Hace justo 91 años Wall Street aprendió el verdadero significado de la palabra pánico. En una jornada demoledora para millones de inversores, el índice Dow Jones de Industriales perdió un 11,73% y el mercado vio como se evaporaban 14.000 millones de dólares, más que el presupuesto federal para todo 1929. En breve comenzarían a nevar los cuerpos de los magnates y de los pequeños inversores desde los altos tejados de la ciudad de los rascacielos. Era el «martes negro» y ya nada volvería a ser igual.
La semana anterior el mercado había dado las primeras muestras de su pronto colapso. El 24, «jueves negro», el Dow perdió 11 puntos entre los rumores de que el presidente Herbert Hoover no vetaría la aprobación de una nueva legislación que aprobaría fuertes aranceles sobre los productos agrarios y ante la persistente sensación de que el mercado estaba enormemente inflado. Alarmada, la «crème de la crème» del parqué se reunió en petit comité para frenar la sangría: Thomas W. Lamont, de JPMorgan; Albert Wiggin, del Chase National Bank; y Charles E. Mitchell, presidente del National City Bank of New York acordaron inyectar miles de millones de dólares en «blue chips» —empresas estables y sólidas en la jerga bursátil— para dar imagen de solidez.
Pese a al ambiente general de catástrofe, los magnates tenían motivos para una cierta tranquilidad: a fin de cuentas, una medida similar había logrado acabar con el Pánico de 1907. En esta ocasión, sin embargo, el ingente batido de proteínas en forma de billetes verdes solo logró frenar momentáneamente la sangría. Lo peor estaría por llegar, y los efectos, extraordinariamente rápidos al principio, acabarían siendo lentos y frustrántemente imparables al final: solo en los dos días posteriores se volatilizarían 30.000 millones de dólares.
El «crack del limpiabotas»
Cuenta el Catedrático de Estructura Económica Santiago Niño Becerra que, en una ocasión, le preguntaron a Joseph «Joe» P. Kennedy, habilidoso inversor y patriarca de la conocida familia norteamericana y padre del presidente John Fitzgerald, cómo había logrado no perder ni un sólo dólar en el crack. Éste respondió que poco antes había oído una conversación entre dos limpiabotas en la que uno recomendaba al otro comprar acciones de una compañía que pronto saldría al mercado sin saber siquiera
a qué se dedicaba puesto que los títulos bursátiles «siempre suben». «Si en un mundo tan complicado como el de las inversiones bursátiles los limpiabotas pueden introducirse y operar con normalidad, algo muy peligroso está sucediendo en ese mundo», aseguran que dijo Kennedy.
Cierta o no la anécdota, viene a poner de manifiesto el hecho real de que un elevado número de grandes y pequeños ahorradores se endeudaron para invertir en títulos ante la contínua escalada del mercado, por lo que los primeros rumores de sobrecalentamiento y el posterior desplome de las cotizaciones hizo que miles de inversores tuvieran que vender asumiendo enormes pérdidas.
A consecuencia de ello comenzó una interminable caída del indicador, que pasaría de los casi 400 puntos logrados en septiembre de 1929 (un nivel que el Dow no volvería a ver hasta 1954) a los 41,22 registrados el 8 de julio de 1932 —su nivel más bajo de todo el siglo XX—. En total, un descenso del 89%, que arruinó a millones de inversores y se llevó consigo la edad dorada del sueño americano. Se iniciaba así la Gran Depresión: el desempleo e incluso el hambre asolarían buena parte del país en una profunda crisis cuyo final no se comenzaría a vislumbrar hasta las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.