Fue, sin duda, el introductor del impresionismo. A diferencia de sus colegas franceses, víctimas de la discriminación, la incomprensión y la pobreza, Joseph Mallory William Turner fue rico, famoso y excéntrico. Dueño de un precoz talento, fue apadrinado por Joshua Reynolds, el venerado retratista de la nobleza y burguesía británica, que a través de este notable artistas (o mejor dicho, por la firma de este dotado artista, ya que muchas de sus obras fueron concluidas por sus alumnos) ingresaron al limbo de la historia. Si no fuera por Reynolds, estos pálidos y empelucados caballeros y damas, como Mr. James Bourdieu, Nelly O’Brien, George Clive (con su criada hindú) y tantos otros, serían nombres sin rostro e historias olvidadas del Imperio.
Fue Reynolds quien lo catapultó a la fama, logrando que el joven William Turner, de apenas 17 años, pudiese vivir de su arte. Gracias a la asistencia de su padre (su madre quedó en la oscuridad de la demencia y murió precozmente) pudo dedicarse a su pasión, la pintura. No se casó, pero convivió con Sarah Danby, con quien tuvo dos hijas, a las que no reconoció e ignoró toda su vida. No tuvo una existencia turbulenta como la que conocemos de los genios románticos. Turner era frugal, amarrete, cuidadoso con el dinero que ganaba. Su vida la dedicó a pintar la naturaleza en su esplendor, su calma y la fuerza de su furia.
Una vez permaneció a la intemperie durante una tormenta de nieve para poder experimentar sus luces y su sombra. También se hacía atar al mástil del barco Ariel para sentir la tempestad, con los matices de sus colores. Su obra favorita (y también favorita del público británico) es El desguace del Temerario, el barco gemelo del Victory de Nelson (y también del menos célebre, pero más cercano, Agamenon que yace bajo aguas de Punta del Este y cuya maqueta preside un conocido restaurante del puerto). Esta obra marca el fin de una época gloriosa, cuando las naves que hicieron grande el Imperio luchando contra las ansias napoleónicas, encarnadas en un Temerario desarbolado, navegan resignadamente al desguace, conducidas por un remolcador a vapor. Las glorias de una nación mueren bajo la fuerza arrolladora del progreso.
Sin embargo, Turner no sufrió la misma suerte porque quizás, sin proponérselo, él mismo fue el progreso, capturando la luz en sus retablos como lo harían de allí en más las nuevas generaciones de artistas. Muerto su padre, Turner cayó en un proceso depresivo que lo convirtió en un personaje hosco, huraño, de mal humor, poco generoso, que obraba según sus códigos, importándole poco las convenciones (no por ansias exhibicionistas, como otros artistas, sino porque hacía lo que le venía bien, sin muchas concesiones). Murió el 19 de diciembre de 1851 en su casa de Chelsea, de cólera. En los delirios que acarrea esta enfermedad, cuenta la leyenda, que Turner exclamó: “El sol es Dios”. Es poco probable que lo haya dicho, pero es una bella frase final para un pintor que intentó capturarlo con su pincel. Pidió ser enterrado en Saint Paul, al lado de Joshua Reynolds.