1930, Mundial de Uruguay. Estadio Centenario, Montevideo.
Uruguay 4 – Argentina 2.
Uruguay, bicampeón olímpico y anfitrión, es el favorito. Su vecino, Argentina, es el otro finalista. Los aficionados que concurrieron a presenciar la final fueron cacheados de armas en el ingreso al Estadio Centenario, tal era el clima que se vivía.
El primer tiempo se juega con una pelota argentina, el segundo con una pelota uruguaya. Uruguay pegó mucho e intimidó más, y el público uruguayo sostuvo una agresividad acorde a ello desde el primer minuto. El equipo argentino jugó angustiado, nervioso, temeroso. Aún así, termina el primer tiempo ganando 2-1. En el entretiempo, hay versiones de que en el vestuario hubo “sugerencias subidas de tono” (amenazas, bah…) sobre la “conveniencia” de que Argentina no ganara el partido para que la cosa terminara en paz. Luis Monti se desmorona psicológicamente, Pancho Varallo teme por su integridad física y Fernando Paternoster, defensor central, dice, a voz en cuello: “mejor que perdamos porque si no no salimos vivos de acá.”
Uruguay hace 3 goles en el segundo tiempo y gana 4-2, convirtiéndose en el primer campeón mundial de fútbol.
1934, Mundial de Italia. Estadio Nacional del Partido Nacional Fascista, Roma.
Italia 2 – Checoslovaquia 1.
El Mundial estuvo armado para que lo ganara Italia, hay que decirlo. Italia había incluido a cinco jugadores nacionalizados, no nacidos en Italia (cuatro argentinos y un brasileño); “si pueden morir por Italia, pueden jugar por Italia” justificó el entrenador italiano Vittorio Pozzo.
En el torneo, Italia se fue desembarazando de sus rivales a como diera lugar; con España se libró una verdadera batalla en el campo, empató y ni en el alargue se sacaron diferencias, así que jugaron otro partido dos días después. Para este segundo partido, España no pudo alinear a siete de sus jugadores del partido anterior debido a que quedaron lesionados por la violencia de dicho encuentro, y el arbitraje de este segundo partido fue escandaloso: el referee anuló dos goles a España con pretextos insólitos. Italia tenía que seguir adelante, y así fue.
El partido final entre italianos y checos se jugó con un calor insoportable y un ambiente más que denso; Benito Mussolini les dio a los jugadores italianos una especie de “charla técnica” en la que los instó a ganar a toda costa: les metió presión al estilo Il Duce. El equipo italiano, el referee sueco y sus asistentes saludaron a Mussolini con el saludo fascista.
Luis Monti, jugador ítalo-argentino que había jugado la final del Mundial anterior, decía: “hace cuatro años me mataban si ganábamos, ahora me matan si perdemos…”.
El tenso primer tiempo terminó 0-0. En el entretiempo, un hombre de Mussolini entró al vestuario y entregó una nota manuscrita al seleccionador italiano que decía: “Señor Pozzo, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar”. El segundo tiempo se tornó violento, el primer gol lo hicieron los checos (un tal Puc) faltando 14 minutos; 5 minutos después empató Orsi con un remate desde el borde del área y el partido terminó 1-1, por lo que tuvo que jugarse tiempo extra. A los 5 minutos del mismo, Angelo Schiavio de media vuelta puso el 2-1 para Italia. Y el partido terminó ahí. Sí, a los 95 minutos. Como vemos, el “gol de oro” parece que ya existía en aquella época. Lo que no puede saberse es qué hubiera ocurrido si ese gol lo hubieran hecho los checos…
1938, Mundial de Francia. Estadio Olímpico Colombres, París.
Italia 4 – Hungría 2.
Otra vez Il Duce en escena: decidió enviar un mensaje de saludo al entrenador italiano, que nuevamente era Vittorio Pozzo. En este caso, el mensaje enviado antes del partido era más escueto pero igual de concreto: decía simplemente “vencer o morir”. Italia había superado a Brasil 2-1 en semis (el entrenador brasileño insólitamente no puso en el equipo a Leónidas, el goleador, porque dijo que prefería reservarlo para la final) y Hungría (que goleó en semis a Suecia 5-1) había superado claramente a todos sus rivales, entre ellos a un exótico equipo de Indias Orientales (hoy Indonesia), cuyo capitán jugaba con anteojos.
En la final, Italia ganó con bastante comodidad. Antes del final del primer tiempo ya había sacado dos goles de diferencia y en el segundo tiempo reguló.
Giuseppe Meazza, capitán italiano, levantó la Copa, mientras el arquero húngaro, Antal Szabo, decía: “con los cuatro goles que me hicieron salvé la vida a once seres humanos”. La locura, al palo.
1950, Mundial de Brasil. Estadio Maracaná, Rio de Janeiro.
Brasil 1 – Uruguay 2.
Las casi 200 mil personas asistentes al Maracaná (la máxima cantidad de público en un partido en la historia de la Copa del Mundo) no esperaban otra cosa más que el festejo final. Las tapas de los diarios ya estaban listas celebrando el título brasileño. Pero los partidos hay que jugarlos…
El primer tiempo terminó 0-0; el seleccionado brasileño, de mejor juego pero nervioso, mereció más, pero Uruguay se defendió como todo equipo uruguayo: con el alma. Como se esperaba, apenas comenzado el segundo tiempo Brasil se puso en ventaja: Friaça, entrando al área por la derecha, con un derechazo bajo cruzado al segundo palo puso el 1-0 a los 47 minutos. Todo era fiesta, la fiesta de la que todos habían ido a participar. Pero a los 66 minutos, sobre la derecha y al costado del área, Ghiggia amaga y supera a Bigode, su marcador, tira un centro bajo y rasante, Juan Schiaffino le pega de primera y su remate alto al primer palo se transforma en el gol del empate: 1-1. Si bien el Maracaná se silenció, los torcedores brasileños no decayeron en su ánimo: aún con el empate Brasil era el campeón del mundo, por acumulación de puntos. Pero transcurrían los minutos, el equipo no transmitía mucho desde el campo de juego y el nerviosismo de la gente empezó a aumentar. El frío comenzaba a apodearse del pecho de los jugadores brasileños. Y lo impensable sucedió.
A 11 minutos del final, Alcides Ghiggia inicia una desenfrenada carrera de 40 metros que quedaría para siempre en la memoria colectiva brasileña; el arquero Barbosa descuida su primer palo porque anticipa el centro, como había ocurrido en el primer gol. Pero esta vez Ghiggia dispara a ras del palo, sentencia el partido y paraliza a todo Brasil. Uruguay consigue su segunda Copa del Mundo en uno de los templos más sagrados de la liturgia del fútbol mundial. Brasil, estupefacto. El Maracanazo estaba consumado.
“La Celeste”, que hizo llorar a un país entero, destruyó las ilusiones de los millones que preparaban la fiesta final. Uruguay fue Campeón del Mundo dejando al Maracaná llorando, a Rio de Janeiro emocionalmente devastado y a Brasil empezando a dudar de su hasta entonces ilimitada fe en sus capacidades futboleras.
Alcides Ghiggia, el autor del segundo gol y de la asistencia del primer gol, fue más que elocuente: “sólo tres personas han hecho callar al Maracaná: Frank Sinatra, el papa y yo”. El enorme Obdulio Varela, el Gran Capitán, el luchador, el jugador que supo utilizar la euforia brasileña anterior al partido para motivar a sus compañeros, pegó el grito final: “¡somos Uruguay, carajo!”