Se pinta como se vive”, decía Miguel Carlos Victorica, el príncipe de La Boca, artista argentino representante de esa escuela artística porteña. Anclado y enamorado del barrio, inquilino de tres habitaciones en el caserón de la familia Cichero -Avenida Pedro de Mendoza al 2087, en plena vuelta de Rocha enfrentada al Riachuelo- desde esa inmensa casa italiana y familiar, desde sus propios balcones, Victorica pintó las vistas del río, el puente, los barcos que llegaban entonces llenos y humeantes, las macetas con flores, los retratos de la gente del barrio, de sus amigos, de su madre… “Se pinta como se vive y se pinta como se sabe”, sostenía el artista. Corrían los años 20. Victorica ya había pasado siete estudiando en París, ya había decidido que su pintura iba a ser modernista pero singular, un poco apartada de las vanguardias más experimentales que había conocido en Europa.
Hay que considerar que, desde finales del siglo XIX hasta casi mediados del XX La Boca fue un punto de encuentro para los artistas jóvenes. Allí fue donde Fortunato Lacámera, Miguel Diomede, Eugenio Daneri, Víctor Cúnsolo, Onofrio Pacenza, Alfredo Lazzari, Francisco Cafferata y por supuesto Benito Quinquela Martín, entre muchos otros, constituyeron no una “escuela” ni un grupo autodefinido sino cierto movimiento diferente.
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Si observamos todos los trabajos del artista algo salta a la vista: no hay soluciones uniformes en sus obras. Y si bien era figurativo -pintó y dibujó retratos, paisajes, naturalezas muertas, desnudos y temas religiosos- pareciera que se interesó más en cómo pintar antes que en qué pintar, como sostienen los curadores de la exposición. Las formas abiertas, el trazo liviano y también abierto, la pincelada a veces seca, rasposa, casi sin pintura, y a veces -en la misma obra- completamente sobrecargada, relamida, empastada; los contrastes y contraluces que ponen en evidencia los contornos de los objetos o personas, sus perfiles. Su relación íntima y subjetiva, particular, con el entorno y las cosas que lo rodeaban contribuían a crear una atmósfera muy particular. Una mirada detenida, solitaria. “El viejo leyendo” (1927), “El secretario” (1935), “Hombre de pueblo” (de 1930, esta pintura tiene la particularidad de haber sido realizada sobre arpillera, por lo que la materia raspa, se desplaza de una forma totalmente diferente en comparación a una base de tela preparada o un cartón, por ejemplo); “Naturaleza muerta con manzana” (1940, siempre esa manera de dejar las obras como inconclusas, detallando o deteniéndose mucho sólo sobre las partes que le interesaban); la magnífica “Flores” (1931), y el placer, el deleite que, se nota, le provocaba dar vueltas una y otra vez con el pincel y el óleo sobre las corolas, los pétalos, los centros de color y sus tallos impredecibles, caprichosos. “Balcón” (1931) y “Balcón” (1948) sus rejas, sus macetas, la primera vista de las persianas, la lejanía de las chimeneas de los vapores antiguos, los perfiles de las casas vecinas, las grúas del puerto… Hay coleccionistas y críticos que sostienen que Victorica, por pertenecer a una familia adinerada, educada y “refinada” pero haber decidido mudarse y vivir en un barrio proletario, de inmigrantes pobres, de trabajadores recién llegados al país, un barrio de bohemia, anarquistas y luchadores, en realidad con sus obras no refleja verdaderamente el espíritu de La Boca sino que más bien toma los motivos que lo rodean como una excusa para expresar una realidad interior. ¿Acaso se podría pintar, dibujar o producir artísticamente algo sin que ella esté presente de alguna manera? Hay una nota publicada en 1940 (sin más datos de referencia, citada por los curadores) en la que Victorica declara: “Aquí (en La Boca) construí lo mejor de mi obra. El centro no da tiempo. En este lugar en que todo respira vida, se tiene un desprecio por lo innecesario. Los tés, los cócteles, las reuniones inútiles se han eliminado. Aquí (…) en la misma dureza está su valor, es más vivo y generoso (…) La Boca es una escuela donde no hay ismos sino realidad, belleza de luces y sombras.” Existe un área de la exposición dedicada a los motivos religiosos: Victorica era profundamente creyente. Por eso pinturas como “Cristo”, de 1948.
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A él le gustaba imaginarse como un monje, viviendo en un lugar recóndito y con una vida simple. Siempre tuvo la certeza de un único interés en su vida: su obra. Se despegaba, dejaba caer todo lo demás. “No pinto para vivir, vivo para pintar. Lo demás se arregla como se puede”, decía.
Victorica fue un caso curioso, un pintor de carácter extraño, muchas veces ermitaño. Un artista observador potente, silencioso, bohemio y espiritual del mundo, de sus objetos, y del clima que los habitan. Un pintor que encontró su refugio en los balcones de La Boca.