu en el mapa

Hoy no cabe duda de que Machu Picchu es uno de los destinos turísticos más famosos del mundo. Aunque actualmente se encuentra con algunas restricciones al turismo, normalmente cerca de un millón de personas acceden al sitio cada año y se maravillan con las ruinas de más de 200 construcciones levantadas hace cinco siglos a una impresionante altura de 2400 metros sobre el nivel del mar. Hay quienes llegan a pie, tratando de replicar el famoso Camino del Inca, pero existe la posibilidad de alcanzar Machu Picchu en un tren de lujo que tiene un nombre bastante llamativo: Hiram Bingham.

tren machu pichu
 

Ese nombre es mucho más que una elección caprichosa, ya que es el del hombre que “descubrió” Machu Picchu en 1911. Entonces Bingham era un hawaino de nacimiento que trabajaba como profesor de Historia y Geografía Latinoamericana en la universidad de Yale. En el año 1911, a la edad de 35 años y alejado de las aulas por estarse recuperando de una apendectomía, tomó la decisión de emprender un viaje a Perú. Los sentimientos que lo empujaron a realizar tal travesía fueron muy variados. Por un lado, tenía un deseo, podrá decirse, académico, ya que planeaba conseguir algo de experiencia en arqueología y antropología, temas que él desconocía. Por otro lado, en una cuestión que habla de la misoginia de la época, se enteró que una mujer llamada Annie Smith Peck había alcanzado la cumbre del Monte Huascarán, una de las montañas más altas del continente con 6768 metros de altura. En sus diarios y en su correspondencia, queda claro que Bingham no se sentía cómodo con la idea de que una mujer hubiera conseguido más fama como exploradora que alguien como él.

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Motivado por estas dos ideas viajó a Perú, esperando además encontrar la mítica ciudad de Victos o Vilcabamba, considerada como la última capital de los incas. En julio de 1911 emprendió la travesía abriéndose paso a machetazos a través del follaje denso de la zona de los Andes conocida como la cordillera de Vilcanota. Un hombre local llamado Melchor Arteaga –recomendado a Bingham por Albert Giesecke, explorador estadounidense que ya había recorrido la zona– fue el encargado de llevar a Bingham a las ruinas que creía, podían ser lo que estaba buscando. El 24 de julio, en el medio de la lluvia y las malas condiciones climáticas en general, Bingham llegó a las ruinas que le había indicado Arteaga, pasó unas horas en el sitio, tomó algunas fotos y se retiró un poco decepcionado, considerando que ya había visto todo lo que el lugar tenía para ofrecer. Probablemente esa misma noche anotó en su diario de viajes: “Bellas ruinas. Mucho mejores que las de Choq[quequiran]. Casas, calles, escaleras. Piedra cortada con maestría”.

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No fue sino hasta que volvió a los Estados Unidos y vio el valor que sus colegas y la prensa le dieron a su descubrimiento, que se dio cuenta de su magnitud. En 1912, impulsado por su reciente fama y este nuevo interés por la, ahora llamada, ciudad perdida de los incas dio paso a una nueva expedición respaldada por la Universidad de Yale y por la National Geographic Society. En esta oportunidad comenzaron las excavaciones y el relevamiento del sitio arqueológico con la ayuda, no siempre voluntaria, de los locales. Las impresiones de Bingham en este viaje quedarían luego recopiladas, en 1913, en un valiosísimo documento que permitió que se hablara de este descubrimiento de forma masiva: un número de la revista National Geographic rico en fotografías y enteramente dedicado a Machu Picchu.

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Hoy se debate mucho acerca de la idea del “descubrimiento” de Machu Picchu en 1911 y se prefiere hablar de una suerte de “re-descubrimiento” y el rol dado a la figura de Bingham se asocia más con el de un difusor, alguien que estuvo en el lugar adecuado, en el momento adecuado y que supo dar a conocer al mundo lo que había visto. Esta confirmado hoy que Machu Picchu, lejos de ser una ciudad “perdida”, era un sito conocido por los locales que, de hecho, hacían uso de las tierras en los alrededores de las ruinas. Si bien podían ignorar el valor arqueológico del lugar, fue este conocimiento de la zona lo que, eventualmente, permitió a Bingham y a otros llegar al sitio sin mayores dificultades.

No es en vano que se menciona la existencia de otros expedicionarios, ya que hay menciones acerca de la posible existencia de Machu Picchu que datan de la década de 1850. Lo interesante en este punto es que la figura de Bingham no estuvo desprovista de polémicas. A pesar de que él luego se arrogó el rol de descubridor de las ruinas, Bingham mismo, según escribió en su diario, notó que en la base de un muro estaba escrito “1902” junto con el nombre de Agustín Lizárraga, un labrador peruano que, luego se supo, murió ahogado en el río Urubamba a poco de encontrar el sitio. De más está decir que el estadounidense no sólo no hizo ninguna mención en sus libros sobre Machu Picchu acerca de este descubrimiento, sino que se encargó de borrar el grafiti delator aduciendo cuestiones de preservación.

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Incluso se puede ver como la relación de Bingham con el pueblo peruano también es complicada. Si bien hoy es reconocido como un héroe, como alguien que habilitó la difusión del glorioso pasado incaico, a inicios del siglo fue mirado con grandes sospechas. Irónicamente, sus principales detractores fueron en principio los intelectuales ligados a la corriente del indigenismo, muy en boga en el Perú de inicios del 1900, asociado a la idea de la revalorización del pasado y la cultura indígena. Se creía que Bingham no era más que una especie de agente del imperialismo que venía a llevarse los tesoros de Perú, por lo que, durante su tercera expedición en 1915, tuvo que partir acusado de robar oro por vía de Bolivia. Bingham se fue sin oro, pero se llevó unas 60 cajas de material arqueológico que siguen siendo motivo de disputa entre el gobierno de Perú y la Universidad de Yale.

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Ya fuera un farsante o un héroe, lo cierto es que las expediciones de Bingham permitieron que el mundo conociera y se interesara por Machu Picchu. Quizás por eso, a pesar de todo, todavía su nombre está presente en los trenes que mueven diariamente a los visitantes a la mítica ciudadela.

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