José María Paz* nació en Córdoba en 1791 y murió en Buenos Aires en 1854 a los 73 años, de los cuales consagró medio siglo de su intensa y dura vida en las que padeció cárcel, exilio y pobreza. Desde 1810, “perteneció a la causa de la revolución”. Paz y su familia “se distinguieron por sus sentimientos liberales y patrióticos”. Cuando cumplió 20 años, y en los dieciocho siguientes, participó en la Guerra de la Independencia, intervino en las derrotas de Cotagaita y Vilcapugio y Ayohuma, y en las batallas victoriosas de Salta y Tucumán. Entre 1823 y 1825 organizó en San Carlos (Salta) una división que debía marchar al Perú para reforzar al Mariscal Sucre. En 1826 se incorporó al Ejército de operaciones en la guerra del Brasil. Entre 1818 y 1830 se enfrentó a los caudillos Juan Bautista Bustos (en San Roque) y Facundo Quiroga (en La Tablada y Oncativo) y los derrotó. Paz fue uno de los jefes militares de mejor formación intelectual: se graduó en Filosofía, Teología, bachiller y maestro en artes. Aprendió latín y matemáticas. Cursó la carrera de jurisprudencia, que abandonó convocado por la guerra, cuando le faltaba el último curso. Inició su carrera como Teniente y ascendió a General, después de la Batalla de Ituzaingó. Comenzó a escribir sus Memorias en 1839, cuando estaba preso, trabajo que continuó con interrupciones. Escribió sin apuntes a la vista, apelando a su minuciosa memoria y sujeto a su convicción; “Si no ha de decirse la verdad más vale tirar la pluma”. Su prosa es clara, sobria y pulida. Por esa calidad, su prosa es comparable a la de Sarmiento. El General Paz organizó sus Memorias en tres partes: “Campañas de la Independencia”, “Guerras civiles” y “Campañas contra Rosas”. Este es un fragmento de la primera parte.
Desde la malhadada campaña de Salta, la insolencia de los gauchos había subido a un grado casi insoportable; entraban al pueblo en partidas, y más de una vez hubo riñas con los soldados y lances aún más desagradables. Al fin el ejemplo de una licencia triunfante había influido en lo poco que quedaba de disciplina, de modo que amenazaba la vida del ejército.
Era urgente, indispensable y vital salir de esta posición, y supongo que por orden del Gobierno, resolvió el General dejar Jujuy y toda la provincia, para replegarse cien leguas más, hasta Tucumán. Se emprendió la marcha, al mismo tiempo que mi regimiento la principiaba desde Humahuaca, de modo que siempre fuimos tres o cuatro jornadas a retaguardia.
En Yatasto encontramos al batallón núm. 10 al mando del coronel (hoy General en Chile) don Francisco Antonio Pinto. No sé por qué singularidad este batallón recién venido había quedado atrás, hallándose ya todo el ejército en la Villa las Trancas, a veinte leguas de Tucumán.
Nosotros también hicimos alto en Yatasto y tuvimos la ocasión de tratar de cerca al señor Pinto, que es un caballero distinguido; es natural de Chile y había sido mandado a Europa por el Gobierno de su país. A su regreso tomó servicio en Buenos Aires, no obstante que en su patria se agitaba de un modo más activo la cuestión de independencia, lo que hizo creer que su adhesión a los Carreras, cuyo partido estaba caído, lo obligaba a permanecer entre nosotros.
Después de unos cuantos días de mansión en la hacienda de Yatasto, tuvimos orden de continuar nuestro movimiento hasta las Trancas. El batallón núm. 10 se acantonó en el pueblo, donde estaba la infantería y los Dragones del Perú, quedando acampados a distancia de una legua, sobre el río del Tala.
Ya entonces se extendía la voz de que el general Rondeau iba a ser relevado por el general Belgrano, que había vuelto de Europa y había sido llamado a Tucumán, donde seguía legislando el Congreso. Con este motivo los jefes partidarios de Rondeau, a cuya cabeza estaban los coroneles French y Pagola, pensaron en un movimiento sedicioso, semejante al que se hizo en Jujuy para resistir la admisión del general Alvear; exploraron el campo, sondearon los ánimos y aun se atrevieron a tantearnos al coronel Balcarce y a mí. Si el fruto que sacaron de otros fue como el que obtuvieron de mi regimiento, debieron sacar un terrible desengaño; así es que desistieron de su empeño y se resignaron. Fuese que el nuevo General lo exigió, fuese porque ellos no quisieron sujetarse al nuevo método disciplinario que iba a establecer, el hecho es que los coroneles French y Pagola y el comandante don Ramón Rojas dejaron sus puestos y marcharon a Buenos Aires; en esos días hicieron lo mismo el coronel Ortiguera, el comandante don Celestino Vidal y otros. De este modo el general Belgrano quedó sin oposición y en aptitud de dar el impulso que deseaba para mejorar el estado del ejército. Se recibió del mando y pasó una revista, marchándose luego a Tucumán y dando orden de que le siguiese el ejército.
El 9 de Agosto de ese año (1815), recuerdo que pasamos revista de comisario en las Trancas, y luego que se concluyó me invitó Balcarce a dar un paseo por la casa de los médicos (ya entonces mi regimiento había venido al pueblo) para consultarles sobre varios síntomas de enfermedad que él sentía. Consistían en una tos bastante fuerte y una fatiga que le acometía cuando hacía cualquier ejercicio. Efectivamente, estuvimos con los doctores Berdín y Vico, quienes en el momento graduaron de muy leve la enfermedad; más, en el mismo día variaron de opinión, y la clasificaron de muy grave, cuando hubieron hecho un reconocimiento más prolijo y detenido.
A los dos días declararon que era indispensable que el enfermo fuese trasladado a Tucumán, donde podría ser asistido con mejores auxilios que en la campaña. Yo que estaba ligado por tantos títulos a este digno compañero, tomé el más vivo interés, y no fue sino con pesar que le hice preparar el carruaje y me resolví a separarme de un amigo que no debía ver más. El 22 del mismo mes falleció este benemérito jefe, este virtuoso soldado y patriota distinguido.
El 28 llegó el ejército a dicha ciudad, y solo me encontré con su última voluntad consignada en su testamento, en que me daba una nueva prueba de confianza. Me instituía por su único albacea, y por herederas de una parte que tenía en una casa en Buenos Aires, a sus hermanas solteras. Murió pobre, pero sentido universalmente del pueblo y del ejército. Solicité en nombre de mi regimiento, el permiso de usar luto por dos meses, y se me concedió, lo que todos los oficiales hicieron con la mejor voluntad.
Sus funerales si no fueron suntuosos no carecieron de solemnidad; asistieron a porfía los ciudadanos y los diputados del Congreso como particulares, fuera de los oficiales del ejército. El vicario castrense, canónigo Gorriti, pronunció su oración fúnebre y se acordó de aquel arrebato, de que he hecho mención, cuando la acción de Venta y Media, aunque sin nombrar la persona que fue el objeto de su cólera. El orador dijo y con razón, que en una vida tan llena de mansedumbre y de moderación, solo una vez se le vio exaltarse fuertemente, impulsado por el patriotismo y por el honor militar. Esta desgracia que puedo llamar doméstica, por cuanto vivíamos en una misma casa, comíamos en la misma mesa y estábamos siempre juntos, me causó el más acerbo dolor; luego diré que influyó poderosamente en el quebranto de mi salud.
El 28 de Agosto por la tarde, según he dicho, entró el ejército en Tucumán y fuera del núm. 10 que se acuarteló en la Merced, todos los demás cuerpos pasaron a lo que se decía la Ciudadela, que era aquella fortificación comenzada por el general San Martín, de que hice mención. Apenas había uno o dos malos galpones y los demás debían fabricarlos los mismos cuerpos, a lo que se puso mano inmediatamente.
Mi cuerpo había traído la retaguardia, y de consiguiente fue el último que atravesó la población, cerca de oraciones. Para que hubiese más hombres en formación había mandado suprimir los cargueros de equipajes, echándolos en unas carretas que venían atrás y dando ejemplo con los míos. Veníamos, pues, todos a cuerpo gentil; pero creyendo que no pasaríamos de la ciudad, esperábamos que se nos reunirían las carretas, y además, que no nos faltarían recursos, aun cuando aquello no sucediese.
Era ya entrada la noche cuando recibí orden de continuar la marcha al convento de los Lules, perteneciente a la religión dominicana, situado a tres leguas al sud oeste de la ciudad. Fue preciso seguir; la noche era fría y húmeda; llegamos a la mitad de ella y tuve que pasarla toda en pie y sin tener con qué cubrirme.
* José María Paz (1791-1854) fue un militar argentino que participó en varias guerras de la Argentina. Cuando cumplió 20 años, y en los dieciocho siguientes, participó en la Guerra de la Independencia, intervino en las derrotas de Cotagaita y Vilcapugio y Ayohuma, y en las batallas victoriosas de Salta y Tucumán. Entre 1823 y 1825 organizó en San Carlos (Salta) una división que debía marchar al Perú para reforzar al Mariscal Sucre. En 1826 se incorporó al Ejército de operaciones en la guerra del Brasil. Entre 1818 y 1830 se enfrentó a los caudillos Juan Bautista Bustos (en San Roque) y Facundo Quiroga (en La Tablada y Oncativo) y los derrotó.