Estamos en el año 3000. Fry, el protagonista de Futurama, ha encontrado los restos fosilizados de Seymour, el perro que tenía cuando vivía un milenio atrás. La idea de recuperar a su querida mascota le entusiasma. ¡Ahora puede hacerlo gracias a los increíbles avances de la tecnología! Sin embargo, a mitad de la operación, da marcha atrás. Acaba de enterarse de que su compañero vivió mucho tiempo después de que él se esfumara para aparecer en el futuro. Supone entonces que el animal tuvo que haberlo olvidado. Lo cierto es que el pobre Seymour esperó el resto de su vida, doce años, a que él regresara a su trabajo en una pizzería.
La escena tal vez parezca un extraño invento de los guionistas de la serie de Matt Groening, el creador de Los Simpson, pero se trata de un homenaje poco disimulado a un perro de la vida real. Era japonés y se llamaba Hachiko (1923-1935).
Su dueño, Hidesaburo Ueno, era un agrónomo que impartía clases en la Universidad de Tokio. Lo encontró cuando apenas era un cachorro, en 1924. En un principio no quiso quedárselo, pero después se encariñó con él y cambió de opinión. Al notar que el perrito sufría una desviación en las patas delanteras, decidió llamarle Hachi, en referencia al término nipón que designa al ocho.
Ueno y Hachiko se hicieron inseparables. El animal acompañaba al profesor por la mañana a la estación de tren de Shibuya, donde se lo podía ver al final de la jornada mientras esperaba su vuelta. Aquellos con los que se encontraban en su trayecto diario, transeúntes o dueños de comercios, observaban con simpatía la devoción del perro por su amo.
Pero el profesor murió el 21 de mayo de 1925, víctima de una hemorragia cerebral. Hachiko, a partir de ese momento, siguió acudiendo invariablemente a la estación, como si Ueno tuviera que llegar en cualquier momento. Iba a vivir allí, en Shibuya, el resto de su existencia. Admirados por su inquebrantable fidelidad, los viajeros que pasaban por allí se encargaron de alimentarlo y cuidarlo. Empezó a ser conocido por todos como “el perro fiel”.
En homenaje a su constancia, en abril de 1934 se inauguró una estatua en su honor. El propio Hachiko se hallaba entre los asistentes a la ceremonia. En esos momentos ya lo habían convertido en una estrella. Al acto acudieron altos dignatarios, además de Kishi Kazutoshi, autor de un libro sobre su historia, y Sakano Hisako, sobrina del profesor Ueno.
Sin embargo, tanto interés por un animal distaba de ser inocente. Corrían los años treinta, una época de auge de las corrientes totalitarias. La fidelidad de Hachiko, por ello, fue instrumentalizada a favor de una ideología próxima al fascismo. Su lealtad se comparó con la doctrina del bushido, por la que se establecía un fuerte vínculo entre el guerrero samurái y el señor al que servía. Hachiko, desde esta óptica, simbolizaba la obediencia del pueblo japonés a su emperador.
Por otra parte, como ha señalado el historiador Aaron Skabelund en Empire of Dogs: Canines, Japan and the Making of the Modern Imperial World (2011), los comerciantes no tardaron en ver en aquella historia emotiva un filón para sus negocios. Había que aprovechar la coincidencia de que se celebraba en el zodiaco japonés “el año del perro”. El nombre de Hachiko se convirtió en reclamo para la venta de todo tipo de productos, de baterías de cocina o libros a quimonos, muñecos y postales.
Nuestro protagonista murió al año siguiente, el 8 de marzo de 1935. Naturalmente, se hallaba en la estación ferroviaria en aquel momento. Su cuerpo, disecado, acabó en el Museo de Ciencias Naturales de Tokio. Algunos años después, los imperativos de la Segunda Guerra Mundial obligaron a fundir su monumento: el Ejército necesitaba el bronce para fabricar armas. En 1947, una nueva estatua se levantó en Shibuya, la misma que puede contemplarse en la actualidad.
Una historia tan atractiva no podía dejar de encandilar a los cineastas. En 1987, Hachiko Monogatari, de Seijiro Koyama, alcanzó un gran éxito. Después vendría el remake de Hollywood Siempre tu lado, Hachiko (2009), donde la acción se traslada a Estados Unidos. Richard Gere interpreta a Parker Wilson, el profesor de música que encuentra a un perro de origen japonés.
Mitos más fuertes que la realidad
Podría creerse que nos encontramos ante una muestra excepcional de fidelidad animal, pero se conocen muchos casos similares al del perro nipón. En Escocia, por ejemplo, Greyfriars Bobby era un perro callejero que perteneció a John Gray, un vigilante nocturno. Cuando este murió, Bobby permaneció junto a su tumba en el cementerio de Greyfriars (Edimburgo) durante catorce años, hasta su muerte en 1872.
Al menos, esto es lo que dice la tradición. El historiador Jan Bondeson, en una completa investigación, señaló en 2011 que el relato se inventó con el propósito de atraer el turismo, objetivo que se consiguió plenamente. Como sucede en estos casos, los hechos no fueron suficientes para derrumbar el mito. Bondeson explicaba así el poco éxito de su versión: “Nunca será posible desacreditar la historia de Greyfriars Bobby. Él era una leyenda viva, el perro más fiel del mundo, y más grande que todos nosotros”.
En España, Canelo acompañó a su dueño en 1990 a recibir tratamiento de diálisis. Cuando el hombre murió, Canelo le esperó contra viento y marea en la puerta del hospital. Quisieron enviarlo a la perrera, pero la movilización popular y de las protectoras de animales lograron impedirlo. Falleció de una forma triste, cuando en 2002 lo atropelló un individuo que se dio a la fuga.
Se podrían citar innumerables casos, de cualquier época, que demostrarían que aquello de que el perro es el mejor amigo del hombre tiene serios fundamentos. En la Odisea, Homero ya nos hablaba de una especie de Hachiko griego, Argos, el fiel can de Ulises. Cuando el héroe regresa a Ítaca, después de veinte años de ausencia, él es el único que lo reconoce, aunque va disfrazado de mendigo. Ni siquiera su esposa, Penélope, es capaz de advertir su identidad. Pero, tras la llegada de su amo, Argos no tarda en morir, como si le hubiera estado esperando para por fin descansar en paz. Este ejemplo, como tantos otros, evidencia que el escritor Aldous Huxley no iba desencaminado al decir que “todos los hombres son dioses para su perro”.