Insignificancias imperiales

La realidad tiene limites; la estupidez no

Napoleón Bonaparte

 

*

 

¿Saben lo que es más duro que los reveses de la fortuna?

La cruel ingratitud del hombre

Napoleón Bonaparte

 

Existe cierta tendencia a magnificar todo lo relacionado con el emperador Napoleón, de por sí pequeño. Los franceses suelen recordarlo con un dejo de melancolía, extrañan la grandeza de su Imperio y sus respuestas precisas, brillantes y contundentes, con las que se llenan libros de citas y anécdotas imperiales.

Pero no todos lo ven así, basta hojear La guerra y la paz de León Tolstói para percibir el espíritu demoníaco que le asignaban los rusos. O leer a Chesterton para detectar el respetuoso odio que tenían los ingleses por este “hombrecito” que, si no hubiese sido por unas cerezas[1], los hubiese derrotado en Waterloo.

Napoleón, que a lo largo de su vida tomó decisiones tan bélicas y precisas, en lo que respecta a su destino final, expresó varios deseos contradictorios sobre dónde quería ser enterrado. Cuando pretendía promover a Père-Lachaise como cementerio de París, reservó un espacio para el momento en que le llegara su oportunidad. De hecho, muchos de sus fieles mariscales (Kellermann, Masséna, su cuñado Murat y su hermana Carolina) reposan allí, al igual que el mariscal Ney, “bravo entre los bravos”, como le gustaba llamarlo al emperador. De él se dice que murió frente a un pelotón de fusilamiento después de Waterloo para ser enterrado en Père-Lachaise… Sin embargo, una leyenda habla de una tumba vacía: el mariscal Ney habría escapado del pelotón de fusilamiento para vivir en el sur de Estados Unidos bajo otro nombre, dando clases de francés en un colegio de la Louisiana.

Por otro lado, cuando se desempeñó como primer cónsul, Napoleón transformó a Les Invalides en un panteón militar, y transportó allí los restos del mariscal Turenne, que los revolucionarios habían robado de Saint-Denis.[2] Con el tiempo, Les Invalides se convirtió en un panteón napoleónico donde fueron a descansar sus hermanos y también su hijo -el duque de Reichstadt, conocido como “el Aguilucho”-, que Hitler tan gentilmente cediera a Francia después de invadirla. También, en algún momento de su gloriosa existencia, Napoleón soñó con ser enterrado entre los reyes de Saint-Denis.

A la muerte del emperador, en 1821, fue enterrado en la isla de Santa Elena, en su lugar favorito, cerca de un arroyo (este enterratorio se puede ver hoy en día en Les Invalides). Su cuerpo se colocó dentro de cuatro ataúdes: uno de latón, otro de roble, otro de plomo y otro más de roble. De esta forma, debió esperar veinte años para que la nave Belle Poule se lo llevara de la odiosa isla de Santa Elena hacia su amada Francia. En París, Napoleón tuvo un recibimiento apoteósico, organizado curiosamente por un rey Borbón. Transitoriamente descansó en la capilla de San Jerónimo, hasta que su mausoleo (diseñado por Luis Visconti en porfirio de Finlandia, sobre un pedestal de granito verde de los Vosgos) estuvo listo, en 1861, para albergar lo que de él quedaba. Porque al Emperador también le faltaban algunas partes…

Cuando Bonaparte murió en Santa Elena, el padre Vignali, su capellán, se encargó de tomar unos mechones de cabello para sus admiradores[3], que eran y siguen siendo una legión. De estos mechones, surgió la teoría del envenenamiento por arsénico de la que tanto se ha hablado. Los últimos días del emperador fueron agónicos y el deterioro de su salud obligó a los médicos a utilizar recursos heroicos. El doctor Antommarchi, enviado por la madre de Napoleón para que cuidara de su hijo, le administró tártaro emético, a base de antimonio -un purgante usado hasta hace poco tiempo como vomitivo-. Obviamente, el emperador no mejoró con esta terapia y entonces el médico militar inglés Archibald Arnott prescribió otro purgante, sin lograr mejoras en su cuadro clínico. Apiadados por el lamentable estado de Napoleón, misericordiosos, los médicos le administraron una dosis mortal de calomel mercurial a las 5:50 de la tarde de ese 5 de mayo y lograron esta muerte poco épica del otrora emperador de Francia.

Las últimas palabras que se le escucharon fueron: “¡Dios…! ¡Francia…! ¡Mi hijo…! ¡Josefina!”. Palabras más inocentes que aquellas que cerraron su testamento: “Muero antes de tiempo, asesinado por la oligarquía inglesa”.

El cadáver fue sometido a una autopsia ante cuatro profesionales, de donde se extrajeron dos costillas (como souvenirs) y una porción de la úlcera perforada -la que teóricamente le ocasionara la muerte-, pieza que se encuentra en el Real Colegio de Cirujanos en Londres. El padre Vignale dijo haber guardado otra parte de la anatomía a la que clasificó como un tendón momificado. Esta parte insignificante de su cuerpo fue interpretada maliciosamente por los británicos como el órgano viril del emperador, cuya escasa dimensión ‒decían ellos‒ justificaba las infidelidades de Josefina, dadas las reticencias y cortedades amatorias de aquel que había conquistado la mitad del mundo. “Esta noche no, Josefina”, habría sido la muletilla del Gran Corso.

La curiosa pieza fue varias veces a remate, sin concitar mayor entusiasmo entre el auditorio de coleccionistas y anticuarios cada vez que salía a la venta. En 1969, fue subastada por la casa Christie´s. Las ofertas, como era de esperar, no llegaron al precio base. Actualmente, el feliz poseedor de esta minúscula porción napoleónica es un médico urólogo estadounidense que ejerce su profesión en Chicago. Suponemos que exhibe esta reliquia a todos sus pacientes renuentes a seguir sus consejos terapéuticos, para mostrarles qué les puede pasar en caso de no respetar el tratamiento indicado.

[1]. El mariscal Grouchy, aristocrático jefe de la Caballería, arribó tarde a la batalla. Durante su “dulce” avance saboreaba despreocupadamente cerezas, a pesar del ruido de los cañones. Napoleón le echó la culpa por esta escandalosa derrota.

[2]. El mariscal había servido como curiosidad en el Museo de Bellas Artes, en la impresionante colección de monsieur Lenoir.

[3]. El último deseo del emperador fue que su cuerpo fuese cremado después de afeitada su cabeza para entregar mechones de cabello a sus partidarios. Su testamento comienza así: “Deseo que mis cenizas descansen a las márgenes del Sena, entre mis queridos franceses, a los que he amado bien…”. No obstante, el término “ceniza” podría interpretarse como la degradación natural del cuerpo. Como vemos, existen versiones e interpretaciones encontradas.

 

Texto extraído del libro TRAYECTOS PÓSTUMOS (Olmo Ediciones).

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