Lucio V. Mansilla era un hombre de mundo. Nacido en el seno de una familia poderosa, por sus vínculos y posesiones, había viajado extensamente después de una relación sentimental impropia, aunque el factor detonante para su exilio, se debió a sus lecturas inapropiadas, ya que uno de sus tíos lo descubrió leyendo “El Contrato Social”, de Jean Jacques Rousseau. Para alejarlo de estas inclinaciones non sanctas decidieron enviarlo al exterior, en comisión para adquirir mercancías. Lo singular del castigo consistió en que no lo enviaran a Europa ni a Norteamérica, sino a la India y Egipto.
Después de la derrota de su tío en Caseros, Lucio viajó extensamente con su padre y hermanos por Europa. Durante este viaje conoció a Sarmiento, a quien apoyaría, años más tarde, para que accediese a la presidencia. Cuando este asumió el mando del Poder Ejecutivo, Lucio pensaba que su participación en la campaña sería premiada con el Ministerio de Guerra. Al ver que nada recibía, lo increpó al nuevo mandatario quien respondió: “Con un loco, basta en este gabinete”, y destinó al coronel a la frontera sur de Córdoba.
Entonces se le encomendó esta incursión para reunirse con los ranqueles a fin de mantener la paz con los indios. Sus experiencias fueron volcadas en una serie de artículos publicados en el diario porteño “La Tribuna”, de los hermanos Varela, amigos del coronel que además promocionaban su carrera política.
El 30 de marzo (justo el día del cumpleaños de su tío, que aún vivía en Inglaterra) partió en busca del cacique Panguitruz Guor que se hacía llamar Mariano Rosas ya que había pasado su infancia en una de las estancias del Restaurador después de ser capturado cuando tenía 9 años. Rosas fue su padrino de bautismo, le enseñó a leer y escribir y lo adiestró en las tareas camperas. A pesar de haberse escapado de la estancia cuando tenía 22 años Rosas le envió un espléndido regalo: una tropilla de 200 yeguas y un apero completo. Mariano Rosas conservaba el más grato recuerdo de su padrino, circunstancia que facilitó las conversaciones que mantuvo con Mansilla, sobrino del Restaurador.
En las tolderías de Leuvucó (al norte de la localidad de Victoria, provincia de La Pampa) tuvo lugar la reunión. El cacique se hizo esperar. Primero lo visita a Mansilla uno de los hijos de Mariano Rosas, montando un espléndido caballo criollo enjaezado con cabestrillo de plata. Después Mansilla presencia un “loncoteado”, un violento pugilato que consiste en que los contrincantes se agarran de los cabellos.
El “Toro” Mansilla – así lo llamaban al coronel – recorre las tolderías, habla con las cautivas que no quieren volver a la “civilización” cargadas de vergüenza.
Durante el banquete ofrecido en su honor Mansilla come “como bárbaro”, y en su relato se compara con el gourmand Brillat Savarin. Mansilla se convierte en el nexo de los extremos, es quien amalgama la civilización y la barbarie. Bebe el aguardiente que ha traído como obsequio para Mariano Rosas. Todo es una buena excusa para las libaciones y los presentes desbordan. Abrazan y besan al coronel que los hace reír con sus cuentos. “La orgía – escribe Mansilla – es una bacanal en regla”. ¿Cuál es la regla en una bacanal?
Irrumpe en el relato un joven puntano, Miguelito, que cuenta sus desventuras y cómo las guerras tuercen los destinos de las personas. La figura de Miguelito preanuncia el “Martín Fierro” de Hernández, que aún no ha sido publicado; un pobre gaucho perseguido por un crimen que no ha cometido y lo obliga a adentrarse en las tolderías ranquelinas.
Alrededor de Mansilla los indios bailan, lloran, rugen, cantan y finalmente caen como piedras por el alcohol. “Aquello daba más asco que miedo”, confiesa el coronel que usaba su uniforme confeccionado en Europa y lucía siempre una capa impecable aún en los esteros guaraníes como debe hacer un dandy que se precie de serlo.
Finalmente Mansilla se va a dormir mientras la “Saturnalia” se va disgregando por el sueño y la borrachera generalizada. En esos 18 días que permanecieron en las tolderías intentó convencer a Mariano Rosas de firmar el tratado de paz que le había encomendado Sarmiento. La guerra del Paraguay había vaciado las arcas del Estado y no había otro medio más que un tratado para contener a los indios.
Sin embargo, Mansilla sabía que todo esto tiene una validez relativa ya que el pacto no había sido aprobado por el Congreso y desde el año 1867 existía una ley que le ordenaba la expulsión de los ranqueles al otro lado del Río Negro… pero era menester ganar tiempo y demostrar buena voluntad. En esta excursión a los indios ranqueles Mansilla reconoce algunas virtudes de los “salvajes”, tiene palabras de apoyo y defensa, que solo son eso, palabras… En 1885 como diputado de la Nación, se opone a la concesión de tierras a los ranqueles, porque “las venderían por una damajuana de vino”, y tampoco está de acuerdo en que sean considerados “ciudadanos”.
A su regreso a Río Cuarto, el coronel debió afrontar un juicio por ordenar el fusilamiento de un desertor sin haber pedido el consentimiento de una autoridad superior. Herido en su orgullo, escribió una carta insolente al Ministro de Guerra, cargo que él debería haber ocupado. Por esta insubordinación fue puesto a disponibilidad y jamás volverá a dirigir tropa.
Mansilla continuó su tarea literaria y de periodista, pasó tiempo en Europa como diplomático, quedó viudo, volvió a casarse y debió soportar la pérdida de sus hijos… pero nunca se separó del poncho que Mariano Rosas le había regalado durante esa excursión a las tolderías ranquelinas.