El 20 de mayo de 1932, Amelia Earhart se lanzó a una aventura aeronáutica -la más grande que alguien de su sexo había logrado hasta entonces- y despegó de la costa Este canadiense con destino a Europa. Quizás no era la aviadora más rápida ni la más osada, pero sin dudas todo en su vida la había preparado par asumir ese rol.
De naturaleza rebelde, desde que a los 23 años se subió por primera vez a un avión, Earhart había decidido que lo suyo era volar. Eran los primeros años de la década del veinte, una época que sería llamada “de oro” en la aviación, dónde -previo al desarrollo y sistematización de las actividades comerciales o militares- la fama venía de la mano de las proezas. Quizás por eso nadie en su familia estaba demasiado feliz con su elección, pero con su determinación Earhart logró convencerlos. Además de la ayuda de su madre, trabajó como camionera y llegó hacerse de suficiente dinero para comprar su propio avión y pagar las clases con otra gran pionera de la aviación, Anita “Neta” Snook.
En este momento de gran efervescencia, a los pocos años de haber sacado su licencia, el vuelo a través del Atlántico de Charles Lindbergh en 1927 conmocionó al mundo de la aviación. En este contexto, donde los atrevidos eran proclamados héroes y celebrados, no sorprende que varios se quisieran subir a la ola de locura y que se intentaran nuevas hazañas de gran peligro. Desde ya, no era barato hacerlo, pero si se tenía el suficiente dinero y las ganas de hacerlo, no había quien pudiera parar al interesado. Así es que en 1928 una mujer de 55 años llamada Amy Phipps Guest, heredera millonaria e hija del socio de Andrew Carnagie, decidió que ella quería ser la primera mujer en atravesar el Atlántico a vuelo. Con absolutamente ningún tipo de experiencia en aviación, compró un avión y contrató a dos pilotos, Wilmer Stultz y Louis Gordon, para que la llevaran. Sin embargo, frente a las protestas de su familia, Guest accedió a quedarse en tierra y a ceder su lugar a otra mujer.
A través de sus contactos familiares, ella convocó a George Palmer Putnam, suerte de publicista y editor amante de la aventura y organizador de expediciones, y le encomendó la tarea de buscar a la “chica adecuada”. Putnam, que ya estaba familiarizado con Earhart y sus vuelos, la mandó a buscar al conventillo de Boston en el que trabajaba como asistente social, y ella accedió, transformándose en la primera mujer en atravesar el Atlántico a vuelo.
Aunque viajó como pasajera y no llegó a tocar los controles del Fokker Friendship, este viaje la catapultó a la fama y logró darle el reconocimiento que podía garantizar el éxito de un aviador en esos años. Es cierto que después de esta experiencia se armó un inmenso circo mediático a su alrededor -que incluyó un exitoso libro sobre la experiencia, 20 horas, 40 minutos (1928), escrito con ayuda de Putnam-, pero lejos de ser arrogante, Earhart uso su popularidad para visibilizar la aviación femenina. Además de recorrer el país hablando de sus experiencias y desafiando “la herencia de costumbres antiguas, que produjeron el corolario de que las mujeres estén criadas para la timidez”, contribuyó a crear iniciativas como el grupo “Las 99”, organización internacional de aviadoras que continúa activa al día de hoy.
Así y todo, Earhart estaba convencida de que quería más. En una actitud bastante crítica consigo misma, llegó a describir su rol en su histórico vuelo de 1928 como al equivalente del de “una bolsa de papas”. Para probarse a sí misma que era merecedora de esa grandeza que se le adjudicaba, empezó a planear un nuevo viaje sobre el Atlántico, pero esta vez en soledad y en completo control de la aeronave. Por esa época, desde ya, existían otras mujeres que estaban intentando logar la hazaña de Lindbergh. Ruth Nichols, por ejemplo, poseedora del récord de altitud y velocidad, lo había intentado en 1931, pero su avión cayó en Brunswick dejándola con cinco vertebras rotas.
Putnam, que había contraído matrimonio con Earhart en febrero de 1931, a inicios de 1932 le sugirió que, para mayor efecto, apuntara a hacer su vuelo el 20 de mayo, en coincidencia con quinto aniversario del vuelo de Lindbergh. El tiempo era poco, pero Earhart accedió y, para despistar a la prensa, se comenzó a preparar en secreto, enviando a otro aviador en su lugar a implementar sobre el Lockheed Vega las reformas que necesitaba.
Así, sin mucho aviso, el 19 ella se fue sola en el avión de Nueva Jersey a Harbor Grace en Newfoundland, Canadá, y el 20 de mayo por la tarde despegó rumbo a Europa. Aunque salió con el cielo despejado, el vuelo en sí fue todo menos tranquilo. A medida que pasaban las horas, se le rompió el altímetro, empezaron a salir llamas del colector de escape, se chocó con tormentas de agua y hielo, y se le congelaron los instrumentos, debiendo bajar a menor altitud para que se derritiera el hielo en repetidas oportunidades. La situación no era ideal, pero Earhart siguió avanzando, convencida de que volver era igual de peligroso que continuar. Tanto subir y bajar, sin embargo, había comprometido seriamente la cantidad de combustible disponible y, cuando vio que su tanque de repuesto tenía una pérdida, decidió bajar en el primer lugar en el que viera tierra en vez de seguir hasta Paris, como era la idea original.
Así, el 21 de mayo de 1932 por la tarde, casi 16 horas después de haber despegado, Earhart aterrizó en un campo en Londonderry, Irlanda del Norte, donde ella recordaría que, tras asustar a todas las vacas, se acercó a un peón para preguntarle dónde estaba. Él le dijo y le pregunto si venía de lejos, y ella contestó “desde Estados Unidos”.
La hazaña recorrió el mundo y la hizo merecedora de una nueva ola de fama que, derribando tabúes, demostraba -como ella misma dijo- que los hombres y las mujeres tenían las mismas capacidades para “trabajos que requirieran inteligencia, coordinación, velocidad, calma y voluntad”. Desde ya, recibió honores y agasajos de todo tipo, incluida una medalla de oro de la National Geographic Society y la Cruz de Vuelo Distinguido, la primera de su tipo que el Congreso de los Estados Unidos dio a una mujer. Pero su amor por el vuelo era tan grande que no se durmió en los laureles y continuó asombrando.
Sólo un par de meses después de su vuelo transatlántico, rompió una nueva marca al transformarse en la primera mujer en conectar las costas Este y Oeste de su país a vuelo y, para 1935, se transformó en la primera persona en lograr hacer un vuelo transpacífico en solitario al unir Honolulu y Oakland. La propuesta más arriesgada, sin embargo, se efectuó en 1937, cuando tomó la decisión de dar la vuelta al mundo a la altura del Ecuador. Junto con su navegador, Fred Noonan, partieron en mayo y, para julio, ya habían logrado recorrer la mayor parte de su itinerario, pero en el cruce del Pacífico su avión desapareció antes de alcanzar su parada en la Isla Howard.
No sorprende, dada la magnitud del misterio, que su fama se viera acrecentada, llegándose a articular teorías explicativas tan variadas como que continuó viviendo en una isla como náufraga, que fue capturada por los japoneses o que volvió y vivió hasta la década del ochenta con una identidad falsa. Sea como sea, el legado de Earhart quedó atado al de la aviación y su nombre, sinónimo de aventura y osadía, continua inspirando a todos aquellos que se acercan a su historia.