El 20 de abril de 1534 zarpaban dos carabelas del puerto francés de Saint Malo, La Grande Hermine y La Petite Hermine, con sesenta y un hombres a bordo y un experimentado marino local al mando. Se llamaba Jacques Cartier y había navegado en numerosas campañas pesqueras, algunas de las cuales le llevaron a atravesar el Atlántico y, posiblemente, llegar hasta las costas de Terranova y Brasil, razón por la que fue elegido por la Corona para encabezar una ambiciosa, aunque por el momento modesta, expedición al Nuevo Mundo.
En aquella primera mitad del siglo XVI la colonización de América se centraba en el territorio de lo que en 1535 se llamaría Virreinato de Nueva España, desde donde partieron algunos aventureros hacia el norte en busca de nuevas fronteras: Ponce de León y Pánfilo de Narváez recorrieron la Florida con el singular episodio de Cabeza de Vaca como largo epílogo. Pero las latitudes más septentrionales seguían casi vírgenes -pese a que Carlos V las consideraba suyas- y ahí apuntaron los otros países europeos que también querían su parte de aquel testamento de Adán denunciado por Francisco I de Francia.
Francisco I, Rey de Francia (por Jean Clouet)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons
Así fue cómo empezaron a mandar barcos, bien en busca de una ruta hacia las Indias Orientales (el famoso Paso del Noroeste que tan sugestivo sería durante siglos), bien para tratar de establecer una colonia en el nuevo continente: los italianos Cabot (para Inglaterra), los portugueses Corte-Real y Álvarez Facundes, el florentino Verrazano (para Francia), los españoles Esteban Gómez y Vázquez de Ayllón… Cuando Cartier se puso en marcha ya sabía a dónde dirigirse, siguiendo la memoria redactada por Verrazano, pensando que por allí podía abrir una nueva ruta hacia las especias asiáticas.
Bordeó Terranova, atravesó el Estrecho de Belle Isle, entró en el Golfo de San Lorenzo (sin darse cuenta de que era la desembocadura de un río), descubrió varias islas y desembarcó en la Península de Gaspesia para luego internarse en el golfo del mismo nombre. Entabló contacto con los indios micmacs (algonquinos), que les recibieron cordialmente, e iroqueses, con los que la cosa ya no fue tan amistosa porque los nativos entendieron perfectamente lo que pasaba cuando le vieron tomar posesión oficial de sus tierras en nombre del Rey de Francia. Cartier retuvo a los hijos del jefe como rehenes para obligarlos a firmar un tratado comercial. Luego circunvaló la isla de Anticosti para emprender el regreso, arribando a Saint Malo el 5 de septiembre de 1534.
Cartier exageró un poco su relato a Francisco I, contándole que había llegado a Cathay -aunque los indígenas lo llamaban canadá (en realidad era el nombre que daban a sus cabañas)- y que se trataba de un país muy rico. Suficiente para que el monarca le encargara un nuevo viaje con más medios: a las dos carabelas añadió otra, la Émérillon, sumando un total de ciento diez hombres que levaron anclas el 16 de mayo de 1535 y avistaron Terranova a primeros de junio. La flotilla, disgregada por el mal tiempo, logró reunirse en Anticosti y remontar el San Lorenzo, entonces llamado Hochelaga, descubriendo -esta vez sí- que se trataba de un gran río.
Al percatarse de que los indios rehuían su presencia porque había corrido la voz del secuestro de los hijos del jefe en la visita anterior, Cartier decidió liberarlos. Esta acción permitió que cambiara la actitud de los indígenas, que pasaron a recibirles con afecto en todas partes. Las naves continuaron remontando el cauce fluvial hasta que unos rápidos les impidieron seguir; fueron bautizados con el nombre de La Chine porque los galos pensaban que estaban cerca ya de China pero lo cierto es que era Quebec, denominación derivada probablemente de la palabra iroquesa kenebec (estrechamiento). Allí se fundaría más adelante la actual ciudad canadiense, a partir de un campamento establecido cuando se decidió invernar porque el agua del río se había helado e impedía la navegación.
Cartier aprovechó para escribir una relación de cuanto veía, describiendo con bastante detalle la vida cotidiana de los indios: el lugar donde vivían (poblados con cabañas de madera y vallado alrededor), la propiedad comunitaria de los bienes, su afición al tabaco, la poligamia, sus gustos alimentarios, la costumbre guerrera del escalpado (que no introdujeron los europeos, como suele creerse), el vestuario y adornos, sus creencias (no pudo evangelizarlos por carecer de sacerdotes entre sus hombres), etc. Con los franceses tuvieron una relación más o menos aceptable, con incidentes ocasionales pero sin pasar a mayores. Peor fue el escorbuto, que se abatió sobre unos y otros provocando bastantes muertes, aunque al final se pudo superar gracias curiosamente a un remedio local.
Fue en este viaje también cuando, explorando río arriba, recibieron un extraordinario regalo para comer de unos nativos que estaban cazando: una buena cantidad de lo que los galos llamaron ratas silvestres y que en realidad eran castores, futura fuente de riqueza del país y desencadenante de guerras. Poco después descubrían una montaña a la que por su hermosura bautizaron como Mont-Real. Pero al retornar a Saint Croix, punto de partida, el ambiente estaba enrarecido; los dos indios liberados habían informado a los suyos de que los regalos franceses eran baratijas sin valor y ya menudeaban los incidentes. Cuando remitió el frío invernal y temiendo que la situación se degradase, Cartier anunció que volvían a su país. Organizó una ceremonia de despedida… que simplemente era una celada ideada por él: a su orden, los soldados apresaron por sorpresa a una decena de indios -jefe incluido- y se los llevaron a Francia para que le hablaran al rey de Saguenay; todos morirían en cuestión de pocos años.
Saguenay era un reino que formaba parte de la mitología algonquina, un lugar donde habitaba gente rubia y muy rica porque abundaban el oro y las pieles; hay quien cree que se trata de una referencia a los vikingos que visitaron esas costas siglos atrás pero es una mera especulación. En cualquier caso Donnacona, el jefe que Cartier había secuestrado, entendió cuál era el interés de los franceses y por eso contó la historia de aquel lugar y de minas de plata, para animarlos a ir en su busca y quitárselos de encima sin imaginar que ello le llevaría al otro lado del océano. Los galos, como los españoles, estaban dispuestos a creer en ciudades fantásticas; al fin y al cabo, apenas hacía dos años que se sabía de las maravillas de Cuzco.
Y así, el 23 de mayo de 1541 el puerto de Saint Malo veía zarpar una tercera expedición mucho más ambiciosa que las anteriores: cinco naves y un buen número de integrantes -aventureros, gente arruinada en busca de una oportunidad y presidiarios deseosos de redimir sus condenas- con los que no sólo explotar esas fabulosas minas sino también fundar una colonia. El mando correspondía a Jean-François de la Rocque de Roberval, un amigo de Francisco I, pero éste autorizó a Cartier a adelantarse. Pese a las fuertes tormentas atlánticas Cartier alcanzó Saint Croix, donde al nuevo jefe indio no le importó la muerte de Donnaconna y los otros porque aseguraba su puesto. Pero eso no impedía que la relación fuera tensa; los iroqueses no olvidaban la emboscada de años atrás.
Intentando crear la colonia prevista y como Roverbal no aparecía, se construyó el fuerte de Charlesbourg-Royal (el primer asentamiento de Norteamérica desde la visita vikinga y cuya ubicación arqueológica se localizó en 2006), se plantaron diversas hortalizas, se soltó ganado e incluso aparecieron oro y diamantes. Eso excitó los ánimos para partir en busca de Sanguenay, por lo que Cartier dejó una guarnición y empezó a remontar el río. Sin embargo, tampoco esta vez pudo salvar los rápidos que le frenaron antaño y al volver atrás tuvo que afrontar una difícil situación: el invierno se echaba encima y los indios manifestaban hostilidad abierta, dejando de suministrarles provisiones. De una cosa se pasó a otra y se desataron serios altercados, que esta vez sí se cobraron un tributo en sangre: treinta y cinco franceses muertos.
En cuanto llegó la primavera, los galos embarcaron y emprendieron el regreso a Francia, encontrándose por el camino a Roverbal, al que desobedecieron en su orden de unírsele en la búsqueda de un Sanguenay ya dudoso (Roverbal tendría que ser rescatado en 1543 y quedó arruinado, teniendo que dedicarse al corso). El retorno de Cartier fue agridulce porque el oro que llevaba resultó ser pirita y los diamantes mica o cuarzo, minerales sin valor que dieron origen a la expresión «valer menos que los diamantes del Canadá»; además, tampoco había encontrado el mítico reino. No obstante, el Rey le premió con un titulo de nobleza por sus descubrimientos en lo que más tarde sería Nueva Francia y gozó de gran prestigio por la publicación de su obra Relations, en la que contaba su experiencia. La peste que azotó Saint Malo en 1557 acabó con su vida.