En abril de 1581 el joven Wendel Thumblardt tenía los días contados, había sido condenado a muerte por una sucesión de robos que cometió en el pueblo de Honenhall. Casi con la cuerda al cuello, Wendell decidió sortear su suerte nefasta, y se ofreció como conejillo de indias para probar un antídoto que recién se conocía en Alemania. Se llamaba terra sigillata y en realidad era un remedio que se usaba desde los tiempos de los romanos. El término terra sigillata quiere decir tierra sellada y se lo promovía como el antídoto para cualquier ponzoña o veneno, por más letal que fuera. El príncipe Wolfang II estaba muy interesado en el producto porque en más de una oportunidad habían atentado contra su vida. En búsqueda de una protección efectiva, escuchó muy interesado la propuesta de Thumblardt. Por fin podría comprobar si este producto ofrecido por el doctor Andreas Berthold era efectivo.
Thumblardt pudo ver otro amanecer no sin antes experimentar el tormento del mercurio. Pronto dejó atrás el sufrimiento al comenzar una nueva vida (aunque algunos sostienen que no abandonó del todo la malvivencia). Wolfgang se convenció de las bondades del producto y compró una buena cantidad a Andreas, quien continuó promoviendo su producto en Alemania con beneplácito del príncipe.
La práctica de comer tierra para curar enfermedades viene de antaño. Los habitantes de la isla de Lemnos en Grecia, comercializaban una arcilla rojiza en pequeñas tabletas bendecidas por el sacerdote local y bajo un sello oficial, a fin de ser vendida como remedio. El mismo Hipócrates recomendaba esta arcilla de Lemnos como antídoto astringente y antidiarreico que también tenía acción cicatrizante cuando se usaba sobre úlceras y heridas.
Galeno viajó él mismo a la isla a la isla de Lemnos y quedó tan impresionado con los efectos del producto que se llevó 20.000 tabletas a Roma (donde probablemente las vendió con provecho).
Con la llegada de los musulmanes a Europa llegó una nueva arcilla oriunda de Armenia, promocionada como efectiva contra la peste bubónica (que, obviamente ,no lo era, pero el efecto placebo obra milagros).
El mismo Andreas Berthold no vendía la tierra proveniente de la isla de Lemnos, como el anunciaba, sino de Striga (actualmente Polonia) donde Andreas había trabajado de minero.
Lo cierto es que a esta “Terra” se la promocionaba para el tratamiento de la disentería, las úlceras de piel, la gonorrea, fiebre, trastornos renales e infecciones oculares, además del ya conocido efecto como antídoto.
Esto que hoy nos parece disparate se usó por siglos y por más disparatado que suene, tiene un fundamento científico. Esta arcilla, por un lado tiene buenos niveles de oligoelementos como cobre, magnesio, calcio, hierro y zinc y por otro lado, actúa precipitando a los metales pesados, como el mercurio, impidiendo su absorción.
Sin embargo, el miedo al envenenamiento creó otros objetos “mágicos” para crear antídotos que tenían menos sustento que la terra sigillata como los bezoares (que son excrementos solidificados con el paso de los siglos ). Una pequeña digresión, en una época de alimentos sin adecuada conservación, no eran infrecuentes las infecciones intestinales ó la adquisición de otras enfermedades por vía oral, razón por la cual uno no debe sospechar que algunas “muertes sorpresivas”, no lo eran tanto. Cuentan que el cocinero del rey Enrique II de Francia fue detenido por robar vajilla de plata del monarca. La pena era la muerte. Al igual que Thumblardt, el cocinero se ofreció como conejillo de indias. El médico real era el célebre Ambroise Paré quien decidió ver la efectividad del bezoar administrándole una generosa dosis de arsénico previo al uso del antídoto. El cocinero murió seis horas más tarde en medio de inenarrables dolores.
Otro antídoto popular era el llamado Mitrídates en honor al rey de Ponto, un personaje célebre por la ópera que Mozart escribió narrando su historia. Para evitar el envenenamiento, el tal Mitrídates usaba pequeñas dosis de distintos tóxicos como hongos, metales pesados, ponzoña de víbora, con el convencimiento que esta “sensibilización” impediría el accionar del veneno. Plinio el viejo nos cuenta que el Mitrídates usado en Roma contaba con 54 ingredientes. Con el tiempo estos aumentarían su proporción aunque de poco sirviesen.
Otro antídoto muy popular era el “inhallable” cuerno de unicornio que, en realidad podía ser de narval ó de rinoceronte. María, reina de los escoceses usaba uno para evitar ser envenenada. Una lástima que no sirviese para evitar las decapitaciones.
A las perlas también se le atribuían propiedades terapéuticas (que las tiene porque son carbonato de calcio que sirve para aumentar el calcio en sangre ó como antiácido).
Se dice que Cleopatra ingirió una valiosa perla, disolviéndola en vinagre, pero no lo hizo como antídoto, sino para ganarle una apuesta a Antonio, que hubiese lesionado su amor propio (para algunos más importante que la vida misma)
Estos son solo algunos de los antídotos más conocidos. La lista de fórmulas para evitar envenenamientos es extensa y variada, cada médico, cirujano ó bruja tenía su propia receta que incluía opio, rosas, lavanda, acacia y canela, además de otros compuestos en los que se depositaba confianza, pensamiento mágico y algo de conocimiento empírico (la acacia, por ejemplo, tiene polifenoles que precipitan algunos compuestos), elementos indispensables para crear el aurea terapéutica de algunos placebos que aún abundan en nuestros vademécum.
La fe suele ser el primer paso a la curación…