Ese día cientos de personas fueron testigos de la muerte de este dominico, cuyo nombre de nacimiento era Filippo pero que había cambiado por Giordano cuando tomó los hábitos a los 15 años.
Hombre de letras, filósofo y teólogo, desafió a la Iglesia con sus ideas revolucionarias, como negar que la Tierra era el centro del universo o negar a la Trinidad.
Sus problemas comenzaron en los claustros, ya que este joven de origen napolitano no aceptaba las imágenes de los santos. Para él lo único valido era el crucifijo. También rechazaba la adoración de la Virgen, razón por la cual fue sancionado.
Sus problemas se acrecentaron cuando fue acusado de arrianismo, una herejía que rechaza la existencia de la Santísima Trinidad. Las acusaciones se fueron sumando hasta llegar a 130 infracciones que se le atribuían. Por tales razones, decidió huir del convento e iniciar una vida errante. “Toda la Tierra es patria para un filósofo”.
Viajaba por distintas ciudades de Italia, ganándose la vida como docente. Hombre de mente abierta y gran lector, toda novedad era analizada por este estudioso, muy receptivo a las ideas de Copérnico. Llegó a Ginebra a cuya universidad asistió, pero sin poder con su genio, enrostró los errores enunciados por uno de sus profesores. Por tal razón fue arrestado y una vez más se vio obligado a huir, en este caso a Francia. Allí se recibió de teólogo en la Universidad de Toulouse. En Francia publicó sus primeros libros en los que vuelca sus ideas revolucionarias : “Clavis Magna”, “Las sombras de las ideas” y “El canto de Circe”.
De Francia pasó a Inglaterra donde enseñó en la Universidad de Oxford. Alllí continuó con sus publicaciones; “La cena de las cenizas” y “Los furores heroicos”. En Marburgo retó a los seguidores del aristotelismo a un debate donde llevó las de perder y terminó expulsado de la ciudad.
Pasó por distintas universidades como ser Cambrai, Sorbona, Wittenberg y Helmstedt, donde siempre se encontraba en el centro de las disputas, hasta que un rico comerciante, Giovanni Mocenigo, lo tomó bajo su protección. Ambos volvieron a Italia, más precisamente a Venecia, donde Mocenigo “hastiado de su discurso herético”, lo denunció ante la Inquisición.
Bruno estuvo en la cárcel de Roma por 8 años donde fue juzgado por sus opiniones (los pliegos del juicio se perdieron durante las invasiones napoleónicas). El proceso fue llevado por el cardenal Belarmino quien, años más tarde, haría lo mismo con Galileo Galilei. La diferencia fue que este último se arrepintió de sus afirmaciones, mientras que Giordano Bruno perseveró en sus opiniones. Cabe acotar que Belarmino fue beatificado en 1930…
Después de casi 8 años de encierro se le dio la última oportunidad de retractarse, cosa a la que Bruno se opuso. Los cargos que fueron expuestos incluían: Hablar contra la fe, ser opuesto a la Trinidad, objetar la virginidad de María, no creer en la transubstanciación, creer en la transmigración del espíritu y por último, fue acusado de brujería.
Al ser presentado el caso al Papa Clemente VIII, éste dio largas al asunto e instó al arrepentimiento del dominico, porque sabía que de ser condenado habría que convertirlo en un mártir. Ante la perseverancia de Giordano Bruno, el Papa lo condenó a morir en la hoguera. Giordano, obstinado como siempre, respondió al conocer la sentencia “Tembláis más vosotros que yo al recibirla”. A su vez se ordenó que sus libros fuesen quemados.
Las personas condenadas a la hoguera suelen ser muertos antes de ser consumidos por las llamas. No fue así con Giordano Bruno. Lo ataron a una estaca y su lengua fue aferrada con una prensa para que no pudiera hablar. Antes de morir le fue ofrecido besar un crucifijo que Bruno rechazó. Estaba dispuesto a sacrificar todo por sus convicciones. Sus cenizas fueron arrojadas al río Tíber.
Giordano Bruno se convirtió en el mártir del pensamiento científico (si bien fue condenado por sus creencias teológicas) y la libertad de expresión y de culto.
Al cumplirse los 400 años de su asesinato, el cardenal Paul Poupard hizo un acto de constricción de la Iglesia Católica lamentando la condena de Giordano Bruno. El purpurado opinó entonces que había llegado el momento de admitir el error.