“¡Soldados! Hoy hace cuarenta días que en Diamante cruzaban las corrientes del Paraná. Ya está cerca la ciudad de Buenos Aires, y al frente de vuestros enemigos, donde combatiréis por al libertad y la gloria.
¡Soldados! Si el tirano y sus esclavos os esperan, enseñad al mundo que sois invencibles. Y si la victoria, por un momento es ingrata con algunos de vosotros, buscad a vuestro general en el campo de batalla, porque el campo de batalla es el punto de reunión de los soldados del ejército aliado, donde todos debemos vencer o morir. Este es el deber que os impone a nombre de la patria, vuestro general y amigo”.
Justo José de Urquiza
Leída la proclama, la tropa volvió a sus tiendas a buscar un costillar, o una galleta o algo para llenarse la barriga, en ese día que prometía convertirse en algo que los leídos llaman Historia.
Urquiza recorrió la línea a caballo. Desde una loma pudo ver a los cincuenta mil hombres dispuestos a dar batalla. Era un espectáculo imponente. Cincuenta mil hombres dispuestos a morir. Por un rato se los quedó mirando, subyugado por la magnificencia del espectáculo. Sabía que muchos de ellos no pasarían de ese día.
Es curioso el ser humano, meditó Urquiza, sólo unos pocos saben realmente por qué están aquí. Algunos dirán que es por libertad. Otros lealtad. Algunos por respeto, otros por odio. Algunos solo por la aventura de pelear. Lindas palabras, pero ni él mismo sabía bien cómo llamar a esa mezcla de codicia, ansias de poder y deseo civilizador que lo invadía… ni él mismo lo sabía. ¡Qué rara es la vida, carajo!
Se dio vuelta y preguntó a uno de sus edecanes que lo rodeaban:
-Dígame ¿Cómo se llama esa estancia?
-Caseros, general, le dicen Monte Caseros.
Rosas apenas durmió aquella noche.
Después de la junta de guerra, recorrió la línea, dando órdenes. “Ese regimiento más allá”. “Me sacan de acá esas carretas”. “Aquellos cañones los mueven para aquel lado”. Llegó a la casa de Caseros y subió al mirador. Largo rato se entretuvo viendo las posiciones del enemigo. Eran como estrellas a ras de tierra, como esa luz que tanto asustaba a los paisanos. Parecía mentira que en horas nomás la calma de esa noche se convertiría en batalla. Cañones, caballos, metralla y cincuenta mil hombres corriendo para matarse. Al descender hizo llamar al jefe de campo, un oficial viejo que lo había servido cuando las guerras contra el indio. Se alegró de verlo, y le ordenó el cambio de santo y seña. Antes de irse le dijo: “Y dóbleme las guardias de la avanzada, y cuide que estos salvajes no nos despierten antes del amanecer”. El viejo oficial se rió.
Camino a su habitación se encontró con el Dr. Cuenca, médico del ejército, encargado del hospital de sangre en el mismo edificio de Caseros.
-¿Y qué cuenta el poeta? -le dijo Rosas, con aparente complicidad. Varias veces lo había visto en la tertulia de Manuelita, y lo había escuchado recitar versos de su autoría. Cuenca bajó los ojos:
-Aquí estamos, su excelencia, aprestándonos para la batalla.
-Bien, doctor, cuídeme a estos paisanos. No vaya a ser que se salven de los macacos y usted me los mate.
Los presentes festejaron la gracia del Restaurados. Cuenca permaneció con la cabeza gacha.
Y teniendo que ser todo apariencia
disimulo, mentira, fingimiento
y un astuto artificio en mi existencia
tengo pues que mentir, amigo y miento
Los versos que alguna noche escribió y que tan celosamente guardaba entre sus papeles, sonaron en su cabeza. Quizás mañana ya no debería mentir.
–Más ánimo, doctor, que lo necesitamos bien despierto para la batalla-dijo Rosas, dirigiéndose a su habitación.
–Sí, señor Gobernador -se le escuchó decir a Cuenca, cabizbajo y en un hilo de voz.
Extracto del libro Caseros, las vísperas del fin de Omar López Mato.