El primer Batlle

Lorenzo Batlle participó activamente en la Guerra Grande (1839-1851) y fue jefe del Partido Colorado. Elevado a la presidencia de la República en 1868, hubo de enfrentarse a graves problemas económicos provocados por los efectos de la especulación en la venta de tierras y por la quiebra de nueve firmas bancarias. Bajo su presidencia se produjeron diferentes levantamientos organizados por militares de su propio partido (colorados), por la oposición (blancos) y por facciones de ambos bandos. Todo ello culminó en la llamada ‘revolución de las lanzas’ o ‘guerra de Aparicio’ (1870-1872), auspiciada por el Partido Blanco y dirigida por Anacleto Medina Viera y Timoteo Aparicio. Batlle propuso un proyecto de pacificación del país basado en la prórroga de su mandato y en la convocatoria de elecciones generales; rechazado por los blancos, abandonó el poder en marzo de 1872. Su hijo José Batlle y Ordóñez alcanzaría también la presidencia de la República.

Entre 1868 y 1875 el Uruguay se vio sacudido nuevamente por la inestabilidad política debida a los enfrentamientos entre blancos y colorados, por un lado, y a causa de sucesivas crisis económico-financieras que dejaron al descubierto las debilidades del auge económico del período anterior. El presidente electo por la Asamblea General para el período de 1868 a 1872, Lorenzo Batlle, fue uno de los pocos presidentes del siglo XIX que logró cumplir el mandato en su totalidad. Desaparecidos los caudillos nacionales como José Fructuoso Rivera y Venancio Flores, adquirieron poder y prestigio caudillos regionales que con su acción debilitaron aún más el frágil poder central del Estado uruguayo.

Durante los dos primeros años del gobierno de Batlle, caudillos colorados regionales, como Máximo Pérez y Francisco Caraballo, se levantaron en armas contra el gobierno por diferentes motivos. Las dificultades del presidente para contenerlos mereció críticas severas del ala doctoral del partido. Desde la otra bandería, la reacción a la política colorada fue violenta. El 5 de marzo de 1870 el caudillo blanco Timoteo Aparicio inició una de las revoluciones más importantes de la centuria. Durante los dos años que duró se movilizaron 16.000 hombres y las tierras y ganados sufrieron importantes daños. Los estancieros progresistas que habían realizado inversiones en sus propiedades se quejaron, reclamando paz y orden.

El 6 de abril de 1872, ya bajo la presidencia interina de Tomás Gomensoro, se firmó la Paz de Abril, que dio por finalizada la guerra. Además de estipularse cláusulas de pacificación y reconciliación nacional, se acordó que las jefaturas políticas de los departamentos de San José, Canelones, Florida y Cerro Largo serían ocupadas por militantes del Partido Blanco. A través de este pacto de coparticipación los blancos podrían tener la posibilidad de estar representados en las cámaras legislativas y contrapesar la acción de los jefes políticos colorados en el Poder Ejecutivo.

Desde el punto de vista económico y financiero, el gobierno de Lorenzo Batlle heredó una situación extremadamente delicada y compleja. La economía uruguaya había comenzado a sufrir desajustes financieros provocados por causas internas y externas; debido a la fuerte relación del país con los capitales europeos invertidos en la plaza montevideana, las crisis económicas producidas en 1866 y 1873 en el Viejo Continente tuvieron un hondo impacto en el Uruguay, y el auge económico de la década de 1860 se vio sacudido, sobre todo, por la crisis bancaria londinense de 1866. Importantes capitales fueron retirados, dejando al descubierto que muchos bancos habían emitido más papel moneda del que podían respaldar.

Para salvar de la quiebra algunas entidades financieras se había decretado el curso forzoso de la moneda, lo cual implicaba que por el período que durara la disposición se suspendía la convertibilidad en oro. Esta situación dividió a banqueros y comerciantes en dos posiciones: la de los “oristas”, representantes de los bancos más fuertes que necesitaban la circulación del oro para sus transacciones, y la de los “cursistas”, cuya única salvación consistía en que, circunstancialmente, los billetes no fueran convertibles. Entre éstos se encontraban medianos propietarios y agricultores que necesitaban créditos baratos y fáciles de obtener, situación que no contemplaba la banca orista. En 1868, al no renovarse los decretos de curso forzoso, el orismo triunfó y muchos bancos quebraron; alguno de ellos, como el Banco Mauá, tenían sus finanzas ligadas a las del Estado. Entre los bancos que continuaron funcionando se encontraban el Banco de Londres y el Banco Comercial, que lograron, sin competencia, monopolizar el crédito.

Detrás de esta crisis monetaria había un desequilibrio de la balanza comercial: las importaciones aumentaron y las exportaciones bajaron, así como también descendieron los precios que se pagaban en los mercados internacionales por productos que el país colocaba en el exterior. Como consecuencia de la debilidad financiera del Estado se incrementó el endeudamiento interno -las más de las veces con el alto comercio montevideano y la banca orista- y también el externo. En 1873, habiendo ya entregado Batlle el poder a su sucesor, José Eugenio Ellauri, casi la mitad de los recursos del Estado debían ser destinados al pago de las deudas del país, con lo cual los dineros públicos no alcanzaban siquiera para pagar a los funcionarios.

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