L’Etat, c’est moi, afirmó Luis XIV el 10 de marzo de 1661, frase que repitió más de una vez a lo largo de los 50 años que rigió los destinos de Francia. Y, si él era el Estado, entonces el Estado perdía por sus extremos…
Resulta que el Rey Sol no era muy apegado a las actividades higiénicas. Algunos afirman que seguía rigurosamente las indicaciones de sus médicos. Otros, que solo cumplía con las costumbres de la época. Lo cierto es que el rey se bañó pocas veces a lo largo de su vida (en menos oportunidades que los dedos que tiene una mano). Cumplía ante la corte una compleja ceremonia con abluciones, limpieza con vinos, polvaredas de talco e instilaciones de hectolitros de perfumes que hacían la vida más tolerable en los palacios. Desgraciados lugares para vivir eran los palacios. Enormes habitaciones heladas, mal ventiladas y plenas de aromas nauseabundos, solo atenuados por las eau de toilette. Entre esas paredes de espejos y terciopelos con techos donde asomaban Marte y Venus, con Ledas perseguidas por cisnes y con Júpiter rodeado de ninfas desnudas, no es extraño pensar que el rey adolescente, sabedor de que era suyo todo lo que lo rodeaba, cayese ante las tentaciones de la carne (no precisamente de los asados, sino de las damas). A precoz edad andaba manchando camisas y ropas interiores con emanaciones purulentas. Resulta que el joven monarca se había pescado una gonorrea que los médicos reales curaron con molestas lavativas, sin que estas atenuasen las ínfulas galantes del monarca, siempre a la pesca de nuevas favoritas para satisfacer sus impulsos primarios. Eso sí: puntualmente se confesaba con su asesor espiritual, el Padre Lachaise, que rápidamente perdonaba sus faltas, conocedor, por propia experiencia, de lo fácil que es caer en actividades lujuriosas. Así desfilaron incontables damas y damiselas por los aposentos reales. La historia solo registra a aquellas que duraron más de una noche, como Louis César de La Baume Le Blanc, duquesa de Lavalliere, quizás el gran amor de Luis XIV. Le siguió a esta Francoise Athenaise Rochechonart de Mortemart, marquesa de Montespan, que sedujo al rey en 1668. La feroz competencia por los evanescentes afectos del monarca la hizo buscar en la brujería una forma de retener a su voluble amante, perdido ante los encantos de Madame Fontanges. Desesperada, buscó los servicios de La Voisin, una conocedora de venenos y pociones. Eran los años de la marquesa de Brinvilliers, célebre por haber envenenado a todos sus parientes, además de a muchos otros en los que había ensayado sus brebajes, a fin de heredar la fortuna familiar.
Las investigaciones del jefe de la Policía, monsieur La Reynie, condujeron a esta La Voisin como la proveedora de infusiones que usaba la marquesa de Montespan. Entre la lista de clientes de La Voisin se encontraron encumbrados miembros de la corte, que además asistían —podríamos decir, religiosamente— a las misas negras organizadas por la susodicha.
Grande fue el escándalo al conocerse que Madame Montespan era una asidua concurrente a estas celebraciones y consuetudinaria compradora de “elixires de amor”, a fin de retener los afectos esquivos del monarca. Moraleja: Luis XIV ungió a la marquesa de Maintenon como amante oficial, Montespan cayó en desgracia y La Voisin fue quemada en la hoguera. De fumo ad flamman (“del humo a la llama”), dirían los romanos.
Sin embargo, y a pesar de la poca lealtad hacia las mujeres en general, Luis XIV mantenía una constancia ejemplar hacia sus funcionarios, hecha la excepción del ministro Bouquet. Este discípulo del cardenal Mazzarino pretendía enriquecerse tanto o acaso más que su maestro. Y, al igual que a tantos otros codiciosos, lo mató la vanidad.
El 17 de agosto de 1661 dio una fiesta en honor del monarca en su castillo de Vaux. La celebración fue tan, pero tan fastuosa, que al día siguiente el rey mandó a apresarlo al mismísimo D’Artagnan, el célebre mosquetero. El rey podía aceptar que robara, pero no que hiciese ostentación de la corrupción. Eso era un mal ejemplo.
Con los demás ministros Luis mantuvo una continuidad rayana en la fidelidad: Colbert, Le Tellier, Seguier y Lionne se pasaron la vida a su lado. Estos a su vez dejaban sus puestos a sus hijos, como fue el caso de Colbert y de Le Tellier, o sobrinos, hermanos y demás parentela. Este nepotismo no era mal visto en una monarquía donde todos habían heredado sus bienes, aunque esta constancia podía tener algún tipo de explicación biológica, porque el Rey Sol sufría frecuentemente de deposiciones diarreicas por sus infecciones con parásitos, que lo obligaban a hacer uso de la chaise percée durante las reuniones de Consejo de Ministros. Suponemos que, para no sentirse intimidado, prefería tener siempre la misma concurrencia.
Otro problema que aquejaba al Rey Sol era su dentadura averiada por la escasa o nula higiene. A fin de preservar los dientes que le quedaban, usaba cataplasmas con miga de pan o raíz de malvavisco mezclada con coral rojo en polvo. A pesar del menjunje, los dientes se le caían a pedazos, y los cirujanos decidieron sacarle los pocos que le quedaban. En el curso de la operación le arrancaron un pedazo de hueso del paladar. Se imaginarán que comenzó a sangrar y sangrar, y los cirujanos le aplicaron un bouton de feu (un hierro candente). A consecuencia de la intervención, le quedó un agujero o fístula que conectaba la cavidad bucal con las fosas nasales. Si Su Majestad no guardaba ciertas precauciones, el líquido que bebía se le escapaba por la nariz, amén de que la sonrisa real quedó despoblada y sus mejillas colapsadas, llenas de arrugas y con expresión amargada.
Pero no fue esta la desgracia anatómica más cruel que atormentó al monarca, sino una ubicada en el otro extremo del aparato digestivo, es decir, en sus asentaderas. El buen rey sufría de hemorroides y, como no masticaba bien los alimentos, estos tendían a salir poco digeridos por el lado caudal de sus intestinos. A fin de calmar las molestias, los galenos indicaban aguas de Bariges y las de Bourbon, sin que se lograran marcados beneficios terapéuticos.
A las hemorroides les siguió una tumoración en el periné, que se relacionó con el traumatismo reiterado por los largos paseos a caballo que hacía el rey por sus dominios.
El médico real, el doctor D’Aquin le restó importancia a este síntoma, hasta que el 5 de febrero, el rey no pudo levantarse de la cama. Veinte días más tarde, el doctor le practicó el primer drenaje de este absceso perineal. No sería el último. Convocado a participar el cirujano Tassy, le hizo tres más en menos de un mes. Para colmo de males, Su Majestad comenzó con fiebres tercianas o cuartanas (complejo término que usamos para decir que tenía fiebre cada tres o cuatro días). “Paludismo”, pensaron los galenos. El doctor D’Aquin prescribió, a título de ensayo, la quinina, medicamento oriundo del Perú, que había obrado milagros en la condesa de Chinchona. Si era efectiva en una condesa, seguramente lo sería en un rey. Así fue, y el rey se repuso de estas fiebres.
Pero las asentaderas del monarca seguían hechas un desastre y, después de una cuidadosa inspección de la región, descubrieron un agujerito que conducía al interior de Su Majestad. Otra fístula. Para cerrarla inyectaron una serie de sustancias cáusticas que produjeron terribles dolores en el recto real. Las cosas no mejoraban. Había que operar, y así lo propuso el primer cirujano del rey, Charles François Felix de Tassy. El tema no era tan simple: graves complicaciones podían precipitarse sobre el rey (y sobre el galeno). Tassy no tomó las cosas a la ligera y por meses se preparó para la cirugía experimentando varias técnicas quirúrgicas entre los “voluntarios” de idéntica patología que poblaban los hospitales de París.
Al final el rey, agobiado por el dolor, aceptó la propuesta de Tassy. Este había diseñado un estilete de plata para la ocasión. La fecha de la cirugía se fijó para el 19 de noviembre de 1686. Ese día todas las personas involucradas entraron al palacio por puertas diferentes, incluido el famoso Pere Lachaise (confesor del rey, quien con los años daría su nombre al cementerio más famoso de París). Este asistía en calidad de comedido, por si las cosas no iban tal cual lo planeado. El soberano supo estar a la altura de las circunstancias y sufrió estoicamente los manejos quirúrgicos. Después de unas horas, el rey, como si nada, asistió a la reunión de gabinete con sus fieles ministros.
Al cabo de un mes el soberano volvió a montar a caballo y a pasearse con sus amantes, para felicidad del pueblo francés (bueno, es lo que a los gobernantes les gusta creer) y de los doctores Tassy y D’Aquin, que recibieron £300.000 y £200.000 respectivamente. Una bonita cifra si consideramos que se ocuparon del trasero real. ¿Cuánto hubiese pagado el rey por su nariz? Nadie lo sabe. Lo cierto es que 1686 fue llamado por Voltaire “el año de la fístula”.
Para celebrar la feliz recuperación del amo real, se compuso una canción llamada Dios salve al rey; la melodía se difundió y llegó a oídos de Georg Friedrich Händel, quien se basó en esta para componer God save the king, obra que con los años se convertiría en el himno inglés. De allí, paradójicamente, la canción patria británica se debe al procto tullido de un rey francés.
Continuó Luis XIV de aventura, de conquista y de guerra, en recaudaciones de impuestos, hasta la edad de 76 años de edad (y 72 de reinado), cuando murió (el 1 de septiembre de 1715), afectado por una gangrena. Con gran dignidad, a pesar del dolor que le embargaba, alcanzó a proclamar: “Yo me voy, pero el Estado durará siempre”.
Quizás, después de tantos años de sinsabores y sufrimientos en el ejercicio de la res pública, el Rey Sol había aprendido algo valioso: a ser algo más humilde.
Texto extraído del libro IATROS de Omar López Mato. Disponible en librerías y en OLMO EDICIONES.