Hicieron falta doce naves para transportar el séquito que acompañó a la Princesa Juana Plantagenet, hija de Eduardo III de Inglaterra, en su viaje hacia España. Allí debía conocer a su prometido, el príncipe Pedro, heredero del reino de Castilla. La princesa meditaba sobre los curiosos designios del destino, cuando aún no se había recuperado de la emotiva despedida de su padre, consternado por la pérdida de su hija favorita en aras de alianzas políticas. Hasta su durísimo hermano, el célebre Príncipe Negro, se emocionó al decirle adiós a Juana, prometiendo visitarla cuando las guerras lo llamasen a tierras castellanas. La princesa contemplaba desde el puente de la nave capitana las tierras de su bisabuela, la bella y sabia Eleonora de Aquitania. Allá a lo lejos se veía el puerto de Bourdeaux, famoso por su vino que chispeaba los severos espíritus ingleses con sus “clarets”.
Pero no eran tiempos de vino y alegría sino de peste, Juana veía columnas de humo levantarse sobre la ciudad. El puerto estaba desierto, se acumulaban en sus muelles lanas, cajas, barricas y baúles en precipitado desorden. La única persona para recibir a tan distinguida visitante fue Monsieur Raymond de Bisquale, burgomaestre de la ciudad. El panorama era desolador. Nadie quedaba en las calles, los muertos se acumulaban a falta de sepultureros y ataúdes, y para evitar sus miasmas quemaban los cadáveres en piras, como le explicaba el ceremonioso Bisquale a la princesa y su comitiva, entre quienes se contaba el antiguo canciller inglés, Robert Bouchier, artíficie de esta alianza anglo-castellana. También acompañaba a su alteza real el doctor en derecho romano Andrew Ullford, experto diplomático enviado a redactar el tratado que uniría a ambas naciones, y el padre Gerald de Podio, confesor de la princesa.
A pesar del lúgubre escenario todos se encontraron muy atareados trasladando el exuberante altar de la jovencita, una obra excelsa de la orfebrería, pletórica de diamantes y monedas Bizantinas. El séquito continuaba con sus damas, portadoras del ajuar que había ocupado una nave repleta de “ghitas” (suntuosos vestidos) y su traje de novia, confeccionado con el exótico rakematiz, una tela hecha con seda y oro, tachonada de brillantes. A pesar del olor nauseabundo despedido por los cuerpos en descomposición, la comitiva sentó sus reales en el palacio con vista al puerto. Nada era muy distinto a lo que acostumbraban ver en Inglaterra; muertos por la calle y hedores ofensivos. Así eran las ciudades en los tiempos de la Edad Media.
Sin hacer caso a las advertencias del edil, la comitiva real se paseó por la cuidad apestada, probando sus vinos, saboreando sus quesos y amando a sus mujeres, mientras esperaban reiniciar el viaje por la Gasconia hacia las tierras de Don Pedro. Mientras tanto, la princesa miraba por sus ventanas el valle de Geronde, las aguas del mar y las torres del puerto, pensando en su futuro casamiento. Un trovador enviado por su prometido le cantaba romanzas en una lengua que aún le era extraña pero en la que adivinaba las dulces palabras castellanas.
Lamentablemente, la princesa no pudo disfrutar como hubiese deseado su estadía en tierras de Bordeaux; a poco de su llegada, Juana cayó postrada por las fiebres. De sus axilas e ingles brotaron bultos ardientes que prontamente se ulceraron. Su piel se puso negra y deliraba por las noches con un amor que jamás llegó a conocer. Una tos persistente le secó los labios y la vida. El 10 de septiembre a las 10 horas de la mañana, a pesar del esfuerzo de los médicos, el llanto de sus damas, la seda de sus vestidos y todo el oro de sus reinos, la princesa, de tan sólo quince años, dejó de existir.
Andrew Wilford retornó a Inglaterra en la misión más amarga que le habían encomendado a lo largo de su extensa carrera política: dar al omnipotente Eduardo III la infausta noticia sobre la muerte de su hija y el fin de sus sueños continentales. Apesadumbrado, el monarca envió al obispo de Carlisle a buscar el cuerpo de su Juana. El obispo fue remunerado regiamente, dados los peligros que debería correr para completar la misión. Sin embargo, el prelado no pudo cumplir con su tarea, no porque la plaga lo hubiese contado entre sus nuevas víctimas, sino porque la princesa había sido entregada a las llamas. El burgomaestre de Bordeaux, ya sin gente para poner orden en la cuidad, y menos aún para retirar los muertos de las calles, decidió prender fuego al puerto, con la vana ilusión de evitar la diseminación de la enfermedad. La princesa de encajes dorados y vestidos de terciopelo se convirtió en cenizas anónimas desparramadas por el viento. Una víctima más de esta peste transmitida por las ratas pero con una distribución muy curiosa, ya que ciudades vecinas tenían distinta incidencia de esta enfermedad, que llegó a lugares tan lejanos como China pero casi sin afectar a Praga o Varsovia.
En menos de cinco años murió la mitad de la población europea. Los cálculos más optimistas hablan de 25.000.000 de habitantes. Los más pesimistas duplican o triplican esta cifra.
Todas estas muertes cambiaron el destino de la humanidad. No sólo los monarcas no pudieron hacer alianzas que hubiesen asistido a pacificar a la beligerante Europa. También murieron sabios y estudiosos que podrían haber transformado los designios que regían a las ciencias, presas del fundamentalismo cristiano. Fortunas inmensas pasaron de mano en mano, de familia en familia apenas en días. Los únicos beneficiarios de estos desastres fueron, como tantas otras veces, los abogados.
Se intentó culpar a alguien de tanta desgracia y los judíos, una vez más, fueron las víctimas propiciatorias. Muchos huyeron hacia las ciudades de Europa del Este donde por razones que bien no se explican la peste no llegó con la misma intensidad. Tampoco los judíos fueron víctimas en gran número de la peste bubónica, quizás por sus hábitos higiénicos. En Polonia fueron acogidos por los nobles que les dieron trabajos administrativos, entre estos, los encargaron de cobrar los alquileres de sus tierras, grangeándose el odio de los campesinos católicos que proyectaron sobre ellos el rencor que deberían haber sentido por los aristócratas.
La escasez de mano de obra, más una drástica disminución en las cosechas por una significativa baja en la temperatura de Europa, hicieron que los labradores reclamasen reformas sociales, en vista de que sus amos y señores, a pesar de sus ancestros y una supuesta bendición divina que justificaba su poder, se morían tan burdamente como ellos.
Las pretensiones llegaron a tal punto que en Inglaterra se rebelaron contra el mismísimo rey, Ricardo II. En un acto de arrojo, el rey, aún adolescente, enfrentó a sus agresores en persona, mientras sus tropas tomaban prisionero a Wat Tyler, jefe de los insurrectos y demás cabecillas de la turba. Después de escuchar los pedidos de los revoltosos, el rey prometió cumplir sus deseos expresando su afecto hacia sus súbditos. Disgregada la multitud, los líderes de la sedición fueron asesinados casi en el mismo momento. De más está decir que los reclamos populares jamás fueron satisfechos.
El pesimismo de los sobrevivientes de la peste les hizo ver la vida desde otra perspectiva. Atrás quedó la rigidez monástica medieval. Después de todo, tanto rezo no había surtido efecto. Los filósofos ingleses, encabezados por el franciscano William de Ockham, enfrentaron sus doctrinas a las del dominico Tomás de Aquino. Para el profesor de Oxford, existía un mundo de la ciencia que podía establecer reglas naturales —preferiblemente matemáticas— más allá del mundo de la fe. Con el tiempo este disenso condujo al cisma protestante. Lutero dijo entonces: “todos somos ockhamistas”.
La gente, asumiendo lo efímero de sus existencias, buscó una vida de placeres terrenales más allá del oscurantismo religioso. Un nuevo mundo nacía después de esta peste que diezmó a la humanidad.