La guerra contra el francés hizo aflorar aspectos de una terrible crueldad. La pérdida de vidas humanas y la destrucción de bienes materiales fueron considerables, y supusieron para el país un serio quebranto. España, desangrada por una contienda y con dos administraciones en conflicto, se sumió en el caos, que, además, fue caldo de cultivo para movimientos independentistas en las colonias de América.
Por otra parte, la actuación de los guerrilleros rompió la estructura de mando del Ejército. Esta abrió sus puertas a miembros de extracción popular, que hasta entonces tenían vetado “hacer carrera” en la milicia. No menos importantes fueron las consecuencias en el plano ideológico. Al término de la guerra, se generó un conflicto entre partidarios y detractores del Antiguo Régimen que desencadenó tres enfrentamientos civiles en el siglo XIX y que, con el paso del tiempo, daría lugar a lo que se ha denominado como “las dos Españas”.
Por último, se produjo un retroceso de la posición de España en el concierto europeo. El país quedó reducido a un papel muy secundario, como puso de manifiesto el Congreso de Viena, en el que las potencias contrarrevolucionarias definieron las líneas de actuación de la Europa posnapoleónica.
Desastre humano
Los casi seis años que duró la contienda representaron una grave pérdida de población para una España que apenas sumaba once millones de habitantes. La duración del conflicto y la crueldad de ambos bandos tuvieron consecuencias catastróficas desde un punto de vista demográfico. Perecieron al menos un cuarto de millón de españoles, tanto civiles como militares; por su parte, los franceses perdieron doscientos mil soldados; y los ingleses, unos cincuenta mil.
A los muertos en combate o por acciones derivadas directamente de la guerra habría que añadir las víctimas que se cobraron las epidemias de tifus, cólera o disentería, así como las producidas por la escasez de alimentos como consecuencia de las requisas de los militares.
El exilio de los afrancesados
Además de la pérdida de vidas, fue perjudicial el exilio de los afrancesados, que se vieron obligados a cruzar los Pirineos para eludir las represalias de los vencedores. La cifra de exiliados oscila entre los 5.000 y los 15.000.
Si bien la cantidad puede parecer poco significativa, cualitativamente tuvo notables consecuencias, puesto que los exiliados constituían un grupo de elevado nivel cultural y formaban una parte importante de la intelectualidad del país. Entre ellos se contaban artistas, escritores, eruditos, juristas… Entre otros, se exiliaron el poeta y dramaturgo Leandro Fernández de Moratín o el jurista y filólogo Francisco Martínez Marina.
Saqueo artístico
Un objetivo preferente de los pillajes lo constituyeron las obras de arte. En la retirada francesa de 1813, el botín se convirtió en un pesado lastre, y, de hecho, en la batalla de Vitoria, numerosas obras fueron abandonadas en el campo de batalla. Una parte de lo robado fue devuelta a España después de la guerra, pero muchas piezas dejaron de pertenecer a nuestro patrimonio. Durante mucho tiempo fue el caso de la Inmaculada Concepción de los Venerables, de Murillo, conocida como Inmaculada de Soult por el mariscal napoleónico que se apropió del lienzo, que colgó de las paredes del Louvre hasta 1941.
Pérdida del Imperio
Al otro lado del Atlántico se aprovechó la situación de desconcierto y el caos en que se sumió la metrópoli como consecuencia del conflicto para alentar un movimiento insurreccional. El proceso emancipador fue impulsado por la burguesía de origen español –los denominados criollos–, que llevaba mucho clamando por su nula participación en el gobierno de las colonias.
Al tiempo que se elaboraba la Constitución de Cádiz, en América se iniciaba un proceso emancipador a partir de los mismos planteamientos políticos esgrimidos por los liberales que se oponían a la invasión napoleónica.
Pese a las dificultades en que se encontraba España, hacia 1815, salvo en Buenos Aires, los movimientos independentistas habían sido sofocados y los realistas controlaban la situación. Sin embargo, un nuevo impulso insurreccional a partir del año siguiente llevó gradualmente a la independización de las antiguas colonias.
Las raíces del militarismo
Durante la guerra, el ejército vivió profundas transformaciones que se relacionan con la incorporación a la oficialidad de elementos procedentes del estamento popular. Cuando Napoleón vino a España, tras la sorprendente derrota francesa en Bailén, la debilidad de los ejércitos españoles se puso de relieve.
Esa debilidad del Ejército concedió un gran protagonismo a las guerrillas, lo que rompió el tradicional vínculo entre oficialidad y nobleza. Así, en el transcurso de la guerra de la Independencia, algunas guerrillas alcanzaron tales dimensiones que acabaron organizándose como las unidades militares regulares.
El fin de la guerra no supuso el regreso de todos los combatientes a la vida civil; muchos permanecieron en el Ejército. Se creó una especie de macrocefalia militar poco operativa que en modo alguno se correspondía con el número de efectivos bajo su mando.
Gusto por el pronunciamiento
La entrada de oficiales de extracción popular provocó una creciente politización del Ejército. Estos oficiales serían, básicamente, quienes protagonizarían los pronunciamientos militares con el objetivo de implantar el sistema constitucional en la España de Fernando VII.
Más tarde, con el liberalismo ya consolidado, sus figuras más relevantes, los denominados “espadones” –Baldomero Espartero, Ramón María Narváez, Leopoldo O’Donnell, Juan Prim, Francisco Serrano, Manuel Pavía o Arsenio Martínez Campos–, serían piezas clave de nuestra historia decimonónica.
Estas figuras tiñeron de militarismo la política del país, que, hasta bien avanzado el siglo XX, vivió golpes de Estado como los llevados a cabo en 1923 por Miguel Primo de Rivera, intentonas como la de José Sanjurjo en 1932 o sublevaciones como la liderada por Francisco Franco.
El nacimiento de las dos Españas
Las particulares circunstancias de la conflagración se tradujeron en un caos político. La presencia de los invasores en la península mantuvo en un segundo plano las divergencias entre los liberales y los paladines del poder absoluto del monarca y la sociedad estamental. Luchaban en un mismo bando, y lo prioritario era expulsar al ocupante. Pero, una vez conseguido ese objetivo y restaurado Fernando VII en el trono, la confrontación ideológica pasó a primer plano.
A los defensores de las viejas formas de gobierno se les conocería con el nombre de absolutistas, y, con el apoyo de Fernando VII, se enfrentaron a los liberales y a las nuevas ideas. A partir de ese momento, el conflicto fue casi permanente entre los partidarios de estas dos maneras de entender España que, con el paso del tiempo, adaptaron sus posicionamientos a nuevas realidades políticas. Sus constantes desencuentros mantendrán en tensión continua a la sociedad.
Marginados de Europa
En el Congreso de Viena en 1815, donde se reunieron las potencias vencedoras de Bonaparte, se persiguió la restauración del Antiguo Régimen. La presencia española en el congreso, pese al papel desempeñado en la caída de Napoleón, fue poco más que testimonial.
Las causas de esa irrelevancia se encuentran, por un lado, en el declive que había experimentado España en el siglo XVIII. Por otro lado, influyeron dos hechos derivados de la guerra de la Independencia. El primero, la política británica de engrandecer su papel en la derrota napoleónica, minimizando la actuación española. El segundo factor lo constituyó la firma del Tratado de Valençay con Napoleón al margen de la paz general, lo que no gustó al resto de los países que se enfrentaban a Bonaparte.
Al poco peso diplomático de España se sumaba la antipatía despertada por Fernando VII que, junto a la pérdida del Imperio, acentuaron el descrédito. El retraimiento internacional se prolongó todo el siglo XIX, dejando claro que hacía tiempo que el país había quedado apeado del club de los elegidos.