Niño mimado y enfermizo de una familia acomodada, Marcel Proust pasó una infancia signada por el asma. Las crisis violentas lo convirtieron en un joven introspectivo, voraz lector, de inteligencia precoz y sensible. Creció en un ambiente sobreprotegido, ávido de reconocimiento y aprobación social.
Fue un estudiante brillante, su inteligencia superior le permitió hacerse de tres títulos universitarios que lo dotaron de una vasta cultura, con conocimientos literarios y científicos que lo asistieron a convertirse en escritor. A pesar de su preparación, solo trabajó cinco años como bibliotecario y en cuanto pudo pidió la baja por enfermedad: el polvo agudizaba sus crisis asmáticas. Se recluyó cada día más en su hogar y solo una vez al año se dirigía a la biblioteca Mazarina y renovaba su puesto. Un beneficio secundario de la enfermedad.
Adoró a algunas mujeres, más allá de su madre, pero sus grandes amores fueron los hombres. Charles Hass, Bertrand de Fénelon, el príncipe de Babieca y Lucien Daudet, el hijo del escritor, fueron sus parejas. A los 38 años se enamoró de su chofer, pero éste tuvo una muerte trágica. No siempre fue correspondido en su afecto y calmaba sus deseos con amores rentados en prostíbulos clandestinos. “El amor es una enfermedad”, escribió Proust, “inevitable, dolorosa, fortuita”.
Mientras Marcel llevaba adelante esta pasión secreta, con discreción, Oscar Wilde era condenado a prisión.
La muerte de su madre lo sumió en una profunda depresión. Se recluyó en uno de los pocos lugares donde Proust se sentía a gusto: la cama. Allí pensaba, escribía, soñaba y vivía. Tal era su retraimiento de la vida social que fue uno de los primeros suscriptores a “Teatro Phone”, una especie de teléfono primitivo que le permitía escuchar óperas y conciertos sin salir de su casa o, mejor dicho, sin salir de su lecho.
Hombre refinado, tenía Proust sus preferencias musicales. Curiosamente no estaba entre ellas Debussy, su contemporáneo, porque sostenía que su música reagravaba su enfermedad.
En 1912, la Nouvelle Revue Française rechazó A la búsqueda del tiempo perdido. El comité, integrado por figuras como André Gide, estaba influenciado por la fama de snob y diletante que precedía al autor, conocido por sus artículos sociales, elegantes pero fatuos, que asistían a restarle credibilidad.
Sin embargo, Jacques Rivère se entusiasmó con la lectura de la edición de A la búsqueda del tiempo perdido que Proust había pagado de su bolsillo y convenció al comité de editar esta obra, que sería una de las cúlmines de la literatura del siglo XX.
Su afección respiratoria empeoró y con eso su aislamiento. Prefería comunicarse con la gente por carta, de allí la abundante correspondencia que se guarda de Proust, con más de 100.000 misivas escritas a lo largo de esos años de encierro en los que buscó la perfección de su obra.
“Si no tuviera creencias intelectuales, si simplemente buscara rememorar”, le escribió Proust a Rivère, “no me tomaría, enfermo como estoy, la molestia de escribir”. Y esta obra la dará sentido a su vida.
El autor intentó recuperar esos años perdidos en una vida social superficial y vacía en la escritura de esta novela donde describe con precisión la existencia de la burguesía francesa.
Su asma empeoró, él sabía que no llegaría a viejo. El clima frío y húmedo del invierno en París no lo ayudó a sobrellevar la enfermedad que se complicó con una infección. Una bronconeumonía pusó fin a sus días, a los 51 años. No resulta extraño que la última palabra que se le escuchó decir haya sido: “Madre”.
Este texto también fue publicado en La Prensa
El último tomo de “En busca del tiempo perdido” lo tradujo al castellano mi amiga Graciela Isnardi. Su marido Horacio Salas felleció hace unos años.