Leonard Bernstein, Daniel Barenboim, Aaron Copland, Igor Markévich, Yehudi Menuhin, Astor Piazzolla, Philip Glass o Quincy Jones tenían en común haber pasado a la historia de la música del siglo XX. También compartieron otra cosa: en algún momento de sus vidas recibieron clases o enseñanzas de Nadia Boulanger, la maestra de todos esos maestros y de algunos más, que murió en París con 92 años, en 1979.
La lista da cuenta de que, ante todo, esta mujer clave en la música de su tiempo gozó de un privilegiado radar para detectar talento. Bruno Monsaingeon (París, 1943), músico, cineasta y escritor, tuvo el privilegio de acercarse a su magisterio. Lo descubre en Mademoiselle. Conversaciones con Nadia Boulanger (Acantilado), testimonio que muestra a esta figura insólita, entregada al arte y a la enseñanza, desde su estudio parisino encapsulado en otra época, pero atento a su presente y a las variaciones del futuro.
Cada jueves, a finales de los setenta, le recibía de dos a seis de la tarde en su casa. Monsaingeon era un joven violinista curioso que compenetraba su carrera de intérprete con la de comunicación. Grabó y rodó varias de sus conversaciones —como también hizo con Glenn Gould (Acantilado publicó un libro de esa relación en 2016) o Sviatoslav Richter, entre otros— y de ellas sacó una serie documental, unos cuantos programas radiofónicos y este libro que aparece ahora en España. “En total anduvimos metidos en proyectos comunes casi 10 años”, asegura el autor.
El reguero de conexiones que Nadia Boulanger estableció a lo largo de su vida la convirtió en leyenda. “Verla entrar en las salas de conciertos era una experiencia. Lo hacía de forma majestuosa. Muchos se acercaban a saludarla y quedaban atentos a su juicio”, dice Monsaingeon. Toda ella, ataviada de negro, resultaba un complejo entramado de sabiduría, curiosidad y cruces con figuras de las que supo extraer y aportar a la vez un jugo eminente.
Fue alumna de Gabriel Fauré, compañera de estudios de Ravel, amiga de Paul Valéry, Manuel de Falla y Stravinski… Por sus manos y ante su metrónomo pasaron en plena Guerra Fría rusos y estadounidenses, judíos de la diáspora, españoles exiliados, franceses, alemanes, italianos o latinoamericanos hasta conformar una lista que reflejaba todo el cosmopolitismo posible en la geografía del momento, con París como capital de muchas cosas. Entre el piano y el órgano pegado a la pared, impartía sus clases proverbiales.
“Su manera de vestir, como característica de su personalidad, apuntaba gran parte de sus contradicciones. Llevaba casi siempre la misma ropa, nada llamativa, en parte para marcar distancia y al tiempo como guiño de su sentido del humor”, observa Monsaingeon. Lo mismo que alternaba rigor con tolerancia, huía del dogma, pero acudía a misa, imponía un riguroso sentido del deber y contrarrestaba orgullo con humildad. “Muy moderna y muy conservadora a la vez”.
Dedicación total
Su dedicación a la enseñanza fue total. No se casó ni admitió más familia que los recuerdos presentes de sus antepasados. Se enorgullecía de descender de dos generaciones musicales como estirpe. A ella y a su hermana Lili, también compositora, muerta a los 24 años, las precedieron su abuela Julliette Boulanger, cantante, y su padre, Ernest, compositor. Pero también la marcó la huella de su madre rusa, Raïssa Mychetski. “Era increíble y había algo que no toleraba, la falta de curiosidad”, contaba Nadia.
Se confesó siempre católica, sin prejuicios pero atenta a los preceptos. Eligió una soltería con compromiso —la música en todas sus vertientes— y se mantuvo abierta al permanente misterio que el arte le producía. “Lo dominaba todo, pero fue lo suficientemente humilde como para admitir que hubo cosas que no supo descifrar”, afirma Monsaigneon.
Por ejemplo: qué se esconde tras el genio de una obra maestra, a cuyo fenómeno profesaba la misma fe que a la divinidad. “Del mismo modo que creo en Dios, creo en la belleza, en la emoción y en la obra maestra”, aseguraba. Como las matemáticas, cuando se acercan al infinito, “en la obra maestra”, decía Boulanger, “existen una serie de condiciones imposibles de cuantificar que se nos escapan, que nos superan”.
No distinguía categorías a la hora de percibir el genio. “Le confieso”, dijo a Monsaigneon, “que no acabo de entender por qué entre una obra magistralmente pura de Mozart y una pieza lograda de música pop existe una diferencia”. He ahí su sabiduría ecléctica y desprejuiciada: “¿Soy la misma cuando escucho una canción pop que cuando acudo a misa? Son preguntas que me hago pero no pienso demasiado porque la diferencia es un hecho”.
Eso sí, ante los rituales que ella marcaba, debías argüir razones de peso para excusarte. “Durante sesenta años estuvo organizando un funeral cada 15 de marzo para conmemorar la muerte de su hermana Lili. Te enviaba una carta sellada a casa y si no aparecías debías haberte excusado antes”, añade el autor. El peso de la memoria de su hermana lo llevó de por vida y marcó su carrera. Lili murió de neumonía cuando apuntaba como gran compositora. No solo a su juicio, también al de su padre, Ernest, creador, mentor e inspirador de ambas. Nadia también llegó a crear, pero su sentido de la autoexigencia le obligó a dejarlo. “Jamás llegaría a ser genial”, se juzgó a sí misma. Quizás alguien con el mismo ímpetu que puso Boulanger en buscar el genio desconocido descubra su originalidad. No quemó las partituras. Las guardó debidamente. “Aunque, por fortuna, nunca las he mirado”, le confesó a Monsaigneon.
Stravinski, el degustador y la sabiduría de Falla
La catarata de anécdotas sobre grandes personajes de la música y la creación se suceden en los testimonios de Nadia Boulanger. De Fauré a los maestros de composición de la segunda mitad del XX, el arco de su conocimiento directo ha marcado un siglo: “Fauré nos transmitió un sentido de la dignidad, una visión modesta, tan tranquila y desinteresada de la vida”, comenta. “A Ravel lo conocí: mucho y nada. Tuvimos excelentes relaciones, pero, por desgracia, el vínculo que crea la comunicación, no se estableció”. Manuel de Falla fue otra cosa. De él aprendió que le intrigaba más porqué Verdi fue capaz de componer una obra maestra como Falstaff al final de su vida que cualquier niño prodigio. A Igor Markévich, le encontró algunos defectos: “Demasiado agudo, demasiado superior, demasiado culto”. Por Stravinski sentía profundo respeto y debilidad. Envidiaba su estilo. Tomarse las cosas con calma: “No comía, saboreaba. En todos sus actos, por frívolo o burlesco que pareciera, se escondía siempre algo serio. En su arte puede advertirse el sentimiento de lo sagrado”. Como la espontaneidad superdotada de Leonard Bernstein: “Poco se le podía enseñar porque lo adivinaban todo. Un don tan prodigioso, una personalidad tan polifacética, una asimilación de todos los recursos, además de su espontaneidad inigualable y la facilidad para adaptarse”.