Después de la derrota de Cagancha y San Cristóbal, el general Juan Antonio Lavalleja había quedado relegado a un segundo plano. Durante el Sitio Grande vivió en El Cerrito, sufriendo privaciones, aunque respetado por Oribe, que dejaba de lado sus lecturas para hablar con su antiguo camarada de los Treinta y Tres Orientales.
La paz de 1851 le otorgó una nueva oportunidad, al ser nombrado comandante militar de Cerro Largo y Minas. En la periferia continuaba el conflicto político, pero Lavalleja mantenía un puesto
consular. A él se dirigieron las miradas cuando se consideró formar un Gobierno de coalición ante el desborde de las circunstancias y la renuncia de Giró.
Desde antes de este conflicto los compadres se habían vuelto a escribir después de largos años de desencuentros.
“Habiendo tenido la desgracia de desviarnos, olvidándonos de lo que fuimos en una época…” le escribió Rivera. “Ese cruel destino que nos depararon los azares de las brutales contiendas en
que nos hemos visto envueltos sin desearlo y sin merecerlo… En fin compadre, esa mala época pasó, motivos poderosos tenemos para ser más cautos… No habrá uno solo de nuestros compatriotas que no desee vernos en un abrazo y que nuestra canas se liguen a nuestra edad, como tantas veces se unieron nuestras espadas triunfantes en el centro de los campos de batalla”.
Así es la experiencia, llega cuando a veces poco tiempo tenemos para enmendar nuestros errores.
Mientras los compadres se escribían, Oribe languidecía. En octubre del ’53 partió con su familia hacia Europa a bordo de una corbeta, curiosamente llamada Restauración. Después de pasar un tiempo en Barcelona, donde fue recibido por su primo, que por entonces se desempeñaba como capitán general en Cataluña, volvió a Montevideo.
Años después, en 1855, cuando el destino impidió la conformación del triunvirato, Venancio Flores formó un Gobierno revolucionario. Enterado de que su antiguo enemigo volvía del exilio, Flores impidió su desembarco. Oribe, al igual que Lavalleja y Rivera, había aprendido la lección y se ofreció a Flores para fortalecer las instituciones, respetando la Constitución. El 11 de noviembre de ese año firmaron el pacto de la Unión, que permitió la elección de Gabriel Antonio Pereira (sobrino de Artigas) como presidente.
A pesar de su proclamada prescindencia de la conducción política, Oribe sufrió un atentado. Su nombre había quedado asociado con los excesos en la represión ordenados por Rosas y a los que Oribe se había prestado sin arrepentimiento manifiesto. Entonces los fantasmas de Quebracho Herrado, las cabezas degolladas de Juan Apóstol Martínez, Marco Avellaneda, Mariano Acha, Juan Pascual Pringles, Rufino Varela y los cientos de soldados ejecutados después de Arroyo Grande e India Muerta, pesaron sobre el prestigio del general.
Oribe quedó sumergido en la leyenda negra del mazorquero oriental, secuaz del tirano porteño, que quiso imponer su orden metódico al ritmo de la macabra danza de la Refalosa.
El general Pacheco y Obes desde Montevideo le informó a Don Frutos —aún “anclado en Río”, pagando sus deudas, a pesar de haber recuperado su libertad después de Caseros— que el partido colorado había resurgido de sus cenizas, y que pensaba en él para volver a tomar parte en la dirección de los trabajos. “Usted puede todo por el bien público”.
Don Frutos quedó sumergido en los asuntos y adhirió desde Río al espíritu de la revolución del 18 de julio. Era el momento de volver y así le escribió a Bernardina. Había sido ella quien mantuvo viva la imagen del general, albergando desheredados en su casa —hasta noventa y dos personas se contaron alojadas en la casona de Montevideo, durante el Sitio Grande—. Había sido ella quien prolongó la relación entre Rivera y sus partidarios, a pesar de su ausencia. Había sido ella quien mantuvo la relación epistolar con sus seguidores y apuntaló su prestigio durante el exilio. Su trabajo fue incansable para incorporar a su Rivera al Triunvirato, en el que se cifraban todas las esperanzas después de la dimisión de Giró. Los dos compadres, junto a Venancio Flores, eran el futuro de la República Oriental, que dejaba de lado el estricto cumplimiento de la Constitución para dar lugar a esta real politik, mezcla de vericueto legal y nostalgia caudillesca.
Rivera y Flores eran la esencia del partido colorado y Lavalleja confesaba que su desgracia había consistido en “haber creído en el Partido Blanco, que me hablaba en nombre de la ley y de la patria, para hacerme instrumento de sus infamias y maldades. Pero Dios ha permitido que no muera sin poner el sable de Sarandí del lado del Partido Colorado…” Lamentablemente poco duró la disposición del sable de Sarandí porque el 22 de octubre del 1853, Lavalleja murió de un ataque de apoplejía fulminante en el Fuerte de Montevideo. Su fin le llegó en un estado de pobreza tan público como honroso. El Gobierno consideró su desaparición como una calamidad nacional.
Aprovechando la ausencia de Rivera, aún en Brasil, los “blanquillos” se levantaron en el interior, proclamando a Giró una vez más presidente de Uruguay; pero no hubo consenso. Giró debió volver al exilio.
El poder quedó en manos del general César Díaz, que encendió antiguas pasiones. Condenó a muerte al ex vicepresidente Berro, que alentaba el retorno de los blancos, pero éste logró huir a tiempo y salvar su cuello.
Enterado de la muerte del compadre, Rivera inició el retorno inmediatamente, instado por Melchor Pacheco y Obes. Éste se debatía en la incertidumbre, nunca había previsto que los miembros del Triunvirato pudiesen morirse en momentos tan cruciales. Bernardina se puso en marcha para anticipar la llegada de su amado esposo. Todo debía estar en orden para el glorioso retorno al hogar. Él era un héroe y como tal debían recibirlo.
Pero Don Frutos ya no era el hombre vigoroso que llevaba su Gobierno a horcajadas de su pingo. Como él confesó en su carta, la muerte le “anduvo arañando las costillas”. Una noche de agosto vomitó sangre y perdió el conocimiento. El rápido accionar del Dr. Pablo Cándido le salvó la vida. La noticia de su enfermedad se propagó por Montevideo creando un estado de desasosiego. ¿Qué hacer? Solo la presencia de Rivera podía enmendar estos males, y a tal fin el Gobierno le envió dinero para solventar los gastos del viaje.
El general Rivera inició el retorno el 10 de noviembre de 1853, escoltado por cincuenta hombres. No era el joven oficial artiguista, ni el presidente andariego de los orientales el que volvía a Montevideo. Era un hombre enfermo, acosado por los años y los dolorosos recuerdos.
El verano se ensañaba con el general, pero él seguía su camino a paso cansino, dejando atrás tierra brasilera, para volver a su patria. Don Frutos sentía el aliento de la muerte que lo acosaba por las noches. Bien la conocía, la había visto muchas veces de frente, cruzando los campos de batalla, en los rostros de los compatriotas caídos defendiendo su causa, y en el de los enemigos sacrificados en esas guerras entre hermanos.
El 19 de noviembre de 1853, Rivera volvió a pisar la patria oriental y pernoctó en la Posta de Menna. El 24 el general Anacleto Medina, el indio Medina, le salió al encuentro, alegre de ver una vez más al viejo camarada. Las tropas a su mando desfilaron ante el triunviro. A Rivera se le humedecieron los ojos al recibir el saludo de los soldados orientales.
Días más tarde, Rivera llegó a Durazno, esa ciudad que había conocido de sus glorias y amores. Los viejos amigos salieron al encuentro. Por la emoción o por el clima o por el trecho recorrido el general se sintió enfermo. Los vómitos y los dolores lo torturaban. Por eso decidió pasar unos días de descanso en Cerro Largo. Desde allí partieron las últimas cartas del general, remozando viejos vínculos, preparando el terreno para su accionar político. Para Rivera era menester acabar con los “blanquillos”, y a tal fin debía llegar a Montevideo. A duras penas reinició la marcha.
Brígido Silveira, el jefe de la escolta, se alarmó por el estado del general, y trató de convencerlo de prolongar el reposo, pero Don Frutos no le hizo caso. Bernardina lo esperaba, Melchor Pacheco y Obes lo esperaba, como lo hacía también el general Flores. No había tiempo que perder, Montevideo lo esperaba y la patria lo reclamaba. Brígido Silveira obedeció a Rivera, después de todo, él era un viejo soldado que había servido a las órdenes de Don Frutos, batiéndose como un león en India Muerta.
El general Rivera y su comitiva llegaron al arroyo Conventos. Allí estaba Bartolo Silva para darle hospedaje en su humilde rancho de adobe y totora. El general debía descansar. Una vez más las uñas de las parcas le arañaban el costillar. La fiebre lo carcomía, y entonces el general, en los umbrales de la conciencia, se hundía en sus recuerdos. La guerra, la gloria esquiva, sus muchas mujeres, los amigos, los gauchos leales, todos esos recuerdos se agolpaban en su mente enferma. Su delirio anunciaba el desenlace final.
Al mediodía del 12 de enero tomó conciencia de su estado y le habló así a los presentes: “Ese baúl, si muero, se encargaran ustedes de entregarlo al Gobierno. En él se encierran todos los últimos actos de mi vida, y en ellos encontrarán mis enemigos documentos que prueban que jamás he dejado de servir a la patria”. Después de estas palabras cayó en un prolongado letargo. Curiosamente, su destino se cruzaba otra vez con el de Rosas, quien después de Caseros solo se llevó baúles con documentos para iniciar su largo exilio. Rivera, en cambio, entregaba al país sus memorias.
Alarmado por el precario estado del general, Brígido Silveira fue al pueblo a buscar un médico. El Dr. Juan Fernández se hizo presente, examinó al paciente postrado, y con pocas palabras desalentó toda esperanza. El caso era irremediable.
A las cinco de la mañana llegó el general Madariaga, que había viajado matando caballos para ver por última vez al amigo, al compañero del sueño artiguista, al luchador de la Patria Grande. Rivera abrió los ojos y balbuceó a los presentes que a las ocho “haremos esos apuntes, algunos de ellos servirán para la felicidad de la Patria”. La Patria antepuesta a todo, la Patria hasta el final, la Patria hasta en sus últimas palabras. Después, el general Rivera cayó en un profundo sopor y murió sin estremecimientos. La muerte le pegó su zarpazo final en ese humilde rancho.
Murió el oriental liso y llano, que había dejado de ser la esperanza de un país dividido, para convertirse en el héroe de una nación que aún buscaba su destino. Brígido Silveira, emocionado, ordenó que ese cañoncito de bronce que llevaban a cuestas disparase salvas en honor al jefe de los orientales.
A pesar de la muerte, a Rivera lo esperaba una última misión. Su cuerpo debía llegar a Montevideo. ¿Cómo llevarlo sin que su cadáver zozobrase a la descomposición? El calor ya arrancaba miasmas de los restos mortales del general, ¿cómo hacer para preservarlo en ese paraje perdido de la mano de Dios?
Una caja de lata con caña pareció ser la única opción para conservar el cadáver. En ella sumergieron el cuerpo del general Rivera y de esta forma continuaron su camino hacia Montevideo. Como Nelson después de Trafalgar, el general Rivera iniciaba su retorno heroico sumergido en alcohol.
Los paisanos se iban sumando a la procesión a medida que la voz se extendía por las cuchillas. ¡El general ha muerto! ¡Don Frutos ha muerto! Todo parecía increíble. La mala estrella se había ensañado con los orientales. Primero fue el compadre Manuel, ahora le había tocado a Don Frutos. Los sentimientos se encontraban, las dudas los asolaban, pero en algo todos coincidían: nada volvería a ser como antes. Con su muerte nacía un mito, el mito de Don Frutos. La función esencial de los mitos es implantar, mantener y reforzar las creencias y los valores de una sociedad y la muerte de Rivera fue un claro ejemplo de esa consagración mítica, del caudillo valiente, viril y campechano.
El carretón que conducía su cuerpo se detuvo frente a la Iglesia de la Villa de la Unión. Los paisanos, los gauchos de Rivera detuvieron su marcha, sumidos en los recuerdos.
Como guiados por una voz interior, sin mediar palabras ni gestos, los hombres del general bajaron el pesado tonel y lo llevaron a pulso hasta el altar. Allí le quitaron la tapa y contemplaron el cuerpo del general Rivera, pálido, enjuto, como cansado de este póstumo trajinar.
Fue entonces que cada uno de los presentes repitió un rito perdido en los umbrales del tiempo. Una fuerza ancestral los empujó a mojar sus dedos en el aguardiente para humedecer sus labios, y después persignarse. Ellos, que habían bebido la sangre de Cristo y comido su cuerpo transubstanciado, ahora ingerían el alma ardiente del general Fructuoso Rivera.
El último adiós
Enterada de la infausta noticia, Bernardina se adelantó a recibir el cadáver del general. En Cerro Colorado se produjo el terrible encuentro. Los cien hombres de la escolta, cien hombres duros como el quebracho, hechos en guerras y campañas, curtidos por la indiferencia, lloraron al ver el desconsuelo de esta mujer habituada al dolor y los desencuentros. Entonces Bernardina no sabía que le esperaban diez años de penas y litigios, perdiendo en juicios las pocas pertenencias que habían sobrevivido a la prodigalidad de su Rivera.
El 19 de enero, en la Iglesia de San Agustín fue velado el cuerpo del general. Los coroneles Labandera y Possolo, sus ayudantes de siempre, se unieron al cortejo que lentamente atravesó las calles de Montevideo, hasta depositar el féretro en la casa grande de la calle Rincón.
Venancio Flores, el general Paz, el ex presidente Suárez, el Almirante Murature y el indio Medina se hicieron presentes para la inhumación de los restos en la Iglesia Matriz. Allí fue enterrado, al lado de su compadre Lavalleja.
Una vida de distanciamientos terminaba con la vecindad en la muerte.
El general Melchor Pacheco y Obes, el mismo que se había abrazado con el contrincante de otros tiempos, el mismo que pensó en elevarlo una vez más a la máxima conducción de la patria que tantas veces había ejercido, escribió: “Hoy el general Rivera está más alto que las miserias de la humanidad”.
Texto extraído del libro La Patria Posible de Omar López Mato (Olmo Ediciones).