Los sueños de Herzog

Hay pocos cineastas que puedan jactarse de tener una carrera tan prolífica, significativa y exitosa como la ha tenido Werner Herzog. Al día de hoy lleva hechas más de sesenta películas – entre ficción y documental – que ha realizado en poco más de cincuenta años de carrera y, como si fuera poco, tuvo tiempo de escribir, dirigir óperas y prestar su voz para dibujos animados. En casi todo lo que se propuso hacer, sorprendentemente, mereció halagos de la crítica y la comunidad cinéfila, lo que hace pensar que Roger Ebert tenía razón cuando aseguró que Herzog es un realizador tan bueno, tan genuino, que “hasta sus fracasos son espectaculares”.

Desde ya, para llegar a ser Herzog el poeta del cine que es hizo falta una trayectoria bastante atípica. Nacido en Múnich en 1942, en plena guerra, durante su infancia se la pasó escapando y, eventualmente, viviendo de forma muy precaria junto a su familia en el pueblo de Sachrang. No tuvo ningún tipo de comodidad en los primeros años de su vida y ni siquiera supo de la existencia del cine, según él, hasta que, a los 11 años, un proyeccionista itinerante pasó una película en su escuela.

Los niños particulares, en general, terminan dando paso a jóvenes excéntricos y Herzog, en este sentido, no fue ninguna excepción. Entre una extraña conversión al catolicismo y el hábito de hacer largos viajes en los que unía ciudades europeas a pie, decidió que el cine sería su carrera y se abocó a ello. No intentó formarse seriamente, sino que – completamente autodidacta – simplemente se sirvió de algunas entradas enciclopédicas y de una cámara que robó, según él, con total justicia, de la Universidad de Múnich. Así, armado de su nueva herramienta, él se lanzó a explorar el mundo.

Alma libre como era, en sus primeros años le costó conseguir financiamiento, por lo que se mantenía trabajando en el turno nocturno de una fábrica de acero. Con el dinero que ganó fue capaz de hacer su primera película, un corto de 12 minutos titulado Herakles, y, a partir de entonces fue amasando más experiencia. Abrió su propia productora, Herzog Filmproduktion y, con sólo 24 años, ya estaba filmando su primer largo: Signos de vida (1968).

Puede resultar sorprendente, pero ya con esta ópera prima no sólo ganó premios y reconocimientos, sino que también había empezado a definir lo que sería su propuesta como autor cinematográfico. También los enanos empiezan pequeños (1970), Fata Morgana (1971) o el documental El país del silencio y la oscuridad (1971) eran todas películas que, a simple vista, parecían no tener nada que ver entre sí. Y, aunque el mismo Herzog insistió más de una vez con que las películas le llegan “vivas, como sueños sin patrones lógicos o explicaciones académicas”, ya en estas primeras producciones queda claro como todas eran historias sobre seres marginados, aislados o delirantes. Todos estos seres, que para el director no serían más que una gran familia que él se encargó de retratar a lo largo de su carrera, tenían vidas atípicas que él elegía poner en el centro de la cuestión y tratar de forma heroica para subrayar algo que se volvería una constante en su cine: la forma en la que el espíritu humano es capaz de adaptarse y enfrentarse a un mundo que le es inherentemente violento e indiferente.

También los enanos empiezan pequeños (1970)
Werner Herzog
 
 
También los enanos empiezan pequeños (1970).

Para mostrar este mundo, igualmente, no bastaba con simplemente sacar una cámara y filmar. Herzog mantendría a lo largo de toda su carrera la idea de que el mundo está perdiendo su capacidad de mostrar lo real, lo genuino, mientras tiende a la uniformidad y que, entonces, su rol como artista era proveer al espectador de “imágenes adecuadas”. Este concepto tan típicamente herzoguiano puede llegar a variar en su definición dependiendo del caso, pero en su forma más básica se metía con un debate contemporáneo de la disciplina y se preguntaba sobre las posibilidades de mostrar la verdad en el cine. En el terreno de la ficción, esto fue resuelto por Herzog compensando la irrealidad de la historia con imágenes de gran verosimilitud y realismo, algo que a relucir claramente en películas como El enigma de Kaspar Hauser (1974). En este caso, por ejemplo, él eligió usar a Bruno S., un actor no profesional adulto para interpretar al personaje principal (un niño) sólo porque el intérprete tenía una historia traumática similar a la Kaspar por la cual había perdido y recuperado la capacidad del habla. Del mismo modo, se podría agregar el que probablemente sea el caso más paradigmático de esta obsesión por darle imágenes genuinas al público: la producción de Fitzcarraldo (1982). Así, en su afán por mostrar la historia de un megalómano que quiso hacer atravesar un barco por la selva amazónica para llevar ópera a la espesura, Herzog terminó haciendo de ese sueño cinematográfico una realidad.

Fitzcarraldo (1982)
Herzog
Fitzcarraldo (1982).

En cuanto a su trabajo en la no ficción, el trabajo del director parece ir un poco en el sentido contrario. No hablamos aquí simplemente de la estilización de las imágenes – típica de cualquier intervención fílmica – sino que para Herzog la cuestión de hasta dónde puede meter mano un realizador para mostrar la verdad parece no encontrar limitaciones. Distanciándose tanto la concepción de Cine Directo, por la cual el cineasta pretende filmar como si fuera una mosca en la pared, como la de Cinéma Vérité, que se proponía más genuina por evidenciar el artificio y no plantear una falsa objetividad, Herzog se cargó al debate entero proponiendo la posibilidad de introducir falsedades en un registro documental. Así, una y otra vez en sus películas él, directamente, le “miente” al espectador haciendo cosas como agregar sonidos en posproducción o poner a sus sujetos en situaciones que ellos nunca habrían adoptado naturalmente.

Lejos de ser una mera trampa o provocación, Herzog justificó históricamente su accionar como un medio para alcanzar lo que él llamó una “verdad extática”. En este sentido, se prueba lo consecuente que es al demostrar que no le interesa mostrar algo porque sí, sino que lo que sea que aparece en la pantalla debe servir para hacernos una idea de algo más profundo como son los deseos y sueños de un determinado sujeto.

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Werner Herzog.
Werner Herzog.

En definitiva, con estos medios, Herzog se permitió hacer de su obra un retrato de la humanidad entera. Es el único director que ha hecho películas en todos los continentes y, aunque muchas de ellas podrían haber caído en el exotismo y la explotación, él siempre trató de retratar a sus sujetos desde un punto de vista humano. Así, en el mosaico que conforman sus películas, ya hablen de un activista que fue asesinado por osos, de un exconvicto que va a experimentar el sueño americano o del descubrimiento de pinturas milenarias dentro de una caverna, el autor se preocupó una y otra vez de mostrarnos que, en ese caos que es el universo, no estamos solos. Siempre, en todos lados, aún con todas nuestras diferencias, ha habido y va a haber alguien soñando.

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