La peor guerra, la mejor paz

La guerra de los Treinta Años fue conflicto más devastador que ha vivido Europa. Una contienda que arrancó en 1618 cuando dos representantes del emperador germano, el católico Fernando II, fueron arrojados por la ventana del castillo de Praga por una turba protestante. Su destino fue más humillante que trágico: los representantes sobrevivieron al caer sobre un montículo de estiércol. Así empezó la contienda que arrasaría Europa y que enfrentó a las potencias del momento, sobre todo a los Habsburgo, que reinaban en España y en el Sacro Imperio Romano Germánico, y a Francia y Suecia.

La guerra de los Treinta Años comenzó como un conflicto de religión entre católicos y protestantes, pero acabó convertida en un enfrentamiento mundial donde los bandos se conformaron por intereses políticos y no solo por credo, ya que la católica Francia se alió con la luterana Suecia contra las potencias también católicas española y alemana. La población civil pagó un precio espeluznante.

En su historia canónica La guerra de los Treinta Años. Una tragedia europea, que ha publicado este año por primera vez en castellano Desperta Ferro, el investigador británico Peter H. Wilson sostiene que ha sido el conflicto más mortífero de la historia de Europa. El Sacro Imperio perdió un 15% de su población en matanzas, batallas, pestes y hambrunas. La antigua URSS fue el país que sufrió más bajas durante la II Guerra Mundial, con la pérdida de un 12% de sus habitantes. En la gran guerra europea del siglo XVII murieron unos ocho millones de personas y algunos territorios padecieron especialmente: Bohemia pasó de tres millones a 800.000. El gran pintor de aquellos tiempos desdichados, Rubens, que fue también espía del rey de España, resumió lo que vio en una célebre carta: “Creía que iba a vivir una edad de oro y he vivido una edad de acero”.

De esta misiva está tomado el título de la serie que la cadena franco-alemana Arte acaba de emitir, La edad de acero, una de las conmemoraciones culturales que han tenido lugar en los últimos meses. En la Gemäldegalerie de Berlín también pudo verse este verano una exposición dedicada a los grabados del francés Jacques Callot (1592-1635), Las grandes miserias de la guerra. El más famoso de los dibujos de Callot muestra un gran árbol lleno de civiles ahorcados con un sacerdote subido a una escalera apoyando las operaciones. Este artista francés, testigo del conflicto, retrata a las verdaderas víctimas de una guerra en la que combatieron mercenarios que casi siempre se cobraban su sueldo con pillajes y en la que el carácter religioso dio una pátina de crueldad especialmente intensa. La historiadora de la Universidad de Friburgo Claire Gantes, experta en el siglo XVII, lo expresó así: “La brutalidad de los combates está lejos de ser una figura retórica o el producto del énfasis barroco. La violencia de la guerra de los Treinta Años marcó profundamente a sus contemporáneos, dejó heridas en los cuerpos, pero también en las almas”.

Aquella contienda conserva el carácter de trauma colectivo en algunas naciones: forma parte de la identidad nacional (fue el escenario en el que Bertolt Brecht ambientó Madre Coraje y sus hijos). Como escribe Wilson, “ese conflicto ocupa un lugar en la historia alemana y checa similar al que las guerras civiles ocupan en Gran Bretaña, España y Estados Unidos o las revoluciones de Francia y Rusia”. El saqueo de la ciudad protestante sajona de Magdeburgo en 1631, durante el que fueron exterminados unos 20.000 civiles, casi todos sus habitantes, incluso ha dado lugar a una palabra alemana, magdeburgisieren, sinónimo de destrucción.

Además, fue la primera guerra en la que las armas de fuego obligaron a cambiar las tácticas de combate, uno de los motivos por los que resultó tan salvajemente mortífera: las formas de matar eran mucho más sofisticadas, pero los métodos para curar no habían evolucionado. Los médicos de campo eran barberos, que entendían por atención sanitaria cortar extremidades gangrenadas. Otro aspecto muy contemporáneo fue la importancia que tuvieron los periódicos, las gacetas, que gracias a un invento relativamente reciente, la imprenta, propagaron las noticias de la guerra por todo el continente. Wilson habla directamente de “revolución mediática”: por primera vez, se pudo hablar de medios de masas con noticias que circulaban a gran velocidad.

Sin embargo, esta guerra cambió para siempre Europa sobre todo por la forma en que acabó: sin vencedores claros, pero con un acuerdo, la Paz de Westfalia, negociado durante cinco años en las ciudades de Osnabrück y Münster y firmado definitivamente el 24 de octubre de 1648. Aquel pacto sentó las bases de lo que sería la Unión Europea. El continente tuvo que padecer otras guerras salvajes, pero las soluciones de todas ellas ya se discutieron entonces. No es casualidad que aquel tratado fuese una de las bestias negras históricas de Adolf Hitler.

Lo que el politólogo francés Bertrand Badie llamó “el giro westfaliano” no se debió a los intercambios territoriales, que no constituyeron el corazón de la paz. Westfalia es el texto más importante en la construcción europea no tanto porque moldease los mapas y las fronteras, que todavía vivirían muchos cambios —y no terminaron hasta 11 años más tarde, cuando España entregó a Francia sus territorios al norte de los Pirineos—, sino porque sentó dos principios esenciales vigentes todavía hoy. El primero es la libertad de religión, los súbditos no tenían por qué compartir el credo de su soberano (eso solo afectaba a las religiones cristianas, no al judaísmo ni al islam). Era absurdo matarse por algo que no iba a cambiar. Muchos diplomáticos hablan del “modelo westfaliano” para buscar una salida al conflicto entre chiíes y suníes que desangra Oriente Próximo. El segundo principio es que los Estados soberanos deben sentarse a discutir como iguales y cooperar para encontrar soluciones. Es lo que hoy llamamos multilateralismo, el concepto que recuerda Macron en sus discursos.

Un incidente absurdo desembocó en lo que el poeta alemán Friedrich Schiller llamó “un acontecimiento trágico y funesto, una guerra devastadora que despobló los campos, arrasó las cosechas, redujo las ciudades y pueblos a cenizas”. Pero en medio del horror, las potencias europeas concluyeron que solo mediante la cooperación y la tolerancia, buscando lo que les une y dejando fuera lo que les separa, se puede mantener la paz. Como afirma el documental de Arte, “con Westfalia aparece una Europa con religiones y naciones diversas destinadas a vivir en paz”.

Muchas cosas han cambiado desde la Defenestración de Praga, pero la lección de Westfalia sigue tan vigente como hace más de cuatro siglos.

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