Es probablemente, junto con Busco mi destino y la ventaja de una superior calidad cinematográfica, una de las películas más representativas del inquieto, inconformista cine norteamericano de finales de la década del sesenta. Eran tiempos de guerra (Vietnam), tiempos de protesta y contestación, tiempos en los que toda una franja de la sociedad norteamericana desconfió del Destino Manifiesto, abrió las ventanas y descubrió que en la calle había perdedores. No todo el mundo consistía en héroes idealizados como los que promovía demasiado a menudo el cine tradicional.
Tal vez no sea casualidad que la dirección de Perdidos en la noche haya sido adjudicada al británico John Schlesinger, un inconformista que venía de hacerse un nombre en su país con películas como Algo que parezca amor (1962), Algo de verdad (1963) y Darling (1965), alcanzó una probable culminación en su carrera con esta película de 1969, y luego se fue diluyendo, como muchos de sus compatriotas de los años sesenta (desde Tony Richardson a Karel Reisz) en el comercialismo y la trivialidad. No es la primera vez que se señala que, a menudo, las visiones más críticas de una sociedad pueden ser aportadas por “visitantes”, gente que ve las cosas desde afuera y puede permitirse el lujo de ser más implacable. Un año más tarde, Metro intentaría que Michelangelo Antonioni hiciera algo similar con Zabriskie Point.
Perdidos en la noche pega duro en algunos acendrados mitos americanos. Desde el título original (Vaquero de medianoche) y desde el aspecto de cowboy con que el personaje de Jon Voight llega al principio de la película conquistar Nueva York, hasta el proceso de tragedia y desencanto que se desencadena a partir de ahí, la película presenta una visión sin concesiones de una ciudad deshumanizada, con sus bolsones de miseria, sus caídos junto a quienes otros pasan sin verlos, sus perdedores en una sociedad de ganadores.
La película se beneficia por cierto de los esmeros del guión de Waldo Walt, que levanta en torno a sus protagonistas todo un fresco de gente triste en pos de una felicidad efímera (el sexo casual, la droga) y de gente insensible a la que el prójimo no le importa. Pero la gran carta de Perdidos en la noche es el cuidado retrato de sus dos personajes principales: el ingenuo optimismo (que se desmorona minuto a minuto) del recién llegado Voight, el perfil de pícaro acostumbrado a sobrevivir en un medio hostil que despliega Dustin Hoffman, y el creciente sentimiento de afecto (¿o de un amor que no osa decir su nombre?) que se desarrolla entre los dos. Ambos se convirtieron en estrellas instantáneas.