Las víctimas secretas de McCarthy

El senador Joseph McCarthy destruyó muchas vidas entre 1952 y 1954. Finalmente, se destruyó a sí mismo. Su mandato como presidente del Subcomité de Investigaciones del Senado de Estados Unidos y su búsqueda de comunistas infiltrados en la Administración y en el mundo del arte son conocidos como macartismo, algo que él definía como “patriotismo en traje de faena” y que otros llamaron “caza de brujas”, o delirio paranoide de un hombre generalmente ebrio y deseoso de ser el centro de atención del país.

Esta semana se han hecho públicas las transcripciones de medio centenar de interrogatorios desarrollados en secreto por McCarthy y sus colaboradores. El tono no es muy distinto al de los interrogatorios públicos, pero los documentos recién revelados permiten comprobar que el senador utilizaba las sesiones secretas para elegir víctimas frágiles. Éstas eran llamadas a comparecer formalmente ante el subcomité y ante ellas el senador republicano bramaba, acusaba y amenazaba, en un espectáculo penoso con el que, más que nada, buscaba (y conseguía) aparecer en la prensa como “martillo de traidores”. Su campaña carecía de fundamentos sólidos y aunque, como se comprobó al caer la URSS, había efectivamente agentes soviéticos infiltrados en el Gobierno, nunca condujo a ningún procesamiento. Pero causó un suicidio, unos 300 despidos (la mayoría anulados posteriormente), la ruina o el exilio de escritores, músicos y cineastas y un terrible bochorno nacional.

El interrogatorio a que fue sometida, el 24 de marzo de 1953, la escritora de cuentos infantiles Helen Goldfrank, ofrece muestras del terror que despertaba McCarthy. Los testigos acababan negándose a contestar a las preguntas más simples, por miedo a ser encarcelados por perjurio o a perjudicarse a sí mismos o a terceros. El marido de Goldfrank y ella misma eran acusados de simpatizar con el comunismo. Las preguntas, en esa ocasión, fueron formuladas por Roy Cohn, asesor legal de McCarthy.

Cohn. ¿Cuál es el nombre de pila de su marido?

Goldfrank. Declino responder a esa pregunta porque podría incriminarme, bajo la Quinta Enmienda de la Constitución y sobre la base de la comunicación privilegiada entre marido y esposa.

Cohn. ¿Cree usted que su nombre de pila forma parte de una comunicación privilegiada?

Goldfrank. Sí, porque no lo conocería si no estuviera casada con él.

Y un poco más adelante:

Cohn. ¿Ha escrito alguna vez algún libro?

Goldfrank. Lamento tener que negarme otra vez a contestar, sobre la base de los derechos de la Quinta Enmienda…

El interrogatorio al escritor Dashiell Hammet es una exhibición del afán del subcomité por hallar trazas de comunismo en cualquier lugar y a cualquier precio. Cohn pregunta si Hammet ha escrito alguna obra ajena al género detectivesco y relacionada con “problemas sociales”. Hammet recuerda una, “un relato corto llamado Night shade”. Tras varios circunloquios, Cohn inquiere si el relato “refleja de alguna forma las posiciones comunistas”.

Hammet. Es difícil… Si se trata de reflejar diría que no, que no la refleja. Es [una obra] contra el racismo.

Senador Mundt. ¿Diría que era similar, reflejara o no reflejara, a la posición comunista sobre los problemas raciales?

Hammet. No (…) No más que a la de otros partidos políticos.

Joseph McCarthy, que gozaba del apoyo de la familia Kennedy y de una inmensa popularidad política, era también respaldado o, al menos, tolerado por el Gobierno republicano. El presidente Dwight Eisenhower, general retirado, lo consideraba una simple molestia: “Creo que nada es tan efectivo para combatir sus enredos”, escribió el 1 de abril de 1953 en su diario personal, “como ignorarle, porque es lo único que no soporta”. La cosa cambió cuando McCarthy empezó a buscar comunistas en el Ejército. Lo hizo de una forma miserable: su única sospecha se centraba en un dentista militar llamado Irving Peress, quien, por otra parte, ya había fallecido. Para ratificar sus acusaciones contra el difunto, McCarthy ejerció una durísima presión sobre mandos militares.

Como el interrogatorio secreto al que fue sometido el teniente coronel Chester Brown. El senador exigió al teniente coronel que explicara si Peress había sido investigado o, al menos, obligado a responder a ciertos cuestionarios. El teniente coronel se negó a contestar, alegando que era material secreto.

“¡Le diré algo, señor, a usted y al resto de oficiales!”, tronó McCarthy. “Acepto que los comunistas rechacen responder, pero no acepto que un oficial del Ejército proteja a un comunista, y va a responder a mis preguntas o su caso acabará ante el Senado por desacato y llegaré hasta el final. ¡Estoy harto! ¡Éste es el escándalo más grave con que me he topado! ¡Alguien en su cadena de mando ha estado protegiendo a un hombre culpable de traición!”.

Exabruptos como ése acabaron con la paciencia de Eisenhower y de un amplio grupo de senadores. McCarthy y los suyos fueron investigados a su vez, acusados de buscar trato de favor en el Ejército para un joven millonario, David Schine, al que el senador había incluido sin causa aparente (se habló de afectos y pasiones) en el subcomité. Las sesiones de esa investigación fueron televisadas. El medio ejercía una fenomenal fascinación y 20 millones de estadounidenses siguieron en directo los debates, en la primavera de 1954.

Todo el país pudo contemplar el delirio creciente de McCarthy, que acusaba a diestro y siniestro y gesticulaba entre risitas. El momento definitivo fue cuando el senador esgrimió que un colaborador del abogado que defendía al Ejército, Joseph Welch, había sido años atrás miembro de una asociación supuestamente vinculada con el Partido Comunista. Welch dejó que McCarthy hablara. Y luego pronunció una frase que destruyó al cazador de comunistas y se grabó para siempre en la memoria del público: “¿No tiene usted decencia, señor mío? ¿No le queda ya ningún rasgo de decencia?”.

Poco después, el Senado condenó los abusos de Joseph McCarthy. El senador por Wisconsin se adentró en un alcoholismo agudo y murió de cirroris en 1957.

* Este artículo apareció en la edición impresa del diario El País del sábado, 10 de mayo de 2003.

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