La historia es cíclica. O, como diría el refranero popular, algunos están condenados a tropezar innumerables veces con la misma piedra. El año pasado varios medios internacionales publicaron la noticia de que el gabinete de Donald Trump estudiaba la compra de Groenlandia a Dinamarca.
¿Sorprendente, verdad? Nada más lejos. De hecho, no sería la primera vez que el país de las barras y las estrellas adquiriría, a golpe de talonario, una región. Ya lo hizo, por ejemplo, en 1819; año en el que se hizo con la actual Florida a cambio de cinco millones de dólares en compensaciones. Además, se estableció que la monarquía hispánica quedaría como única soberana de Texas, hasta entonces en disputa.
Hallar este curioso hecho nos obliga a retrotraernos en el calendario hasta años duros para España. El comienzo del siglo XIX marcó el declive del que, décadas atrás, fuera el grandioso Imperio español. La llegada de Napoleón Bonaparte hasta aquellas fronteras provocó un punto y aparte en la historia rojigualda. Con el pueblo (que no mandatarios como el valido poco válido Manolito Gody) intentando expulsar al enemigo galo, las posesiones ubicadas al otro lado el Atlántico aprovecharon para iniciar sus ansiados procesos de independencia.
El nacimiento de la Junta Soberana de Quito en 1809 o el estallido de sublevaciones en México tras el popular «Grito de Dolores» (1810) así lo atestiguan. Pintaban bastos, vaya.
La expulsión de Napoleón dejó al Imperio ávido de liquidez. Por si fuera poco, los Estados Unidos ya se habían extendido por los alrededores de la Florida a golpe de fusil y daba la impresión de que, si no era por las buenas, podrían tomar la zona por las no tan buenas.
Así pues, la solución fue deshacerse del mismo territorio que había reclamado Ponce de León en 1513 y por el que Bernardo de Gálvez se había dado de mandobles en el siglo XVIII. Por ello, en 1819 -con Simón Bolívar preparándose para ser nombrado mandamás de la Gran Colombia- España y los florecientes Estados Unidos orquestaron la venta de la región a cambio de cinco millones de dólares. Todo ello, acompañado de un tratado de paz, buenas intenciones y propuestas de amistad.
El pacto resultante fue denominado en principio «Tratado de Amistad, arreglo de diferencias y límites entre su Majestad Católica el Rey de España y los Estados Unidos de América». Un documento que, a día de hoy, se preserva en la Biblioteca Nacional. No obstante, terminó llamándose «Tratado de Adams-Onís» porque fue firmado por Luis de Onís (representante de la Corona) y John Quincy Addams, a la postre presidente norteamericano.
De apenas siete páginas, el texto fue escrito y rubricado en Washington. Así fue como los españoles se desprendieron de las tierras al este del Misisipi. Pero no vimos ni un centavo. La cantidad se destinó a abonar reclamaciones estadounidenses contra España.
El pacto resultante empezaba de la siguiente manera: «Deseando Su Majestad Católica y los Estados Unidos de América consolidar de un modo permanente la buena correspondencia y la amistad que felizmente reina entre ambas partes, han resuelto transigir y terminar todas sus diferencias y pretensiones por medio de un tratado que fije con precisión los límites de sus respectivos y confinantes territorios en la América septentrional».
En el segundo artículo se hacía referencia ya (cuanto antes mejor, debieron pensar) a la cesión de los territorios que se hallaban al este del Misisipi, entonces la Florida Occidental y Oriental. El tercer punto del tratado se dedicó a dividir, de forma pormenorizada, el territorio con nombres y apellidos. Es decir, aclarando qué zonas se quedaría cada país.
El punto número once se destinó a marcar el precio: «Los Estados Unidos, descargando a la España para lo sucesivo de todas las reclamaciones de sus Ciudadanos, a que se extienden las renuncias hechas en este tratado, y dandolas por enteramente canceladas, toman sobre sí la satisfacción o pago de todas ellas hasta la cantidad de cinco millones de pesos fuertes». El pacto fue ratificado por Fernando VII tres años después.