¿Nos volveremos a dar la mano?

La pandemia más antigua que se haya registrado aconteció en Atenas, donde llegó una epidemia de fiebre tifoidea originada en Etiopía. Entre sus 150.000 muertos se encontraba Pericles -el líder ateniense y uno de los oradores más famosos de la antigüedad-.

La obvia lección que nos dan las pestes, es que tanto “el prohombre como el gusano” serán víctimas, tarde o temprano, de su majestad la muerte.

Los espartanos, paradigmas del coraje físico y resistencia a la adversidad, huyeron ante el avance de esas partículas invisibles. No fue este el último uso de una epidemia con la finalidad de derrotar a un enemigo. El paludismo venció a Aníbal a las puertas de Roma, la sífilis dispersó al ejército sitiador de Nápoles y ayudó a dispersar la enfermedad por Europa, y los europeos se valieron de la viruela para conquistar a los pueblos originarios de América. ¿Acaso China y EEUU están dirimiendo sus diferencias virus de por medio?

El miedo a lo desconocido y la incertidumbre nos empujan a tener actitudes espasmódicas e irracionales (o mejor dicho más irracionales que en otros momentos).

Las pestes antoninas (165 – 180 d. C) y las de Cipriano (250 – 270 d. C.) diezmaron a Roma y a su ejército. Por la descripción de los signos se supone, que se trataba de una epidemia de viruela, que asistió a la caída del Imperio ya que no solo dejó a Roma sin ejército para defender sus fronteras, sino tampoco contaban con trabajadores para sus cosechas. Las pocas personas que subsistieron se fueron a Roma donde los políticos distribuían el trigo (cada vez más caro, entre sus seguidores). La inflación y el populismo destruyeron a un Imperio.

En 735 d. C., un pescador japonés de vuelta de Corea ,diseminó el virus de la viruela que diezmó a la población, razón por la cual Japón cerró sus puertas a los extranjeros hasta bien entrado el siglo XIX.

Esta es otra cosa que traen las pandemias, la xenofobia. Durante las pestes en Roma, la culpa era de los cristianos, en tiempos de la peste negra, de los judíos, cuando ocurrió la fiebre amarilla en Buenos Aires, los culpables eran los inmigrantes italianos. Hoy la culpa es de los chinos (bueno quizás tengan algo que ver, tres grandes pandemias nacieron allí en lo que va del siglo XXI).

Esta rivalidad xenofóbica está incluida en la nomenclatura médica. El mal francés es sinónimo de sífilis, aunque los españoles lo llamaban “el mal napolitano” y los japoneses “el mal chino”.

La culpa siempre es de otro. Errar es humano, pero echarle la culpa a otro es más humano todavía.

Siguiendo con esta línea, no podemos dejar de nombrar a la gripe española que, a pesar de su nombre no tuvo origen en España sino en EEUU. Cuando esta nación entró en la Primera Guerra, las tropas enviadas llevaron el virus a Francia y de allí llegó a España, donde los periódicos cubrieron la evolución de la epidemia minuciosamente, más cuando el mismo rey fue víctima de la enfermedad. Por tal razón se ganó el nombre de española, ya que en los países beligerantes la prensa era censurada y se evitaba hablar de la pandemia que ocasionaba tantos muertos como los que caían en las trincheras.

Como sabemos, los medios de comunicación consagran santos y demonios, dispersan el miedo, los prejuicios y también las esperanzas.

Desde siempre las epidemias son utilizadas por los políticos para su provecho, creando enemigos comunes o haciendo uso de los miedos, como lo hizo Napoleón en su invasión a Egipto. Muchos recuerdan el cuadro de Antoine-Jean Gros sobre Napoleón y los apestados de Jaffa, cuando su ejército fue afectado por la peste bubónica. Sabiendo que debía levantar la moral de sus hombres que estaban en una situación complicada, decidió visitar a sus soldados enfermos atestados en una mezquita. Por consejo de sus médicos Larrey y Desgenettes, sabía que no había contagio directo (Desgenettes llegó a beber del mismo vaso de un enfermo). Aún desconocían que se transmitía por la picadura de una pulga que habitaba en las ratas. Napoleón decidió visitar a los apestados para alzar la moral de la tropa y hasta se dejó abrazar. De esta forma demostraba que él daba todo por sus hombres… sin embargo, le ordenó a sus médicos que los matara con morfina para evitar atrasar la marcha de su ejército. Desgenettes se opuso, pero esa noche la mezquita se incendió. Sin embargo años más tarde, Napoleón hizo pintar a Gros este cuadro que lo inmortaliza como un prohombre. ¿Cuántos políticos aprovecharán las desgracias para llevar agua a su molino? ¿Por qué se exhiben sin barbijo? ¿Acaso usarlo menoscaba su poder o se creen inmunes y/o impunes? Las crisis sirven para crear conciencia crítica.

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“Visita de Napoleón a los apestados en Jaffa” (1804), de Antoine Jean Gros. Museo del Louvre, París

Debido a la sensación de vulnerabilidad que nos invade caemos en reacciones exageradas y una de ellas es el acúlumo de productos como para sentirnos en control de la situación. Esto crea una actitud especulativa que se agudiza en forma proporcional a lo que estiman la magnitud de las crisis. Por otro lado la codicia de algunos no conoce límites. Siempre que existe uno de estos desastres hay quien quiere lucrar. ¿Por qué después de un terremoto hay ley marcial? Por la rapiña. En estos días conocemos (y conoceremos muchas más) estafas, actos de corrupción, robos de individuos vestidos de falsos médicos, individuos que exponen su vida a cambio de un botín. Tras cada barbijo puede ocultarse un ladrón.

Después de cada crisis hay un cambio de paradigmas, de variaciones en la percepción del mundo. Después de la peste negra hubo conciencia de que los señores feudales, los reyes y aristócratas se morían igual que sus súbditos. Hubo revueltas y protestas y el feudalismo quedó herido de muerte. Nacía el Renacimiento. También hubo cuestionamientos religiosos, desde los milenaristas (que habrá alguno por allí predicando el fin del mundo) a aquellos que plantearon un cambio de principios como los que condujeron al protestantismo. A pesar de tanta destrucción, hubo procesos creativos como el Decamerón de Giovanni Boccaccio que exalta la sensualidad en medio de tantas muertes y libros como Narciso y Goldmundo de Hermann Hesse en los que brilla la amistad. También existieron descripciones desapasionadas como la de Tucídides o la frivolidad de Samuel Pepys lamentando la desaparición del Londres que él conocía, consumido por las pestes y el fuego.

Mary Shelley, ¿cuándo no?, describió al último hombre en un mundo devastado y Manzoni el triunfo del amor frente a la desesperación de Los Novios.

Kafka, Stephen King y Michael Crichton imaginaron mundos apestados que en algo se parecen a lo que estamos viviendo mientras la Biblia predica el castigo divino como una espada vengadora. Albert Camus describe las conductas de los hombres durante una peste describiendo las bajezas y grandezas de la condición humana. Muchos que leímos La Peste en nuestra adolescencia jamás imaginamos que viviríamos estos momentos.

Las epidemias trajeron cambios higiénicos, como el desarrollo de los sistemas de agua corriente para evitar las diarreas que diezmaban las poblaciones. ¿Nos volveremos a dar la mano, a abrazarnos y besarnos? ¿Quién sabe…? Darse la mano era un signo de amistad al mostrar que no llevaba armas. Hoy puede ser un arma letal.

Las ciudades medievales fueron reconstruidas dejando de lado las callejuelas estrechas donde proliferaban los gérmenes. ¿Seguiremos habitando las grandes junglas de cemento? ¿No deberemos evitar las enormes urbes donde se vive hacinado? ¿Cómo vamos a evitar las barriadas humildes hoy expuestas, casi indefensas al virus?

Como hijos de la expansión demográfica de la post guerra, somos los Baby Boomers que esperamos que la ciencia y tecnología venga en nuestra ayuda. También habrá quienes crean que los científicos son como el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, monstruos de dos caras, genios y truhanes, santos y asesinos.

Las pestes sacan lo mejor y lo peor de nosotros. Hay altruismo y entrega además de la codicia y la especulación.

Las epidemias nos hacen ver la muerte de cerca y tomar conciencia de nuestra finitud. Entonces recurrimos a la filosofía, según los griegos, la mejor forma de prepararse para el desenlace final. Y volvemos a las preguntas primigenias, la búsqueda de nuestra esencia. ¿Por qué? ¿A dónde vamos? ¿Qué sentido ha tenido transcurrir en este valle de lágrimas? Y no hay una respuesta, cada cual tendrá la suya y es la que le dé sentido a lo que ha vivido.

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