Bernardo de Monteagudo fue uno de los que pagó con su vida tantos rencores creados. El tucumano había estado en peligro, a pesar de contar con el apoyo de Bolívar. Hasta el ministro Sánchez Carrión -el mismo que había expuesto sus ideas en el diario El Tribuno de la República, proyectando un esbozo de Constitución- proclamaba que era mejor terminar con la vida de Monteagudo, antes de que sus ideas terminasen con la República del Perú. Su propuesta de una monarquía constitucional había encendido odios y rencores. Por eso, nadie se sorprendió cuando el cuerpo del tucumano apareció atravesado por un enorme cuchillo, a metros no más del Pasaje Quilca en la Plazoleta de Micheo.
A pesar de ser un pasaje céntrico y de morir cuando aún había luz de día, nadie lo asistió, ni escuchó sus gritos. Tuvo, al menos, la fortuna de morir rápidamente, porque uno de los puñales -ese enorme que sostenía con sus manos crispadas- le atravesó el corazón. Por más de una hora yació muerto en un charco de sangre, sin embargo, nadie se atrevió a acercarse, porque todos sabían muy bien quien había sido ese cadáver en vida, el tribuno de vestir ostentoso, con los dedos llenos de sortijas de oro y piedras preciosas, el hombre que siempre lucía sus chalecos de rico brocato a pesar del calor imperante. Ese hombre, que fue amado y odiado, que se manejó con impunidad temeraria y sutilezas de avezado leguleyo, murió en la soledad del poder.
Mariano Billinghurst había esperado a Monteagudo para iniciar otra noche de naipes, vinos y mujeres en la residencia de Juana Salguero pero ante la demora, se dirigió a la casa del tucumano en la calle Santo Domingo. Al cruzar la plazoleta del Micheo, vio un cuerpo sobre la acera. Era el cadáver de su amigo. Una sensación de desesperación lo invadió, corrió para tocar su frente aun tibia, su pulso ausente, su mano rígida aferrada al puñal asesino. Al verlo, los curas del convento San Juan de Dios se acercaron a ayudarlo. ¿Cuánto tiempo habían pasado mirando el cadáver? Entre Mariano y tres franciscanos llevaron el cuerpo sin vida de Monteagudo hasta una celda del convento. Entonces, la ciudad pareció despertarse de un premeditado sopor al rumor de ¡Monteagudo ha muerto! ¡Monteagudo ha muerto! Los serenos, los ministros y oficiales se hicieron presentes en el convento para cerciorarse que el cuerpo del tribuno estuviese bien muerto, no fuera a ser que al muy desgraciado se le ocurriera volver del más allá para estropear sus planes y denunciar sus intenciones. Muchos pensaban que el malparido de Monteagudo era capaz de darles ese susto. Pero no lo hizo, porque bien muerto estaba.
La noticia de la muerte de Monteagudo llegó a oídos de Bolívar. Solo se lo escuchó decir ¡Serás vengado!
Para encontrar a él o a los culpables, era menester seguir la pista que los asesinos habían plantado en su desprolijo accionar. El puñal había sido recientemente afilado. Como primera medida se llamó a comparecer a todos los que ejercían el oficio de afilador en la ciudad. Uno de ellos reconoció al puñal asesino. ¡Cómo olvidarlo! Era un enorme cuchillo de mango de madera y un filo apto para tronchar huesos y costillas… Un negro, que decía ser aguador, lo había llevado a afilar pocos días antes. Las autoridades convocaron a todos los criados y gente de color. Fue entonces cuando un sereno, Casimiro Granados, dijo haberlo visto a Candelario Espinosa y al zambo Moreira en la pulpería de Alfonso Dulce, el mismo día del asesinato. Los dos deben de haber estado nerviosos porque el pulpero se negó a venderles aguardiente por la mala traza que tenían. Fue entonces que Candelario lo amenazó con un pistolón y arrojando unas monedas sobre el mostrador le dijo que él tenia dinero “para esto y para toros”. Cuando le mostraron el arma homicida, don Casimiro Granados reconoció al cuchillo de Candelario.
Los negros Candelario y Ramón fueron apresados ese mismo día. Mariano asistió a la aprehensión. Quería verles la cara a los asesinos de su amigo. No se anduvieron con vueltas, confesaron al instante haberlo ultimado. La corte no tardó en condenar a Espina a la pena de muerte y a Moreira a diez años de prisión. El caso parecía que iba a darse por cerrado cuando Bolívar, haciendo valer sus condiciones de dictador, conmutó la pena de Moreira y Espinosa. La sociedad limeña se sorprendió por la medida, porque el negro Espinosa confesó bajo tortura que había tenido la intención de robar a Monteagudo, aunque nada le faltaba al cadáver, ni sus anillos, ni su reloj de oro, ni el prendedor de diamante que lucía en su plastrón. Después cambió su denuncia e inculpó a sus patrones -Francisco Moreira y Matute y José Francisco Colmenares, miembros de la Liga Patriótica que había fundado el mismo Monteagudo-. Sin embargo no se encontraron pruebas contra ellos y fueron absueltos. La ciudad se había convertido en una nube de rumores, todos eran sospechosos, porque muchos eran los que hubiesen matado al tucumano. Pero las culpas y acusaciones cruzadas ensombrecían la posibilidad de conocer al instigador.
Finalmente, Espinosa se decidió a confesar la verdad, pero solo en privado ante Bolívar. Lima contuvo el aliente, ¿quién instigó la muerte del tribuno? Jamás se pudo saber… los negros fueron llevados a Colombia y nadie nunca más los volvió a ver.
Mariano Billinghurst se entrevistó con Bolívar. Después de todos, él era el único amigo sincero de Monteagudo. El Libertador se mostró insondable, solo insinuó que una mano poderosa movió el puñal asesino y que el negro Espinosa seguramente se llevaría el secreto a la tumba.
Acongojado por esta dolorosa circunstancia, Mariano continuó su viaje. Mientras la nave dejaba atrás la bruma que cubría las cúpulas de Lima, no pudo dejar de pensar en el nombre del periódico que Monteagudo había fundado en su juventud: Mártir o libre.
Sus restos
Monteagudo fue enterrado en el Convento de San Juan de Dios el domingo 30 de enero de 1825. En 1851 el convento fue demolido y en su lugar se construyó la estación ferroviaria del mismo nombre, la primera del Perú.
En 1878 se exhumaron sus restos y se dispuso que fueran depositados en un mausoleo. En 1917 los restos de Monteagudo fueron enviados a la Argentina, disponiéndose su ubicación en el Cementerio de la Recoleta de Buenos Aires en el mausoleo del Teniente General Pablo Riccheri. Una placa dice “Aquí yacen los restos del Dr. Bernardo de Monteagudo”; el hecho abrió una disputa entre Argentina, Bolivia y Perú por la nacionalidad de Monteagudo y el derecho de esos países a preservar sus reliquias.
El día 24 de junio de 2016, la urna que contiene sus restos fue exhumada del mausoleo del Gral. Pablo Riccheri para ser trasladado hacia su ciudad natal San Miguel de Tucumán, donde fue depositada en un mausoleo en el Cementerio del Oeste.
Extractos del libro Sin Mañana. Historia del sitio de Buenos Aires de Omar López Mato.