James Bedford está muerto, pero es uno de los pocos que murió con la esperanza de simplemente despertar en un futuro más o menos distante. Sin contar creencias religiosas, claro. No es el único, pero sí el primero de su clase. Murió hace hoy exactamente 54 años, y desde entonces su cuerpo permanece congelado -criopreservado- a la espera de los milagros de la ciencia.
Bedford, un profesor de psicología en la universidad de California, padecía un cáncer renal que luego hizo metástasis en los pulmones, algo intratable en esa época. Murió el 12 de enero de 1967, y poco antes se abrazó a una idea revolucionaria, un producto típico de la efervescencia del progreso científico de los 60.
La criogenización nació en esa década de las maravillas que comenzó con un presidente estadounidense prometiendo poner un hombre en la Luna y terminó con uno caminando efectivamente por el satélite. La década en la que todo parecía posible renovó una idea que venía rondando en varias mentes y se terminó de cristalizar en un libro autogestionado por un profesor de Física de la universidad de Michigan, Robert Ettinger.
En su obra de 1962, Ettinger concretamente propuso que se congele a las personas recién fallecidas como modo de llegar a futuros tratamientos médicos y a una reanimación. La idea prendió con el combustible imaginativo de la época y enseguida se formaron asociaciones y centros para llevarla adelante.
En 1965, la primera organización en el mundo dedicada a la criopreservación, la Life Extension Foundation (LES), quería promover sus actividades y ofreció congelar de forma gratuita a un voluntario. Nunca llegó a hacerlo, pero voluntarios no faltaron.
Hubo varios intentos fallidos. El primero, el de una habitante de Springfield, Ohio, en mayo de 1965. La prensa de la época no se pone de acuerdo en qué fue lo que falló: si la oposición de familiares y del líder religioso de su comunidad, o problemas con los equipos, o la negativa del hospital en el que había muerto a practicar ciertos procedimientos. Probablemente todo junto.
Un par de meses después, el brillante científico Dandridge Cole, especializado en temas astronómicos y desvelado por el progreso científico, falleció de un ataque al corazón. Tenía sólo 44 años y había expresado a todo el que quisiera escucharle que deseaba ser congelado para una reanimación en el futuro. Después de una ardua discusión de familiares con su amigo y colega Robert Prehoda, químico y especializado en criogénesis, se decidió no cumplir su deseo. Según palabras de Prehoda, “prevaleció la razón y a Dan se le dio un entierro digno“.
En abril de 1966, concretamente se llegó a congelar a alguien: se trató de una mujer no identificada en la flamante corporación Cryocare de Phoenix. La anciana, que había sido embalsamada, fue directamente congelada, aunque había pasado un largo período en su estado previo. Después de un par de meses, su cuerpo fue retirado, aunque su experimento fue la antesala para el gran evento.
En plena ebullición del tema y con el mundo esperando el primer caso exitoso, en diciembre de 1966 murió Walt Disney , lo que dio pie a uno de los malentendidos y mitos urbanos más extendidos del siglo XX. El tío Walt no fue criopreservado, aunque el imaginario popular lo ubique como pionero.
Ese lugar lo ocupa Bedford, que murió el 12 de enero del 67. Minutos después de su último aliento, en un asilo de ancianos en Los Ángeles, su cuerpo fue puesto en suspensión con métodos muy primitivos. El proceso estuvo a cargo de la recién formada Cryonics Society de California, dirigida por Robert Nelson. En el equipo colaboró, al parecer con renuencia, el pesimista Prehoda.
El primer escenario fue el mismo asilo en el que Bedford pasaba sus últimos días, lo que permitió reducir drásticamente el tiempo transcurrido entre la muerte y el congelamiento, evitando los protocolos de los hospitales. También contribuyó al éxito que el cuerpo de Bedford fue perfundido con agentes crioprotectores. El segundo escenario fue el garaje de Prehoda, donde se completó el proceso sin más contratiempos que la aparición sorpresiva de la esposa del científico. Según las crónicas, no tomó a bien la presencia del cuerpo a medio congelar en su casa.
De todos modos, la vitrificación (la técnica empleada hoy en día para preservar óvulos, por ejemplo) aún no existía, así que a Bedford le inyectaron Dimetilsulfóxido. Hoy se sabe que es improbable que ese tratamiento haya mantenido sin daños el cerebro.
No por estar congelado el cuerpo de Bedford se mantuvo inmóvil. Y gracias a eso hoy todavía tiene esperanzas.
Como el jefe de la Cryonics Society transfirió su cuerpo congelado a los familiares de Bedford, el primer criopreservado se salvó del “Desastre de Chatsworth“. Fue un fallo en la bomba de vacío de una bóveda en la que Nelson guardaba nueve cuerpos congelados, que arruinó el proceso. Fue un golpe durísimo para la criopreservación y embarró a Nelson para siempre.
A salvo de ese inconveniente, el cuerpo de Bedford primero pasó dos años en un laboratorio de Phoenix, Arizona. En 1969 fue trasladado a otro en California, donde estuvo hasta 1982, cuando fue llevado a la Fundación Alcor Life Extension, donde se mantiene hasta hoy.
El último examen que le hicieron al cuerpo fue en 1991, cuando trasladaron a Bedford de su criocápsula original a una más moderna sin que sufriera daños perceptibles en el proceso.
La misma esperanza con la que murió en 1967, exigua y a larguísimo plazo, de todos modos se mantiene. La criónica perdió vigor en estas décadas, aunque sigue teniendo sus adherentes. De hecho, junto a Bedford en Alcor hay otros 147 “pacientes” en su misma condición. El último ingreso data de octubre del año 2016.
De todos ellos, Bedford es el más antiguo. Y le correspondería el derecho a ser el primero en ser revivido en un futuro que asoma muy, muy lejano. Por lo pronto, no tendría nada que perder, salvo que, llegado el día de una eventual resucitación, Bedford esté en un lugar del que no quiera regresar.