Juan Moreira: La muerte de la Estrella

En 1874 a Juan Moreira lo perseguía la justicia. No era la primera vez, pero entonces no sabía que sería la última. Él bien conocía la tenue frontera de la legalidad. Hoy vadeaba esos límites de mano de don Adolfo o don Bartolo y mañana debía escapar hacia la toldería. Un día era el hombre de la nueva democracia quien a punta de facón imponía las idea de los “dotores”, y al siguiente era un gaucho vago y malentrerenido perseguido por milicos con los que hasta ayer compartía barajas y vino.

Después de darle una lección de modales al tano Sardetti por reclamarle de mala forma una deuda que Juan no recordaba, prefirió guardarse por un tiempo hasta que se calmaran los ánimos. Sabía que la memoria de los jueces era corta.

Lo que desconocía Juan es que a muchos se les había acabado la paciencia, como le aconteció a su finado padre, el Gallego Blanco, en los tiempos de don Juan Manuel. Dicen que Rosas lo mandó a matar porque había cruzado esa frágil linea de no retorno cuando se desafía la voluntad de los poderosos. Por eso su madre se fue de los lugares que solía frecuentar para poner distancia al pasado. Tuvo la fortuna de encontrar a un buen hombre que le dio a Juan su apellido y le enseñó el oficio de gaucho. Hubiese sido un hombre de trabajo y visto crecer a su familia y envejecer entre mates y atardeceres, pero la vida le jugó una mala pasada, y, como la historia suele repetirse, como su padre, se introdujo en los azarosos juegos de la política, donde su capacidad de convencer a los indecisos a punta de pistola y de facón era muy requerida por los actores de esa tragicomedia llamada democracia. Entre empanadas y vinos se labraban los caminos del sufragio que, cada tanto, requerían de algún empujón y, porque no, unas puntadas en el costillar para “predicar con el ejemplo”, como decían en el comité.

Así fue como se ganó el facón de puño de plata que el mismo Alsina, un hombretón de barba y verba fluida, le entregó en su propias manos. Eso no quería decir que le fuese leal a ultranza, porque también la gente de don Bartolo requería sus servicios y no era cuestión de atarse a una sola suerte…

Juan se escondió por un tiempo, pero la soledad y ese prurito que le hacía cosquillas en la entrepierna, lo empujó a visitar a una chinita que trabajaba en la Estrella, un lupanar en Lobos. Más de una vez la había frecuentado para calmar su sed de varón y alguna palabras había intercambiado sin saber mucho más de ella que fue de muy jovencita una cautiva… “¿Y quién no es un cautivo?”, se preguntó Juan mientras se abrochaba la camisa y dejaba unos pesos sobre la mesa.

Cansado del encierro, una vez más rumbeó Moreria hacia la Estrella, sin saber que el coronel Bosch le seguía los pasos, porque siempre hay un sotreta soplón que traiciona como Judas por treinta monedas de plata. En su caso, Juan sabía que eran muchas menos.

Cuando llegó Moreira a la Estrella se hizo silencio como si hubiese entrado un finas y después un Carlón. Juan rumbeó con la cautiva para el cuarto donde sació su hambre de hombre y su soledad de descastado.

Estaban ambos en el catre cuando se escuchó el ruido de caballos y latón. Era la policía que venía a buscarlo. Ella lo miró a la cara y tapando su desnudez con el batón, solo le dijo “salí por la parte de atrás Juan”. Sin un minuto para un adiós, a medio vestir, facón en mano, Juan salió a vender cara su muerte. Con su trabuco labró un camino entre los milicos hasta ganar la tapera. La libertad estaba del otro lado… pero la suerte tiene olor a hembra y gusto a aguardiente, porque cuando estaba a nada de lograrlo, sintió un frío en la espalda y el grito de su nombre. Entonces vio sus días pasados, las caras de sus hijos y sintió el aroma tenue de la cautiva. Moreira contempló su existencia antes de hundirse en el río de la muerte que lo arrastró al recuerdo de los otros. Su vida, sus hazañas eran, de allí en más, de todos.

Jamás se imaginó que su cadáver quedaría expuesto a la vista de la gente que venía de lugares a la redonda para contemplar lo que quedaba del célebre Moreira. Menos aún podía imaginar que su cuerpo descarnado sería estudiado por científicos y su craneo iría de mano en mano para develar los secretos de su alma. ¿Era un criminal nato o un hombre arrastrado por las vicisitudes de su existencia? Esto discutían los doctores sosteniendo su cadáver como si se tratase de príncipes daneses divagando sobre cuestiones que no tienen respuesta.

Para cuando a un jovencito llamado Juan Perón se le cayó el cráneo de Juan Moreira de sus manos durante una travesura para asustar a sus vecinitos, Moreira había aprendido que la vida, la muerte, el amor y el odio tienen recovecos impensados, como la de exponer su anatomía en un museo, muy cerca de donde habían transcurrido sus días de hombre extraviado en los vericuetos de la política.

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