Estanislao Severo Zeballos, nacido el 27 de julio de 1854, era descendiente de familias fundacionales de la Argentina, como los López Jordán y los Ramírez de Entre Ríos, hijo de un coronel de prolongada actuación en las guerras civiles argentinas. Desde muy joven conoció por propia experiencia la conflictiva relación con los aborígenes locales. Tenía solo diez años cuando su familia fue atacada por un malón en la posta de Arequito. Salvó su pellejo huyendo a uña de caballo.
A los doce años fue enviado a Buenos Aires al Colegio Nacional, de donde egresó para continuar la carrera de Derecho. Pero el joven Estanislao Zeballos era de espíritu inquieto y pronto se relacionó con José C. Paz, el fundador del diario La Prensa, con quien mantuvo una larga relación periodística y política. Lo asistió durante la epidemia de fiebre amarilla y más tarde, en la Revolución de 1874, cuando éste se pliega a las fuerzas del general Mitre. Derrotados en la Batalla de la Verde, Estanislao, por entonces un novel abogado, conoció la prisión junto a las tropas sublevadas y trabó relación con Bartolomé Mitre, al que entrevistó en varias oportunidades para interiorizarse de los pormenores de algunos episodios de la historia nacional, que después volcó en sus libros.
Mientras estudiaba leyes, se interiorizó de algunos temas científicos junto al naturalista alemán Germán Burmeister. Bajo su dirección, realizó excavaciones en las barrancas del Paraná, donde halló los restos de un gliptodonte.
Eran los años de la frenología, pseudociencia que prometía descifrar los enigmas de la mente, a través de los accidentes óseos del cráneo. Varios jóvenes de la llamada Generación del ’80 se largaron a estudiar cráneos de forajidos para confirmar las teorías positivistas en boga (que culminaron con los criterios de Cesare Lombroso y el concepto del criminal nato).
A tal fin, acumularon testas de indios, ladrones y gauchos para confirmar las observaciones de Franz Joseph Gall, Georges Cuvier, George Combe y otros entusiastas frenólogos.
Quizás el trauma infantil de huir de un malón ranquelino, alimentaba en Zeballos la intención de amansar a la indiada. Por eso cuando el general Roca comenzó la Campaña del Desierto, le encargó a Zeballos la redacción de un libro sobre las posibilidades de expandir la frontera agrícola para una población europea que debía habitar el desierto. Fruto de su inspiración positivista y Spenceriana (la Generación del ’80 fue Spenceriana, proclive a aplicar los principios de Darwin a las relaciones sociales) fue “La conquista de 15.000 leguas”, la conceptualización de las ideas de un grupo de políticos y pensadores que aspiraban a expandir las fronteras del país, haciendo propias las tierras de los aborígenes. No era este un fenómeno exclusivamente argentino, se dio en EE.UU., Australia y África.
Esta afirmación no es en tono de crítica. Entonces no sabían que la frenología sería olvidada en pocos años, que las teorías de Lombroso fueron descartadas y que la doctrina Spenceriana sería considerada una exageración del Darwinismo (el mismo Darwin dudaba que sus teorías fuesen aplicables a los primos supuestamente superiores de los primates). “Iluminados” por estas “ciencias”, una generación encontró la justificación políticamente correcta (para entonces) de conquistar a razas “supuestamente” inferiores, para entregarlas a la “civilización” occidental y cristiana… como siempre ocurre en estos casos, se cometieron excesos y hubo fanáticos e inescrupulosos que exageraron las metas. ¿Eran culpables por confiar en las ciencias? ¿Eran punibles por llevar adelante tareas que eran “deseables” para la sociedad, y “bendecidas” (muchas veces, pero no siempre) por la ortodoxia religiosa?
Hoy nos es fácil criticar el pasado desde la cómoda perspectiva del siglo XXI, pero eso es atentar contra el criterio histórico. Es como criticar al que perdió en las carreras del domingo con el diario del lunes.
Desde ya que hubo gente que discrepaba con estos principios científicos, pero eran una minoría que no llegaban a tener masa crítica para cambiar la opinión pública. Muchos, como Zeballos, habían sido víctimas de la depredación aborigen, en pocos años más de un millón de vacas habían sido sustraídas por la indiada (y trasportadas a Chile) además de cientos de cautivas que permanecían como rehenes por las diferencias entre dos culturas.
La guerra al indio no era solo un capricho expansionista, gozaba del apoyo de la nación. Pero también Estanislao Zeballos estaba consciente de las injusticias que habían sufrido los aborígenes por “las grandes felonías de los cristianos, que los trataban como bestias y los robaban como si fueran idiotas cargados de joyas”. Zeballos quería, como muchos coetáneos una Pampa gringa, pero creía que había un espacio para la coexistencia pacífica.
Tras la campaña de Roca, Estanislao Zeballos hizo un viaje a la Patagonia que su mentor, el Perito Moreno había descripto. Quería ver esa tierra con sus propios ojos. A su vuelta publicó “Viaje al país de los araucanos”.
Fundó el Instituto Geográfico Argentino y también apoyó la tarea del paleontólogo Florentino Ameghino, quien proclamaba que el hombre primitivo había surgido de estas Pampas…
Sintetizar la vida de este hombre multifacético, dos veces presidente de la Rural, dos veces diputado y tres veces Ministro de Relaciones Exteriores -por sus extensos conocimientos de la geografía de la Patria- resulta muy difícil, no solo por sus logros y opiniones, sino por las posiciones adoptadas que no siempre resultan simpáticas a la inflexible corrección política del siglo XXI.
Además de positivista, era Estanislao Zeballos, un defensor de posturas agresivas en política internacional de aquellos que promovieran prepararse para la guerra a fin de asegurar la paz.
Hombre de consulta, buscado por las autoridades de todo el mundo, fue convocado a exponer su cosmovisión del mundo a la Universidad de Harvard, donde también mantuvo encuentros con el presidente norteamericano Grover Cleveland. Estanislao Zeballos murió en Liverpool, Inglaterra, el 4 de octubre de 1923.