Este hombre trabajaba en una algodonera en la ciudad de Nzara y pertenecía a la tribu de los zandé, mayoritaria en la región, compuesta por muchas familias numerosas, pobres y afectas a las tradiciones. El territorio que rodea Nzara está lleno de plantaciones de tecas, frutas y algodón. Su lugar de trabajo era una habitación donde se amontonaba la tela de algodón, en la parte trasera de la fábrica; los murciélagos colgaban del techo cerca de su mesa de trabajo. Se ignora si los murciélagos estaban infectados de ébola; el virus también pudo haber entrado a la fábrica por insectos atrapados entre las fibras del algodón o a través de las ratas que pululaban por la fábrica. Incluso es posible que el hombre se contagiara en otro lugar.
No fue al hospital, murió en una choza de su poblado. Su familia le realizó un entierro zambé tradicional y dejó el cuerpo bajo un montículo de piedras dejado en un claro entre las espadañas (o totoras), plantas que crecen abundantemente en ese lugar de África en las tierras que se encuentran entre los ríos.
La enfermedad comenzó a multiplicarse. Pocos días después de la muerte del hombre, otros dos hombres que trabajaban en las mesas próximas a la del fallecido tuvieron hemorragias, entraron en shock y murieron sangrando por sus orificios. Uno de los fallecidos era un individuo popular, tenía muchos amigos y amantes. El virus fue saltando de una persona a otra mediante contacto físico y sexual. Mató a la mayor parte de los huéspedes, cruzando a sangre y muerte la ciudad de Nzara y llegando al este, a la ciudad de Maridi, donde había un hospital.
En el hospital el virus cayó como una bomba y mató a médicos, enfermeras, auxiliares y pacientes, dispersándose luego entre las familias de los pacientes. El hospital era precario y el personal había estado usando jeringas con agujas contaminadas, lo que facilitó aún más la rápida expansión del virus, en una clara demostración de cómo el propio sistema sanitario puede intensificar el brote infeccioso. El virus transformó el hospital de Maridi en un depósito de cadáveres.
Empezaron a comprobarse en los infectados despersonalización y trastornos psíquicos antes de la muerte inexorable: se arrancaban las ropas y salían corriendo agonizantes, desnudos y sangrando, a vagabundear por la ciudad, sin reconocerla como la propia (el ébola causa severas lesiones cerebrales y demencia psicótica).
La mortalidad de la cepa de Sudán del virus ébola era del 50%: la mitad de los infectados moría, y muy rápido; un porcentaje parecido al de la peste negra de finales de la Edad Media en Europa. El virus de Sudán podría haberse extendido por el centro de África llegando a Jartum; de allí podría haber ido hacia El Cairo en pocas semanas, y desde allí a Atenas y a Estambul, y desde ahí… en fin, para qué seguir. Pero eso no ocurió: la crisis de Sudán no se extendió fuera de África y no terminó concitando la atención mundial; como si hubiera explotado una bomba atómica en secreto.
Por razones que no están claras, el brote fue perdiendo virulencia y desapareció. El personal médico sobreviviente del hospital de Maridi (el epicentro de la alarma), presa del pánico, huyó a la selva. Y fue algo sensato porque se vació el hospital y eso ayudó a cortar la cadena infecciosa. También es cierto que el virus había matado tan rápidamente que no tuvo tiempo de contagiar más personas. Además, no se transmite por el aire; de haber sido así, la historia hubiera sido muy distinta. El ébola Sudán mató a cientos de personas en el centro de África y retrocedió al corazón de la selva, donde indudablemente permanece vivo hasta hoy, sometido a diversos ciclos dentro de algún huésped desconocido.
Dos meses después de la crisis de Sudán, setecientos kilómetros al oeste, en Zaire (hoy República Democrática del Congo), en la provincia de Bumba, una región de selva tropical con aldeas dispersas a lo largo del río Ébola, la cepa Zaire del virus ébola fue casi el doble de mortal que la cepa sudanesa, y aún no se ha podido identificar cuál fue el primer caso. Los primeros infectados fueron personas que vivían al sur del río Ébola y que posiblemente tocaron algo sanguinolento: pudo haber sido carne de mono (los habitantes de la región cazan monos para comer) o de algún otro animal, o a través de murciélagos, insectos o la picadura de una araña. Fuera cual fuese el huésped original del virus, el contacto a través de la sangre en el bosque húmedo le permitió al virus trasladarse al mundo humano.
El virus afloró en el hospital de la misión de Yambuku, un modesto hospital en la selva al lado de la iglesia, con techo de chapa y paredes de yeso, dirigido por monjas belgas. Además del hospital, donde los enfermos solían hacer cola tiritando por la malaria, había también una escuela. Un maestro de la escuela y unos amigos tomaron prestado el Land Rover de la misión para irse de vacaciones hacia el norte. Cruzaron el río Ébola en una barcaza, se detuvieron en un mercado cercano al río Obangui, compraron carne fresca de antílope, carne de mono recién sacrificado y la pusieron en la parte de atrás; cualquiera de ellos podría haber tocado restos sanguinolentos en la carne fresca.
El grupo de amigos regresó, y ya en su casa, el maestro de escuela y su familia comieron en guiso la carne de antílope. A la mañana siguiente el maestro cayó enfermo. Fue a la misión de Yambuku y las monjas le pusieron una inyección, con una aguja sacada de entre las que lavaban de vez en cuando en palanganas de agua caliente para sacarles los restos de sangre. Lo normal y usual era que aplicaran un pinchazo tras otro sin enjuagar la aguja, mezclando la sangre de todos los pacientes; una situación ideal para difundir el virus. Pocos días después de recibir la inyección, el maestro desarrolló el virus ébola Zaire.
Fue el primer caso conocido del ébola Zaire, y de acuerdo a lo relatado puede haberse contagiado de distintas maneras, ya fuera a través de la carne o de una aguja contaminada del hospital, lo que significaría además que alguien que había visitado antes el hospital ya tenía el virus.
El virus hizo explosión simultánea por todos lados: apareció en más de cincuenta aldeas relativamemnte cercanas al hospital. Primero mató a los que habían recibido inyecciones y luego se extendió a sus familias. Arrasó al personal sanitario del hospital de Yambuku, monjas incluidas. Una de ellas fue trasladada a Kinshasa, donde murió. Nadie quería entrar en la habitación de la monja fallecida para limpiarla. Las sábanas empapadas en sangre, sangre en el piso y hasta en las paredes. El estado inmediato del cadáver de la monja era espeluznante y aterrador.
El ébola Zaire ataca todos los órganos y tejidos del cuerpo excepto los huesos y los músculos del aparato locomotor. A medida que avanza la infección comienzan a aparecer coágulos en la corriente sanguínea, la misma se espesa, comienza a circular más lentamente y a quedarse pegada en las paredes de los vasos. De allí se desprenden nuevos coágulos que terminan atascándose en los capilares (los vasos más pequeños y estrechos) del cerebro, los intestinos, los riñones, los pulmones, el hígado, las mamas, la piel, las fibras colágenas de todo el cuerpo. Aparecen las pequeñas hemorragias (petequias) que se agrandan hasta trasnformarse en hematomas, la piel y los tejidos se ablandan y se deshacen, se producen hemorragias en la boca y en las glándulas. Se desprende la mucosa de la lengua, lo que produce un tremendo dolor; el corazón sangra hacia su interior, el bazo y el hígado se agrietan y se licúan, sangra la garganta, el cerebro se vuelve friable como un puré, los intestinos sangran copiosamente. Todo eso es una tempestad imparable que mata rápido y con furia.
El virus ébola no se transmite a través del aire; se propaga entre los seres humanos cuando una persona no infectada tiene contacto directo con los fluidos corporales de una persona que está contagiada con la enfermedad o que falleció a causa de ella. Los fluidos corporales que pueden transmitir el virus ébola incluyen sangre, heces, vómitos, orina, semen, saliva, leche materna, fluidos vaginales, lágrimas o sudor, siendo las personas contagiosas cuando desarrollan síntomas.
Los huéspedes originales del virus ébola parecen ser los murciélagos de la fruta. Hay otros animales que se han contagiado: chimpancés, gorilas, monos, antílopes del bosque y puercoespines. Para los seres humanos, las fuentes de exposición a los fluidos corporales portadores del virus pueden ser un animal infectado, otra persona que tenga síntomas de la enfermedad o que haya fallecido por la enfermedad, objetos contaminados, como vestimenta, ropa de cama, picaportes, agujas y otros equipos médicos u otras superficies.
El virus ingresa en la persona a través de una ruptura en la piel o a través de las membranas mucosas, como los tejidos de los ojos, la nariz, la garganta o la vagina. Si la persona logra recuperarse, el virus aún puede detectarse durante varios meses en determinados fluidos corporales, como el semen, la leche materna y la orina.
El tiempo transcurrido desde el contagio hasta la aparición de los síntomas (período de incubación) suele ser de los ocho a los diez días, pero puede ir desde los dos a los veintiún días.
La primera vacuna contra el ébola demostró ser efectiva, según un ensayo llevado a cabo en Guinea en 2015. Una segunda vacuna experimental fue probada en octubre de 2019 en forma preventiva en áreas donde el virus está ausente, y más de 20.000 personas fueron vacunadas.