La heroína literaria chilena por excelencia, Gabriela Mistral llegó al mundo el 7 de abril de 1889 con el nombre de Lucila Godoy de Alcayaga. Su infancia, trascurrida en el pueblo de Montegrande, en la región de Coquimbo, no fue un idilio en términos de bienestar, pero la pasó rodeada de mujeres que la amaban y que la introdujeron en el mundo de la literatura y la docencia. A pesar de todo, la soledad y la angustia eran sus compañeras constantes en estos años. Por una parte, porque su padre, el gran ausente, abandonó a la familia cuando Mistral era todavía muy pequeña, llegándose a formar ella su propia imagen de él, una suerte de talismán para protegerla. Tan fuerte era este fantasma que ella misma lo reconocía como una influencia importante para su carrera al afirmar que cuando encontró revolviendo unos papeles “unos versos suyos, muy bonitos”, los primeros que veía en su vida, se despertó en ella una “pasión poética”. Por otro lado, la relación con su entorno también resultaría muy traumática, especialmente a partir de una falsa acusación de una maestra. Aduciendo que había robado papel oficial, al que Mistral tenía amplio acceso porque su hermana era maestra, fue, según sus palabras, merecedora de una “lapidación moral” en la plaza del pueblo. No sólo sus compañeras ahora la creían una ladrona, sino que la maestra, según expresó en sus recuerdos, “llamó a mi madre y la convenció de que yo era una débil mental”.
La mala suerte, lamentablemente, la siguió un poco más lejos en su trayectoria. En 1904 había empezado a colaborar con el periódico radical El Coquimbo mientras cursaba sus estudios en la Escuela Normal de la Serena. Alarmadas por sus visiones anticlericales, las autoridades religiosas del colegio pidieron que se la “eliminara como peligrosa” y, aunque la dejaron rendir sus exámenes, nunca pudo recibirse como maestra normal. Esta simple desgracia terminaría por ser la cruz con la que debería cargar toda su vida ya que, aunque pudo introducirse en el mundo escolar y adquirir experiencia suficiente como para ir ascendiendo, la falta de título fue algo que se esgrimió en su contra incontables veces para desacreditarla.
Durante la década de 1910, a pesar de todo, actuó como maestra en diferentes lugares de Chile, llegando a pasar por Traiguén, Antofagasta y Los Andes, recalando finalmente en Punta Arenas, donde recibió su primera designación como directora gracias a los auspicios de su amigo Pedro Aguirre Cerdá, Ministro de Instrucción Pública y luego Presidente entre 1948 y 1941. En paralelo, Mistral comenzó a escribir y publicar varios de sus poemas en revistas y periódicos, llegando a ganar en 1914 el primer premio en el concurso de literatura de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile con “Los Sonetos de la muerte”, presentado por primera vez con el seudónimo de “Gabriela Mistral”.
La vida en Punta Arenas, la ciudad más austral de Chile, sin embargo, era muy dura y ella pidió cambiarse al Liceo de Temuco en 1920, donde sólo pasó un año más. Para 1921, la “batalla” por el Liceo n°6 de Santiago comenzó y con ella surgieron nuevas acusaciones. Por supuesto, acercarse a la capital y a la prestigiosa institución implicaba pasar por una carrera competitiva que, en su caso, estuvo plagada de referencias a su incapacidad para acceder a tal rol. Mistral se sentía atacada por diversos flancos y llegó a afirmar que existía una conspiración de la masonería y de su más importante competidora, Amanda Labarca, en su contra. Tal era su deseo por alcanzar la dirección de la escuela y por demostrar que su experiencia era suficiente que llegó a escribir defensas en las que destacaba su importancia indicando su proyección internacional como escritora y su valor para el país. Elocuentemente, escribió a una competidora:
“He contribuido mucho a que América no se siga creyendo que somos un país exclusiva y lamentablemente militar y minero, sino un país con sensibilidad, en el que existe el arte. Y el haber hecho esto por mi país creo que no me hace digna de ser excluida de la vida de una ciudad culta después de dieciocho años de martirio en las provincias”.
Finalmente, Mistral obtuvo el cargo, pero las acusaciones en su contra jamás disminuyeron, razón por la cual terminaría eligiendo el camino del “autoexilio”, como ella lo llamó. Para 1922 abandonó Chile y partió a México, país que había visitado antes y donde había sido invitada especialmente para colaborar con la implementación de la Reforma Educativa impulsada por la Revolución Mexicana. Su intervención fue exitosa y abrió paso a nuevas experiencias que la llevaron por todo el mundo a impartir cursos, participar de congresos educativos y, a su paso, recolectar galardones.
Durante todos estos años de errar por el mundo, vagando por las Américas y Europa, se mantuvo a flote escribiendo artículos para diversas publicaciones, ya que muchas veces no le llegaba su pensión, según ella creía, por sus críticas a varios gobiernos militares chilenos. Aunque su obra resultaría ser inmensamente copiosa, en vida llegó a publicar solo cuatro libros y además del ya mencionado Desolación (1922), escribió los poemarios Ternura (publicado en Madrid en 1924), Tala (editado en Buenos Aires en 1938) y Lagar (que salió en Santiago en 1954).
Para 1945, mientras se encontraba actuando como cónsul en Petrópolis, Brasil, se enteró que, gracias a los importantes auspicios de intelectuales de todo el mundo, había sido merecedora del Premio Nobel de Literatura, volviéndose así la primera persona latinoamericana en recibirlo (el 10 de diciembre de 1945). Después de reclamarlo, regresó a Estados Unidos y conoció a Doris Dana en 1946, mujer que sería su secretaria personal, más tarde albacea y, según descubrimientos recientes, su amante. Juntas, se instalaron en Nueva York en 1953, año en que Mistral fue designada cónsul en esa ciudad, y allí permanecieron hasta su muerte, producto de un cáncer de páncreas, el 10 de enero de 1957.