La supérstite María Teresa Carlota Borbón

María Teresa Carlota era la hija mayor de María Antonieta y Luis XVI de Francia. Su ingreso a este mundo fue una especie de premonición de como sería su vida: estuvo a punto de morir asfixiada durante el alumbramiento. Nadie en la Corte quería perderse el parto de la “perra austriaca”, como la llamaban a su madre.

María Teresa sobrevivió en un mundo de envidias y terror. Su madre, al recuperarse del parto, pronunció un poco amable recibimiento a la princesa. “Pobre pequeña, no eres deseada, pero no será menos amada por mi. Un hijo habría pertenecido al estado, tu me perteneces”.

Su nombre fue en honor a su abuela, la emperatriz austriaca que había que había ofrecido a su hija, María Antonieta, para sellar la paz con los franceses.

La princesa de Guéméné fue su institutriz y guía de los estrictos protocolos en la corte de Versalles. Años más tarde, por la quiebra económica de su familia, la princesa fue reemplazada por la duquesa de Polignac, una favorita de María Antonieta. A fin de no convertirla en una consentida y arrogante como lo eran sus tías paternas (en opinión de la reina austriaca), María Teresa solía cenar con niños ajenos a la corte, aun de bajos recursos, para que entendiera la diversidad social de sus súbditos. Este hecho desmiente la imagen de mujer frívola y derrochona que se había trazado de María Antonieta sintetizada en esa frase que se le atribuye, “Si no hay pan, coman torta”.

En su infancia María Teresa estuvo muy ligada a su hermano, el delfín de Francia y nunca ungido Luis XVII. Sus otros dos hermanos, Luis Carlos y Sofía Helena murieron a temprana edad.

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Retrato de María Antonieta con sus hijos María Teresa y Luis José en el Petit Trianon, por Wertmüller (1785)

Retrato de María Antonieta con sus hijos María Teresa y Luis José en el Petit Trianon, por Wertmüller (1785)

El odio que su madre había despertado por su condición de austriaca, se incrementaba a medida que el descontento popular aumentaba. El duque de Orleans y el conde de Provenza llegaron a publicar un libelo difamatorio en que se acusaba a la reina de práctica incestuosa. Tanta difusión tuvo que figuraría entre las causas que condujeron a la reina a la guillotina.

Después de la toma de la Bastilla parte de la familia real y sus amigos optaron por emigrar con la bendición del rey, quien veía con preocupación el reclamo de sus súbditos. La duquesa de Polignac fue remplazada por la marquesa de Tourzel.

La llamada marcha de las mujeres sobre Versalles obligó a la familia real a fijar un nuevo domicilio en el Palacio de las Tullerías. Fue entonces que Luis XVI aceptó la sugerencia del conde sueco (y amante de María Antonieta) Hans Axel de Fersen para escapar hacia un país vecino y poner a salvo a su familia. María Teresa participó en la huida hacia Varennes y fue testigo privilegiada del fallido plan en el que su padre impidió un enfrentamiento entre las tropas que lo escoltaban y los que llegaron para aprenderlos a fin que no hubiese derramamiento de sangre (consigna que repitió hasta en su discurso final).

Tras el asalto de las Tullerías, la familia del monarca fue encerrada en un castillo templario (llamado justamente “la Tour du Temple”). En esta prisión presenció la muerte de la princesa de Lamballe, cuya cabeza cercenada su madre no alcanzó a ver porque se desmayó (fue la única vez que vio a su madre flaquear ante la adversidad). En el Temple asistió a la despedida de su padre, camino al cadalso, a la separación de su hermano (criado por el comisario de la prisión Antoine Simon, quien le enseñaba cantos revolucionarios y antimonárquicos, escuchados a diario por María Teresa y su madre).

Finalmente, ésta fue conducida a la Conciergerie antes de ser decapitada, dejando sola a su hija en el Temple, con apenas dos libros (Imitación de Cristo y Voyages, de La Harpe) que podía recitar de memoria. Esta soledad fue quebrada por la visita de Maximilien Robespierre, sin que haya quedado consignado de qué hablaron.

María Teresa escribió en una de las paredes de la prisión: “Soy la persona más infeliz del mundo… Dios persona a aquellos que han hecho sufrir a mis padres”. Entonces no sabía el destino de su madre, ni de su hermano, ni de muchos parientes y amigos muertos por el furor revolucionario.

Finalmente fue liberada el 18 de diciembre de 1785 y conducida a Austria donde gobernaba su primo Francisco II, a quien ella creía culpable del destino aciago de la corona de Francia por no haber actuado con determinación.

Fue conducida a Letonia donde vivía su tío el conde de Provenza, autotitulado Luis XVIII, quien le propuso que se casase con un hijo del conde de Artois: Luis Antonio Borbón.

El exilio de la familia real llegó a su fin con la caída de Napoleón, cuando Luis XVIII accede al trono.

A María Teresa le tocaría presenciar un desfile de pretendientes al trono, quienes afirmaban ser el delfín de Francia. Estas agobiantes entrevistas agotaron a la princesa que veía resurgir el tormentoso pasado ante sus ojos.

Durante los famosos Cien Días, cuando Napoleón retorna al trono, María Teresa tuvo una activa participación en la resistencia de la ciudad de Burdeos, tan notable que el mismo Napoleón dijo que era “el único hombre de la familia”.

Con la muerte de Luis XVIII y la asunción y posterior abdicación de Carlos X, resultó una impensada esposa de un fugaz rey de Francia ,cuando su marido ante la insostenible situación política, renuncia al trono .

En esos años visitó los lugares donde sus padres pasaron sus últimos momentos y el cementerio de la Magdalena donde habían sido sepultados decapitados. Buscó los restos de su hermano en la prisión del Temple, sin resultado cierto. El desfile de falsos pretendientes a la corona de Francia continuó, a veces con ribetes tragicómicos.

Una vez más, María Teresa debió huir de Francia por las turbulencias populares que desembocaron en la revolución de 1830. Vivió en Edimburgo, en Praga y en Viena después de la muerte de su marido.

Falleció en 1851 y fue enterrada en el monasterio franciscano de Castagnavizza en Gorizia, bajo el título de reina viuda de Francia, por los escasos minutos que duró el reinado de su marido como Luis XIX, en un país que tantos desvelos y sinsabores le había ocasionado a una supérstite de las revoluciones francesas.

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