Se puede ser sabio sin más erudición que la observación, el descubrimiento de las enseñanzas escondidas en las cosas simples, hasta en lo cotidiano. La escuela es la naturaleza, la calle. Los maestros, la gente. Así aprendió a manejar autos, mirando a los mayores, sentándose cerca del chofer del ómnibus para copiar los movimientos al pasar los cambios, que luego repasaba en su cama con los ojos cerrados. Así descifró el oficio de mecánico, escuchando motores que, como decía, debían ser “una sinfonía”. En los caminos de barro sintió el auto en el asiento, cómo se deslizaba, y desarrolló la sensibilidad que más tarde trasladó a las pistas.
El cuarto hijo de Loreto y Herminia, un matrimonio de italianos radicados en Balcarce, nació el 24 de junio de 1911. Lo llamaron Juan Manuel: el primer nombre porque llegó el día de San Juan, el segundo, por la admiración de su padre al rey de Italia. A los 12 años ya trabajaba en un taller. La otra pasión adolescente fue el fútbol, que le dio un apodo que llevó al mundo: Chueco. Fue destacado insider derecho en Leandro Alem de Balcarce.
Con un taxi que le prestó un amigo y él transformó en auto de carrera, debutó como corredor cerca de casa, en Benito Juárez, el 24 de octubre de 1936. Se anotó con un seudónimo, Rivadavia, el nuevo nombre de su antiguo club, para escapar al control paterno. En marzo del año siguiente hizo estreno en Turismo Carretera con su nombre verdadero: Juan Manuel Fangio. Europa no entraba ni en los sueños cuando el Chueco surcó caminos polvorientos con su Chevrolet y ganó los títulos de 1940 y 1941. Puso los cimientos del duelo de marcas más emblemático: Ford-Chevrolet. El Ovalo estaba representado por dos hermanos porteños: Juan y Oscar Gálvez.
Su campaña pudo haber terminado en aquella aventura extraordinaria: la Vuelta a la América del Sur, conocida como Buenos Aires-Caracas, en 1948. El Chueco se salió del camino en la etapa de Lima a la zona montañosa peruana de Tumbes, volcó y murió su acompañante: Daniel Urrutia. Pensó en dejar de correr, pero siguió. Fangio creía que cada uno tenía el destino marcado.
Supo estar a tiempo en el lugar adecuado, como más tarde reconoció tantas veces. “¿Cuántos habrá como uno, que simplemente no tuvieron oportunidad porque llegaron tarde o no estuvieron?”, se preguntaba ya cargado de títulos.
Se destacó al enfrentar mano a mano a los europeos en las carreras que precedieron al Campeonato Mundial y en 1949 encabezó la delegación argentina que impulsó el Automóvil Club y apoyó el gobierno de la época para ir a correr a Europa con la ilusión de “ganar una carrera…”
En las calles de Mónaco, segunda competencia de 1950, logró su primer triunfo en aquel nuevo Mundial. Poco después de la largada recordó una foto que había visto la noche anterior: “Había estado en el Auto Club de Mónaco y, mirando fotos viejas, vi que en un accidente de 1936 la gente en vez de mirar al puntero observaba los autos chocados. Eso me vino a la mente cuando en plena primera vuelta vi que la gente no miraba mi coche, que estaba adelante, sino hacia otro lado. ‘Algo pasa’, me dije”. Entonces, disminuyó la velocidad y descubrió un gran accidente en la chicana. Con lo justo, esquivó los autos rotos. Luigi Villoresi, que lo seguía, quedó trabado. Fangio se escapó y ganó sin más sobresaltos.
El primer contrato, con Alfa Romeo, lo firmó sin mirar la cifra. Se daba por satisfecho con que le confiaran el mejor auto. En ocho temporadas en la flamante Fórmula Uno, hilvanó cinco títulos mundiales, ganó 24 de las 51 carreras en las que participó, subió a 35 podios y largó 28 veces desde la pole position. Nadie jamás consiguió porcentajes de efectividad tan altos. Es probable que nunca nadie lo haga. Fue campeón con cuatro marcas distintas: Alfa Romeo en 1951, Mercedes-Benz en 1954 y 1955, Ferrari en 1956 y Maserati en 1957. Además, se quedó con los subcampeonatos de 1950 y 1953.
En tiempos en los cuales los corredores eran nómades de categorías y de marcas para subsistir aprendió otra lección. Manejó toda una noche para llegar a tiempo a una carrera sin puntos, en Monza, luego de haber corrido el día anterior en Irlanda. Largó y, cansado, se despistó, volcó y el auto lo despidió. La larga convalecencia para recuperarse de las fracturas en las vértebras cervicales lo dejó fuera de la temporada de 1952 y con una permanente disminución de la movilidad en el cuello.
La vuelta fue con Mercedes, que había preparado una arremetida histórica, las conocidas Flechas de Plata. Recuperado, Fangio demostró su valía, consiguió los dos títulos consecutivos antes del retiro de la marca alemana y la relación se extendió para siempre. Sin hablar alemán ni inglés, el hombre sabio de la profunda mirada azul fue consejero y llegó a presidente honorario de Mercedes.
La última victoria, el 4 de agosto de 1957, que le aseguró la quinta corona, quedó patentada como la más impresionante exhibición de manejo de la historia. En el viejo Nürburgring, capaz de amedrentar expertos con sus 22 kilómetros de curvas indescifrables, Fangio quedó medio minuto atrás de las Ferrari de Mike Hawthorn y Peter Collins luego de una parada para reabastecimiento. El Chueco volvió a pista y bajó nueve veces consecutivas el récord de vuelta para recortar los 30 segundos perdidos. En el penúltimo giro superó a los ingleses y ganó. Hawthorn y Collins fueron a felicitarlo cuando terminó el Gran Premio de Alemania. Fangio tenía 46 años.
Después de su retiro, en 1958, tuvo consejos para quien los pidiera. “La época más importante de mi vida fueron mis comienzos. En general, los comienzos de la vida de toda persona marcan su futuro”, contaba. “Hay que tratar de ser siempre el mejor pero nunca creerse el mejor”, repetía. Jamás creyó ser el mejor. Nunca se jactó de ser sabio. Y fue todo eso.
Texto extraído del sitio de ESPN