Gestapo: la inquisición nazi fundada sobre la delación ciudadana

Peter Holdenberg vivía solo en un tercer piso de Essen (Renania del Norte). Le gustaba la lectura, los juegos de mesa y disfrutar de la compañía de los suyos. Su vida, rutinaria, tranquila, corriente y similar a la de otros muchos, quedó trastocada el 10 de diciembre de 1941. Aquel día varios agentes de la Gestapo lo sacaron a la fuerza de su casa. Su débil cuerpo apenas pudo defenderse de la violencia y la agresividad que mostraron los enviados del Führer, a los que nada o casi nada les importó que fuera discapacitado. Era un posible enemigo. Nada de trato humano. Dictámenes del protocolo ario.

Detenido e interrogado hasta la extenuación por escuchar “emisoras de radio extranjeras” (el delito que le atribuyó la Gestapo), Peter negó todos y cada uno de los hechos de los que fue inculpado. “Todo esto es una conspiración. He tenido problemas con Stuffel, y Pierce siempre se pone de su parte”. Stuffel, de nombre Helen, e Irmgard Pierce, eran sus vecinas, pero también las artífices de dicha acusación. “Agitador” “alarmista” y “muy peligroso” fueron algunos de los adjetivos que empleó Stuffel durante la descripción que hizo de él ante la Gestapo. Unas características que desmintieron tres testigos: Katharina Hein, también vecina del edificio, Klara Vogts, su asistente personal y Anton Ronnig, director de banda, cuyas versiones, distintas y contrarias a las vertidas por sus vecinas, de poco le sirvieron para salvarse.

Rumores convertidos en pruebas judiciales

El 12 de diciembre de aquel año Peter decidió ahorcarse en su celda. Sus constantes vitales aguantaron 24 horas. Después, todo se fundió en negro. Su caso, recogido por Frank McDonough en La Gestapo. Mito y realidad de la policía secreta de Hitler (Crítica, 2016), refleja esa histeria colectiva en la que vivía sumida Alemania a partir de los años 40 y en la que un rumor, una simple hipótesis o suposición se convertía automáticamente en prueba judicial.

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Ficha policial de la Gestapo.

Ficha policial de la Gestapo.

La acusación de un vecino bastaba para ir a la cárcel. La vida giraba de conspiración en conspiración. De mirilla en mirilla. Todos eran jueces y verdugos al mismo tiempo. “La gente común ayudó a la Gestapo en la localización de los oponentes. Este libro está basado en los archivos originales de la Gestapo, y se ha estimado que la gran mayoría de los casos de la Gestapo comenzaron por una denuncia de un particular. Tan sólo el 15% provino de las actividades de vigilancia de la Gestapo, que fue utilizada por el público para resolver conflictos personales. Se denunciaba a amigos, a colegas del trabajo, a esposos y vecinos. De hecho, el 80% de las denuncias de la Gestapo provenían del sexo masculino, mientras que las mujeres constituyeron el 20%. Muchas personas denunciaron a otras por comentarios anti nazis después de haber estado bebiendo en cervecerías y restaurantes”, explica el mismo autor de la obra.

Creada para amedrentar y perseguir a los enemigos y excluidos por el régimen nazi, en un primer momento la función de la Gestapo fue la de “investigar las actividades políticas en todo el estado que constituyan un peligro para el estado, así como recopilar y evaluar los resultados de dichas indagaciones”. Así la definió Hermann Göring en la primera Ley de la Gestapo que promulgó él mismo el 26 de abril de 1933. El año en el que la dictadura del terror y los gritos silenciados bajo los sótanos llevaron a Alemania a la peor de sus desgracias. Los sueños de cruz gamada produjeron monstruos.

La venganza en forma de águila

Dos meses antes de que Göring pronunciara estas palabras tuvo lugar el incendio del Reichstag, el parlamento alemán. Aquel 27 de febrero de 1933, el fuego que supuestamente provocó el comunista Marinus Van der Lubbe ante dicha institución hizo resurgir a Hitler y a los suyos como única opción de seguridad y protección para Alemania. “Ya no habrá misericordia. Todo aquel que se interponga en nuestro camino será eliminado”, le espetó el dictador a Rudolf Diels en el mismo lugar del incendio.

Dos meses antes de que Göring pronunciara estas palabras tuvo lugar el incendio del Reichstag, el parlamento alemán. Aquel 27 de febrero de 1933, el fuego que supuestamente provocó el comunista Marinus Van der Lubbe ante dicha institución hizo resurgir a Hitler y a los suyos como única opción de seguridad y protección para Alemania. “Ya no habrá misericordia. Todo aquel que se interponga en nuestro camino será eliminado”, le espetó el dictador a Rudolf Diels en el mismo lugar del incendio.

Entre los nombres destacados que hicieron posible esa militarización de la sociedad y el triunfo de la Gestapo se encuentran Hermann Göring y Rudolf Dielsen en Prusia y Heinrich Himmler y Reinhard Heydrich en Baviera. Estos últimos no sólo fortalecieron dicho cuerpo de seguridad y espionaje, sino que reestructuraron cada uno de los eslabones del sistema policial de la Alemania nazi. De hecho, gran parte de las órdenes de ejecución tenían la firma y sello de ambos.

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Ernst Röhm jefe de las SA.

Ernst Röhm jefe de las SA.

El respeto y la fortaleza que adquirieron dentro de los distintas instituciones del régimen vino durante la Noche de los Cuchillos Largos (del 30 de junio al 1 de julio de 1934). Una larga noche en la que la mayor parte de la cúpula de las SA y su líder Ernst Röhm (arrestado personalmente por Hitler) fueron detenidos y brutalmente asesinados. Se calcula que durante aquella madrugada fueron arrestadas más de mil personas contrarias al régimen. Las SS (guardia personal de Hitler) y la Gestapo fueron los dos brazos ejecutores de este acto, que a su vez trajo consigo el auge del Partido Nacionalista Obrero Alemán (NSDAP). “Los sujetos indisciplinados y desobedientes y los elementos asociales y enfermos serían inhabilitados”, fue la explicación que el propio Führer dio a los suyos sobre lo ocurrido.

Un producto de márketing

Las detenciones arbitrarias, las torturas y las sentencias de muerte comenzaron a hacerse cotidianas, incluso normales, a partir del 27 de septiembre de 1939, fecha en la que la Gestapo, la Orpo, la Kripo y el SD se unificaron en una misma unidad: La Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), idea de Himmler. El horror ya tenía sede física.

El ensalzamiento y la pompa que se dio a la Gestapo dentro de la propaganda nazi fue clave para la supervivencia de esta organización, cuyos métodos y valía serían cuestionados a posteriori. Publicidad engañosa según McDonough, que no titubea cuando remarca la escasa utilidad de la misma y las carencias que tenía a nivel organizativo. “La Gestapo era una organización muy pequeña . En 1933 tenía 1000 oficiales, que llegaron a 6.700 en 1937 y alcanzaron un máximo de 15.000 durante la Segunda Guerra Mundial. En las principales ciudades había un pequeño número de oficiales. Por ejemplo, en Düsseldorf, con una población de 500.000 habitantes había sólo 126 oficiales de la Gestapo. En Duisburg, con 400.000 habitantes, sólo tenían a 43 oficiales y en Colonia, en la que vivían 750.000 personas sólo había 69 oficiales”.

Muchos de sus agentes comunes, divididos en dos categorías: asistente criminal (Kriminalassistent) y secretario criminal (Kriminalskretär), procedían de la clase trabajadora o media baja. “Se estima que un 50% de los antiguos policías de carrera antes de 1933 que se unieron a la Gestapo seguían en su puesto en 1945. En 1939 sólo tres mil agentes tenían un rango adicional a las SS. Durante las investigaciones de la desnazificación tras la guerra, dirigidas por agentes aliados de la ocupación, la gran mayoría de los antiguos dirigentes de la Gestapo fueron clasificados como ‘hombres corrientes’ y ‘desnazificados’ y quedaron exonerados de ser responsables de crímenes contra la humanidad’ “, señala McDonough en las páginas de su libro.

Los perseguidos

Judíos, trabajadores extranjeros, gitanos, homosexuales, comunistas, marginados sociales y cristianos fueron los principales objetivos a perseguir. Es en este último grupo donde McDonough centra una parte importante del libro. Según anota él mismo, durante la época nazi un mínimo de “447 curas alemanes pasaron algún tiempo en el campo de concentración de Dachau”. Uno de ellos fue Martin Niemöler, uno de los miembros más destacados de la Iglesia Confesante. Sus críticas a la política religiosa nazi y la protección a su comunidad le llevaron a prisión en 1937. Posteriormente volvería a ser detenido y aislado en el campo de concentración de Sachsenhausen o Dachau. Dicho calvario fue descrito por él mismo en una declaración versada. “Primero vinieron por los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista./ Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista./Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío./ Luego vinieron a por mí, pero para entonces ya no quedaba nadie que dijera nada/”

Como él, muchos cristianos alemanes estuvieron perseguidos por el régimen por no asumir ni apoyar la doctrina nazi. Una actitud que desquiciaba al Führer. “A Hitler no le gustaban los católicos porque 20 millones de ellos eran leales a Roma, no a Alemania. Un tercio de los 25.000 sacerdotes católicos fueron acosados por la Gestapo, que elaboró numerosas listas de sacerdotes considerados como ‘ desleales'”, enumera el mismo historiador.

También los intelectuales de izquierda fueron perseguidos, maltratados y asesinados por la Gestapo. El escritor Max Jacob, la fotógrafa Gisèle Freund, el poeta Ernst Toller o el filósofo Walter Benjamin, son algunos de los nombres que figuraban en aquellas listas negras.

El pensamiento crítico y el cuestionarse el porqué de las cosas precipitó el final de muchos de ellos. Como sucedió con Benjamin, que murió de una sobredosis de morfina (para unos fue un suicidio ante el acoso de los nazis, para otros un asesinato) dejando huérfana y en silencio a la Escuela de Frankfurt. “Ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si éste vence. Y es ese enemigo que no ha cesado de vencer”, escribió en una ocasión ante el peso que llevaba a cuestas y que acabó hundiéndole.

Ese enemigo era distinto según qué bandos. Para los intelectuales era el pensamiento único, el instinto frente a la razón, la violencia frente a la argumentación. Para los nazis era la rebeldía y la insumisión. La libertad. La diferencia frente a la homogeneidad. La cultura. Los libros. “Se cargaron la literatura alemana contemporánea de un plumazo. Ya no iba a ser posible leer los libros publicados durante el último invierno que tuviésemos pendientes desde abril. Sólo estaban los clásicos junto con los representantes de una literatura de sangre y suelo de éxito repentino y una calidad espeluznante y vergonzosa. Los bibliófilos vieron cómo su mundo les era usurpado de la noche a la mañana”, denunciaba Haffner en sus memorias.

El pensamiento crítico y el cuestionarse el porqué de las cosas precipitó el final de muchos de ellos. Como sucedió con Benjamin, que murió de una sobredosis de morfina (para unos fue un suicidio ante el acoso de los nazis, para otros un asesinato) dejando huérfana y en silencio a la Escuela de Frankfurt. “Ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si éste vence. Y es ese enemigo que no ha cesado de vencer”, escribió en una ocasión ante el peso que llevaba a cuestas y que acabó hundiéndole.

Ese enemigo era distinto según qué bandos. Para los intelectuales era el pensamiento único, el instinto frente a la razón, la violencia frente a la argumentación. Para los nazis era la rebeldía y la insumisión. La libertad. La diferencia frente a la homogeneidad. La cultura. Los libros. “Se cargaron la literatura alemana contemporánea de un plumazo. Ya no iba a ser posible leer los libros publicados durante el último invierno que tuviésemos pendientes desde abril. Sólo estaban los clásicos junto con los representantes de una literatura de sangre y suelo de éxito repentino y una calidad espeluznante y vergonzosa. Los bibliófilos vieron cómo su mundo les era usurpado de la noche a la mañana”, denunciaba Haffner en sus memorias.

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