Una cena cambió por completo la suerte de los Borgia. El cardenal Adriano da Cornetto, que había sido secretario personal del Papa de origen valenciano Alejandro VI, invitó el 5 de agosto de 1503 al pontífice y a su hijo César Borgia, que interrumpió momentáneamente su exitosa campaña militar en Italia, a un banquete en su residencia campestre junto a otros importantes aliados de la familia Borgia. Varios días después, muchos de los comensales cayeron gravemente enfermos, entre ellos el patriarca de la familia –que murió dos semanas después– y su vigoroso hijo César Borgia. El joven llamado a suceder a su padre como patriarca de la familia, incluso en la silla de San Pedro, sobrevivió a la extraña enfermedad, pero, sin la guía política de su padre y todavía bajo el impacto de la fatídica cena, no tardó mucho en cavarse un triste final. Con solo 31 años, falleció probablemente traicionado por sus hombres en Navarra, donde había llegado tras fugarse del cautiverio al que le sometió Fernando «El Católico» como castigo por su ambigüedad política durante las guerras de Nápoles.
César Borgia es el hijo de Alejandro VI más recordado, entre otras razones por su ambición y su ardor guerrero. En los términos más elogiosos se expresó sobre él el filósofo y político Nicolás Maquiavelo: «César, llamado duque Valentino por el vulgo, adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con la de éste lo perdió, a pesar de haber empleado todos los medios imaginables y de haber hecho todo lo que un hombre prudente y hábil debe hacer para arraigar en un Estado que se ha obtenido con armas y apoyo ajenos». Si bien el hijo del Papa no pudo reponerse a la ausencia del patriarca, fue un meritorio ejecutor de las órdenes de su padre cuando este vivía. Con la ambición de conquistar en Italia un reino temporal para su familia, ya fuera Nápoles o la zona central de la península, César Borgia dirigió con éxito una campaña militar en la región de la Romaña que solo se vio interrumpida con la muerte de Alejandro VI.
El lema de un conquistador: ¡O César, o Nada!
«O César, o Nada», fue el lema que aparecía inscrito en la hoja de su espada de César Borgia y un buen resumen de su carácter. El origen de la frase tiene como protagonista a Julio César, que al cruzar el río Rubicón, al norte de Italia, desobedeciendo las órdenes del Senado romano pidió a sus legiones que le acompañaran en su desafío. Todos al unísono exclamaron «¡O César, o Nada!», y cruzaron el río junto a él. A Borgia le encantaba recrearse en sus escasas similitudes con el dictador romano, sobre todo desde que asumió un papel más militar como consecuencia de la muerte de su hermano. Obispo a los 16 años y cardenal a los dieciocho, César Borgia tuvo que apartar parcialmente su carrera eclesiástica cuando su hermano mayor Juan Borgia –capitán de las tropas papales– apareció asesinado en un callejón de Roma sin que se conocieran nunca a los culpables.
La leyenda negra le acusó de estar detrás de la muerte de su hermano, pero nunca se han hallado pruebas de ello. En opinión de los autores del libro «Un inédito Alejandro VI liberado al fin de la leyenda negra», «no hay razón alguna para imaginar un fratricidio. Sí hay razones, sin embargo, y muchas, para pensar en lo más lógico: una venganza de los enemigos de los Borgia, una trampa, una emboscada». Además de los Orsini y el resto de enemigos declarados de Juan Borgia, entre los que estaba incluso Fernando «El Católico», el principal sospechoso durante mucho tiempo fue el vicecanciller Sforza, investigado a fondo a cuenta de sus encontronazos públicos con el hermano mayor de los Borgia.
Al frente de los ejércitos papales, César Borgia prestó su ayuda en 1499 al ejército galo, comandado por el propio Rey Luis XII, que cruzó los Alpes y conquistó el Ducado de Milán. Tras la caída de Milán, el hijo más bizarro de Alejandro VI atacó usando la artillería francesa las ciudades de Imola y Forlì –gobernadas por la astuta Caterina Sforza–. Unos meses después, en otoño de 1500, César Borgia sumó Pesaro y Faenza a su historial de conquistas, mientras Bolonia y Florencia fueron igualmente asediadas, pero no tomadas pues estaban bajo la protección de Francia. En mayo de 1501, el Papa Alejandro VI concedió a su hijo el título de duque de la Romaña «en su propio nombre», convirtiendo de un plumazo ese territorio en patrimonio hereditario de la familia Borgia.
La oscura conquista de Urbino en 1502, cuando César había dado en un primer momento su palabra al duque de esta ciudad italiana de que no le atacaría y luega la ocupó por sorpresa, puso a toda Italia bajo alerta: la ambición de los Borgia no tenía fondo. En septiembre de ese mismo año, los condotieros Liverotto, Vitelli y los hermanos Orsini, junto con Gianpaolo Baglioni –señor de Bolonia–, Giovanni Bentivoglio –señor de Perugia– y Pandolfo Petrucci –señor de Siena– organizaron una conjura para matar a César en cuanto tuvieran ocasión. No obstante, alertado por su red de espías, César deshilachó la conspiración con el apoyo de Francia y, mostrando una fingida magnanimidad, convocó a Vitelli, Liverotto y los hermanos Orsini ante la pequeña población de Senigallia, al objeto de tomar posesión de su castillo. Cuando se encontraron, Borgia se adelantó y abrazó como si fueran hermanos a aquellos que tres meses antes habían tramado su muerte. Al poco de empezar la reunión, César se ausentó un momento pretextando una «necesidad de la naturaleza». A continuación, las tropas de Borgia desarmaron y encarcelaron a los tres condotieros (faltaba Liverotto). Maquiavelo, testigo de los hechos, escribió esa noche: «En mi opinión, mañana por la mañana estos prisioneros no estarán vivos». En efecto, César culminó su venganza usando el garrote vil contra ellos.
Solo la muerte de Alejandro VI pudo interrumpir la vorágine de muertes y conquistas a cargo de César Borgia. La cena también dejó afectado por las extrañas fiebres a César Borgia, que no pudo reunirse con su ejército en Nápoles para seguir con sus campañas militares. Pero al contrario de su padre, de 72 años, la juventud de César le permitió superar la enfermedad a base de sangrías y baños helados. Aunque la hipótesis del envenenamiento se difundió rápido por Roma –donde incluso se afirmó que César Borgia se equivocó de recipiente cuando pretendía echar veneno en las copas de otros comensales–, los historiadores modernos que han abordado el misterio sugieren que el pontífice pudo ser simplemente una víctima más del brote de malaria que aquel verano causó la muerte de miles de romanos. Las complicaciones cardíacas que venía sufriendo el Papa contribuyeron a que no sobreviviera a la extraña enfermedad, en contraste con los casos de su hijo y del cardenal Cornetto.
Mientras César Borgia guardaba cama durante días, los enemigos aprovecharon la debilidad de la familia para anular sus recientes conquistas en el ducado romañés (ya solo conservaba Cesena, Faenza e Imola) y para elevar a Giuliano della Rovere como pontífice con el nombre de Julio II. Viéndose sin los apoyos necesarios, el propio César Borgia le dio su respaldo a cambio de la promesa de mantener el mando de las fuerzas papales y sus posesiones en la Romaña. Apoyar a uno de los mayores enemigos de Alejandro VI en vida, no en vano, fue el error político más grave de su carrera. Maquiavelo se dio cuenta enseguida: «Borgia se deja llevar por la confianza imprudente que tiene en sí mismo, hasta el punto de creer que las promesas de otros son más fiables que las suyas propias». Proclamado como Julio II, della Rovere no tardó en despojar al duque de la Romaña y ordenar su detención y la confiscación de sus bienes.
La guerra de Navarra se convierte en su tumba
César consiguió huir a Nápoles, donde fue detenido y enviado a España por el Gran Capitán, que no tenía intención de ofender al nuevo Papa protegiendo al duque. Tras ser trasladado al Castillo de La Mota en Medina del Campo, se descolgó de la torre con la ayuda de un criado una noche de octubre del año 1506, pero en la bajada sufrió la fractura de las dos manos. Herido y con una orden real que ponía precio a su cabeza (10.000 ducados), César salió de Medina del Campo fingiendo ser un mercader de grano y de allí se dirigió a Santander, donde acompañado de unos comerciantes vascos arribó en Navarra reclamando la protección de su cuñado, el Rey Juan de Albret.
Desde 1452, Navarra estaba inmersa en una guerra civil entre dos facciones opuestas: los agramonteses –partidarios de los reyes Juan y Catalina– y los beaumonteses –partidarios del condestable del reino, el conde de Lerín, alineado con Fernando «El Católico»–. La llegada de un hombre experimentado en la guerra fue muy bien recibida. César fue nombrado por su cuñado capitán de los ejércitos de Navarra y se enzarzó en la fracasada conquista de la plaza beaumontesa de Larraga. Estando entretenido en el asedio a la villa de Viana, César vio como un grupo de jinetes traspasaba el cerco plácidamente para abastecer a los defensores. Montó en cólera. El hijo de Alejandro VI se lanzó a la persecución de los jinetes, que terminó en una extraña y fatídica emboscada.
César no se percató que había dejado atrás a su guardia hasta que llegó al término conocido como La Barranca Salada. En una confusa emboscada –se ha sugerido que preparada con el único propósito de eliminarle de la escena–, César fue masacrado sin que su guardia personal hiciera acto de presencia hasta horas después el 12 de marzo de 1507. Obligado a combatir en solitario contra la retaguardia de los hombres de Lerín, matando incluso a varios, César fue finalmente derribado mortalmente con una lanza de caballería. Creyéndole muerto, los soldados navarros le dejaron desnudo bajo un peñasco y huyeron con su armadura y su caballo mientras el hijo del fallecido Papa se desangraba lentamente rodeado solo de barro.
En el libro «El príncipe del Renacimiento: vida y obra de César Borgia», José Catalán Deus plantea si la emboscada de César pudo ser o no preparada por el Rey navarro a cambio de mejorar las relaciones con Francia, que amenazaba en ese momento los territorios navarros en la vertiente francesa de los Pirineos. Así, el hecho de que un experimentado militar con miles de hombres a su cargo acabase víctima de una muerte solitaria y humillante resulta cuanto menos extraño. El estudioso Félix Cariñanos es uno de los que se inclina por la teoría del complot contra César: «Hay documentos según los cuales quien lo mató habría estado anteriormente a sus órdenes».
El cadáver de César, de 31 años, fue encontrado horas después al pie de La Barranca Salada. Fue enterrado en la Iglesia de Santa María, en Viana, con el epitafio: «Aquí yace en poca tierra/ el que toda le temía/ el que la paz y la guerra/ en su mano la tenía». Este sepulcro, sin embargo, permaneció poco tiempo en la iglesia de Santa María, ya que a mediados del siglo XVI, un obispo de Calahorra consideró un sacrilegio la permanencia de los restos de un personaje así en lugar sagrado. Mandó sacarlos y enterrarlos frente a la iglesia en plena Rúa Mayor, «para que en pago de sus culpas le pisotearan los hombres y las bestias». En 1945 fueron exhumados los restos de nuevo para ser depositados años después a los pies de la portada de la iglesia bajo una lápida de mármol blanco.